Víctimas ceremoniales
Javier Miranda-Luque
En la guía telefónica de donde vivo no aparecen Freuds, Dalís, Quirogas, Van Goghs, Beethovens, Kafkas. Ni siquiera 1 sólo Fellini que amerite el exhaustivo recorrido por la profusión de apellidos impresos en estricto orden alfabético, asociados –como en presidio– a una cifra de 7 dígitos que los domicilia en algún sector de la ciudad, estigmatizándolos socioeconómicamente, al mismo tiempo que me concede una percepción unilateral de cada ser, a través del sonido de su aparato fonador. De ahí en más se dispara a laborar mi imaginación, asignándole facciones a las pausas, rasgos a los tonos, arrugas a los carraspeos, sonrisas a las inflexiones. ¡Cómo delata a su dueño el timbre de una voz! ¿Por qué serán tan indiscretas las cuerdas vocales? ¡Qué indecible enemiga se nos ha vuelto la garganta!
Percibo como una falta de respeto el teléfono manos libres que deja colar el ruido ambiente, desmoronando la trascendencia del diálogo. Para mí estas sesiones equivalen al momento del confesionario. No me importa entumecer mis articulaciones mientras sienta el aliento de mi contertulio en el auricular que se me incrusta en la oreja, crustáceo artificioso que se prolonga en el sistema circulatorio de fibra óptica que amarra bajo tierra a la ciudad. Conversaciones malabares que sortean la promiscuidad de sardinas asalariadas en las latas del Metro y mascotas arrojadas por el retrete, náufragos inequívocos de la hidrografía cloacal.
–Sí, buenas noches…
–Buenas noches, Jimena, el tiempo pasa, pero tu voz resulta inconfundible.
–Caramba, ¿quién me halaga de esta forma tan zalamera?
–Imaginé que no me recordarías.
–Si usted se identifica, tal vez podría ubicarlo.
–Soy yo, Orlando.
–Discúlpeme, pero no logro identificarlo.
–Estoy hablando con Jimena Cemborain, ¿verdad?
–Sí.
–Si no fuera por esa voz que recuerdo tan vívidamente, Jimena, diría que ese monosílabo que pronunciaste, más que una afirmación, parece un si condicional. Algo como sí, soy Jimena Cemborain, pero no estoy segura de ser la misma Jimena a quien tú te refieres.
–Pues, la verdad, algo así. ¿Orlando?
–Orlando, ¿no me recuerdas? Te habla el doctor Orlando Morales Brenen.
–Morales Brenen, me suena, pero sigo sin ubicarlo. ¿Será que somos colegas?
–Somos, Jimena.
–Su familiaridad me abruma.
–¿Ves? Insistes en tratarme de usted, usando esa cordialidad tuya tan eficiente en marcar distancia.
–Doctor Morales Brenen.
–Orlando.
–Espero que no el furioso.
–Contigo nunca, Jimena. Al menos, no todavía.
–Pues fíjese, colega, que la expectativa está durando demasiado y yo necesito más pistas.
–A ver, doctora Cemborain, hará un par de años que nos presentaron.
–¿Quiénes?
–Unos buenos amigos comunes.
–Nombres.
–Qué inquisitiva.
–Y usted que dice conocerme tan bien, no sabe que esa es una de mis virtudes. ¿Dónde?
–Ya te adueñaste de la conversación y ni siquiera me permites responder. Muy propio de ti, Jimena.
–Los galanteos no me ganan.
–Ya lo sé, pero con ingenio sí.
–¿Dónde y quiénes?
–Déjate llevar, Jimena, como cuando bailas un vals, y ubícate dos años atrás. Los recuerdos vendrán solos.
–Ubicada estoy, como siempre, Orlando Morales Brenen, y, por favor, ya deje de repetir mi nombre, mire que es una táctica que le desmerece.
–De acuerdo, doctora, abandono la muletilla.
–Abandone el jueguecito, que ya dura demasiado, e identifíquese a satisfacción, caballero. Acuérdese que no hay nada peor que despertar los bostezos de una dama.
–La Jimena que persiste continúa siendo una soberbia contendiente.
–Que no te recuerda para nada.
–Al menos, me tuteaste. Ya doblegué uno de tus perímetros.
–No creas. A lo mejor es una trampa para que agarres confianza.
–Y suelte información.
–Ajá. Riesgo calculado, purita complicidad premeditada.
–No cambias.
–Me supero.
–Breve, comedida.
–Certera.
–Pero no logras dar conmigo.
–Aún no.
–Ni con los amigos.
–Son tantos.
–Tampoco dónde.
–Reconozco que me resultas imprecisable.
–¿Quieres más tiempo?
–¿Por qué no?
–Dulce insomnio, Jimena.
Jamás repito. Ni apellidos. Ni llamadas. Si nadie contesta, paso al siguiente. Si responde una contestadora, dejo un mensaje enigmático o, dependiendo del ánimo, una jerigonza inexplicable. Adquirí un equipo oneroso que evita la posibilidad de que mi número sea rastreado.
Me encontré a mí mismo en el directorio, sin homónimos a la vista. Me telefoneé y la línea sonaba ocupada.
Juego con mi voz y la disfrazo de intenciones: neutro, gélido, gentil, perturbador, sinuoso, delirante.
Asumo roles diversos, nombres propios compuestos y profesiones inusuales.
Hoy apuesto por los números impares. Insisto especialmente en los que concluyen en el día de mi nacimiento.
Me ensaño sin proponérmelo con apellidos unisílabos. Siento que, en su austeridad fonética, les falta algo.
Hay gente tan sola que agradece sin pudor mi irrupción a distancia. Soy una voz que los saluda e interroga. Ellos, entonces, reabren sus cicatrices y las contemplan absortos, maravillados de haber sobrevivido.
Exceptúo ancianos y niños. Nuestras modulaciones no coinciden.
Me anclo a voces eufónicas que no cesan de escucharse en el espejo de la mía.
¿Alguien te ha pordioseado que sigas ahí –colgado al hilo– que no se vaya a caer la comunicación, que no enmudezcas, que no cortes, que no cuelgues?
¿Cuántos cuentos inconexos te han reiterado y tú, en contrapartida, diagnosticas, martirizas, ficcionas?
Gentilicios con sorna desatan mi ira organoléptica. Abusivo de olores, texturas, sinsabores, escatologías.
986.223 suscriptores telefónicos residenciales, registrados en 1112 páginas de papel periódico base 10, tipografía arial de 6 puntos, ilegible sin el auxilio de mis lentes bifocales. Abad, Abelardo. Zurita, Zulay. Primerísimo y última. Víctimas ceremoniales. Son los pobladores extremeños, guardianes de fronteras de este directorio telefónico que, afónico, concluyo.
(910 palabras. 5800 caracteres con espacios)
Me encantó este texto