I
Gabriela era una morena de mirada inquieta y curvas tormentosas. Ya en el cuarto semestre, se las veía en figurillas con algunas materias de la carrera, en especial las contables. Ya yo la había visto varias veces en clase, o por lo menos percibido, pues sus apariciones eran repentinas y por lo general tal como aparecía se esfumaba. Rara vez se quedaba la clase completa, y siempre miraba nerviosa su reloj, como esperando un campanazo o algún aviso para salir corriendo. Luego me enteraría que cursaba dos carreras en instituciones diferentes, y que por lo desconfigurado de sus horarios, siempre andaba de apuro para completar una clase.
No es que yo fuera una estrella rutilante en el firmamento académico, pero tampoco pasaba desapercibido. Se me daban bien algunas materias y se podría considerar que era un estudiante solvente. Y más me valía, pues el instituto era bastante caro y no se me permitía el lujo de estar perdiendo un semestre. Luego de mi debut y despedida en una universidad pública el año anterior, no podía estar haciendo y deshaciendo con el dinero de la casa.
Dada esa solvencia, y ciertamente que en los salones de clases esas reputaciones eran muy tomadas en cuenta en tiempo de exámenes, en ocasiones muy puntuales era requerido mi auxilio. Particularmente, nunca sentí tanto el agobio de los “fanáticos” (muchos de ellos movidos por el interés… vamos, era evidente), a diferencia de otros con mejores notas, a los cuales se les veía continuamente con un largo séquito de requirientes, que suplicaban por un minuto de su tiempo y la gracia de una explicación apresurada antes de entrar al examen. Algo así como un Cristo del buen rendimiento académico, seguido por el converso que le toca el manto antes de la evaluación, si me permiten la comparación.
La cuestión es que un día llegando a clases, me encuentro a Gabriela esperándome en la puerta del salón. La chica no me desagradaba… ni me agradaba en realidad. Si me causó curiosidad que me pidiera un minuto de mi tiempo, y le presté toda la atención, pero al mismo tiempo andaba inquieto, pues soy obsesivo con esos asuntos de estar a tiempo en clase, y muy especialmente cuando hay examen. Lo cierto es que le dediqué el minuto que me pedía, pero con la ansiedad de entrar y agarrar rápido un puesto; no podía evitar dedicar miradas al interior del salón por encima de su hombro, mientras veía alarmado que se iba llenando, como si de una pecera se trataba.
Ya con apenas el tiempo justo para entrar, dar una zancada y colocar apresuradamente mi cuaderno en el primer puesto que lograra encontrar libre, Gabriela me explicó que iba bastante mal en Contabilidad I, y necesitaba de alguien que le explicara. Infinitas veces había escuchado tal petición, y si no era de mi interés, la despachaba rápidamente con una excusa cualquiera (no tengo tiempo, en realidad no soy tan inteligente como piensas, en las tardes ando muy ocupado, no hablo español, y cosas así), solo que en esta ocasión, la chica no cejó en su empeño y obstinadamente me cercó en todas mis excusas; prácticamente me arrancó la promesa de explicarle los temas del próximo parcial, pues en el anterior no había salido muy bien. Un eufemismo para decir que fue una total masacre didáctica.
Luego de pasada la primera impresión y bastante fastidiado tratando de explicarme qué había pasado, me enteré por una amiga en común (si, en los tecnológicos el chisme abunda, como las pizarras acrílicas, las fotocopias, las hojas de examen y los tequeños fríos), que la chica había pedido auxilio previamente a un condiscípulo tanto o más solvente que yo, que inmediatamente había accedido, y en la primera clase naufragó en sus intentos por llevar la explicación a otros temas menos académicos y más personales.
La misma chica sazona la historia, añadiendo: “ella te lo pidió a ti, porque te considera un tipo serio, que no va a estar atacándola ni insinuándole cosas”. A partir de allí, no supe si tomar la acotación como un halago (un tipo serio, ya saben, otra persona me consideraba así además de mi mamá), o como el reconocimiento expreso de lo que era: un “nerd” sin arreglo. Y hay que darle la razón: si era así, pues para la época no me favorecía en nada la facha con lentes de pasta de montura gruesa, un par de jeans que alternaba cada tres días, y unas franelitas que de tanto lavarlas ya traslucían. Un tipo serio, cierto, pero gallo a morir. Conclusión: mientras más rápido termine, mejor.
Las tutorías transcurrieron las primeras veces sin pena ni gloria. Gabriela tenía muchas fallas en las bases elementales de la materia, añadiendo además de que no podía separarse de su inveterada costumbre de andar a contrarreloj, lo que hacía que las explicaciones se vieran sujetas a dos premisas fundamentales:
1.- Yo: el ejercicio está malo.
2.- Ella: me voy.
Y la segunda premisa era la que tomaba más cuerpo, especialmente en el momento en que llegaba a buscarla un señor muy serio en una camioneta del año. Sin más, ella se despedía y salía rauda. Tampoco la cosa cambiaba mucho cuando era ella la que cargaba la camioneta. Alguna que otra vez me ofreció el aventón hasta la casa, pero yo me negaba cortésmente y ella no insistía mucho tampoco.
Había un elemento adicional que hacía ruido en mis nobles intentos por introducir a mi discípula a los misterios de la contabilidad: si no estaba muy enterado de su trayectoria vital y académica, ella misma con la incesante cháchara a la que me veía sometido me lo aclaró. Estudiaba dos carreras; su papá era ingeniero y daba clases en la universidad; a veces trabajaba como anfitriona en eventos; y otras tantas cosas a las que no le paré, en verdad. Solo quería terminar con esa pesadilla.
No sé cómo, pero aprobó el parcial. Sinceramente, yo estaba más sorprendido que ella. De alguna manera se había sobrepuesto a nuestras atropelladas clases, las fallas en el planteamiento de los problemas y los errores de cálculo. Pero lo hizo. Yo me di por satisfecho, pues había encaminado a un alma descarriada por el mundo de los números, y de paso, ya no estaba obligado a seguirle explicando a alguien que a partir de ese momento había demostrado que dominaba los rudimentos del tema.
En cierta hora se me ocurrió agarrar un teléfono, llamarla, y participarle el cese inmediato de nuestro acuerdo de enseñanza-aprendizaje. A continuación, con una voz sólida, convencida, penetrante, me dijo que eso no era así. Su situación con la materia no había cambiado, pues aunque había aprobado, había sido por la mínima, y que necesitaba subir el promedio para aspirar a pasar y… ¿era posible que continuara explicándole?
II
Para abreviar la historia, del inicial no desagrado-no agrado, pasamos a las teorías del cargo y del abono, la cháchara fastidiosa me empezó a interesar, y de entre el activo, pasivo y capital, Gabriela y yo terminamos empatados. Jamás vi un recinto universitario tan impactado por un noviazgo, que ni la revista “Hola”. Hasta yo mismo lo admito: éramos como agua y aceite. Y no era para menos, pues no existía ningún vínculo o elemento en común que pudiera hacer pensar que terminaríamos emparejados.
Por supuesto, las apuestas se cruzaron inmediatamente para darnos un plazo y sentarse a esperar cuando terminara el desaguisado. Hasta amigas preocupadas se acercaron a mí para preguntarme si me sentía bien, si había pensado en buscar ayuda terapéutica… o darme unos coñazos, desinteresadamente ofrecidos por uno de esos ángeles guardianes.
Del lado de ella no supe mucho, quizás alguna mirada de asombro que se cruzaba en su camino, o alguna risita malévola. Sé que el balance se inclinaba ¿a mí favor?: “no sabes en qué manos has caído”, venga palmadita en el hombro, y la mirada de conmiseración que se le dedica a una cucaracha mal pisada. Por supuesto, los padres de Gabriela se enteraron del noviazgo del momento. Ni una sola palabra. Por mi parte, contuve el entusiasmo inicial de mis padres, que prácticamente me alzaron en hombros cuando supieron que tenía novia, toda una novedad de este su muchacho tan aplicado en los estudios, pero que ni rastro de presencia femenina había traído para la casa.
Me fui enterando que además de su papá ingeniero, su mamá también lo era, y ambos con cargos en la industria petrolera, que para la época era algo así como la aristocracia de las industrias básicas. Se alojaban en el campo residencial destinado a los trabajadores foráneos trasladados de otras áreas del país. Todo muy al estilo americano: casita prefabricada, mobiliario art-decó, sala-comedor, cocina y tres cuartos, todo en colores pasteles, además de dos carros en el estacionamiento, y como mascota un perrito pequeño, peludo y antipático el malparido. Completaba la familia el hermano mayor de Gabriela, Oscar, ya por terminar estudios en la capital, y con un futuro prometedor que papá se encargaría de encaminar. Que conste que no fue mi intención ponerlo luego del perrito en la enumeración.
III
Ya finalizando febrero de 1989, Gabriela y yo no hicimos mucho caso de las noticias inquietantes que llegaban desde Caracas y otras zonas del país. El día 27 hubo desórdenes y saqueos en diferentes partes, pero ya para el 28 la ciudad aparentaba calma, y eso nos animó para ir a Barcelona a visitar una muy famosa librería que quedaba justamente frente a la gobernación del estado.
Una tarde tranquila y el tránsito fluido nos habían convencido de salir e ir a buscar unos libros para varias investigaciones pendientes. El centro de Barcelona, por lo general congestionado, estaba despejado a esa hora y en cuestión de minutos terminamos en el interior de la tienda, sumergidos entre anaqueles.
En eso andábamos cuando un rumor creciente empezó a tomar cuerpo en la calle, sin atreverse a entrar en la tienda. Empezamos a ver como la gente empezaba a caminar apurada, para luego salir corriendo despavorida como si algún espanto la estuviera persiguiendo. Estuvieron así un rato, hasta que varias personas entraron corriendo a la tienda y se agazaparon detrás de la puerta, como si estuvieran ocultándose de algo. Todo esto en el más absoluto silencio.
Ya el dueño tenía rato mirando la situación y se había hecho mano de un objeto que ocultaba en uno de los bolsillos, pero que a todas luces era un arma. Ya para ese momento, Gabriela y yo habíamos optado por acercarnos cautelosamente a la puerta para salir y regresarnos a casa.
En eso entra un tipo dando voces y gritando que teníamos que salir corriendo, porque el gobierno había ordenado el toque de queda “y nos iban a matar a todos”. Bastó eso para que la gente empezara a dar alaridos y a ponerse las manos en la cabeza, como si estuviéramos a las puertas del fin del mundo, el juicio final y el apocalipsis, todo en la misma irresistible oferta. Yo estaba estupefacto y le vi la cara a Gabriela, que de tez morena, había cambiado a blanco papel bond base 20.
A todas estas, de no sé dónde prendieron un televisor y empezamos a ver los boletines apurados de los noticieros nacionales; y sí, efectivamente habían ordenado un toque de queda a nivel nacional, con suspensión de garantías constitucionales y besito de buenas noches incluido. Para más INRI, el toque de queda empezaría a hacerse efectivo a partir de las 18:00 horas (me acuerdo clarito que lo dieron así, con hora militar), que en cristiano significaba las 6:00 pm. Y para ese momento ya eran las cuatro de la tarde y largas.
Automáticamente, como pasa en las películas cómicas, vimos nuestros relojes y luego nos vimos las caras, volvimos a ver nuestros relojes y nos vimos las caras nuevamente, hasta una tercera vez. Y como si hubiera sido a una señal, la gobernación empezó, por un lado, a vaciarse de gente que corría desaforadamente escapando de la catástrofe, y por el otro, a llenarse de patrullas militares que cerraron el canal del frente de la avenida, mientras unas tanquetas se apostaban en la fachada y calles laterales.
Docenas de tipos vestidos de verde, marrón y negro se colocaron en cualquier espacio disponible y apuntaban en todas direcciones buscando al enemigo invisible. Dos de los tipos entraron como trombas en la librería, con fusiles en mano, y preguntaron qué hacíamos allí, si no sabíamos que había ley marcial.
O sea, que en cuestión de pocos minutos, habíamos tenido en rápida sucesión un anuncio de toque de queda, suspensión de garantías y ley marcial, sin derecho a pataleo. Por segundos pierdo de vista a Gabriela y no la veo por ningún lado, al cabo de lo cual la llamo quedito, como si tuviera pena de interrumpir el alarde de fusiles y cuerpo a tierra de los dos soldaditos. Mi pobre novia había quedado estampillada al final de los anaqueles, empujada por el tumulto de gente que corrió hacia el fondo cuando llegaron los comandos militares en comparsa. En ese instante, el dueño de la librería tronó que estaban cerrados y nos sacó inmisericordemente al descampado.
Ya afuera, parecía que el tiempo era de goma. A pesar de que corríamos lo más de prisa que podíamos, todo pasaba como en cámara lenta. Nuestros intentos por montarnos en un autobús fueron infructuosos, todos seguían de largo o iban llenos hasta los retrovisores, y en las paradas se generaba una especie de “efecto bucle”, como lo llaman en sistemas: la gente se caía a golpes para montarse, ponían pie en el estribo, la fuerza de la multitud los bajaba y así hasta el infinito.
Al fin conseguimos montarnos como pudimos en un autobús, apretados hasta la exasperación, y empezamos el recorrido, cuando de pronto un ruido ¡clank!, hizo que el vehículo diera un frenazo violentísimo y se precipitara hacia la isla. Fue esto, la gritadera y ver de nuevo una comparsa de soldaditos que se dirigían a nosotros armas en mano, y que nos apuntaron mientras bajábamos manos arriba, sin siquiera haber recorrido cien metros.
A estas alturas, eran más de las cinco de la tarde y sin esperanzas de regresar a casa. Repuestos del segundo susto y arrastrando el primero, corrimos de una a otra esquina, buscando un transporte y veíamos aterrados como languidecían juntos el tránsito, la tarde y nosotros. Presté atención a una de las calles laterales y me fijé en un carrito pequeño estacionado en solitario. Tenía un anuncio de “taxi” escrito en un cartón y nos abalanzamos encima para rogarle que nos llevara. el tipo, o era que no sabía lo que pasaba, o se lo tomaba con mucha calma, y sin mirarnos a la cara, nos dijo que no.
Ya en esa parte le rogamos, le pedimos, le suplicamos por favor que nos llevara a casa. Tanta fue la insistencia que preguntó para dónde íbamos; dudó un tanto en lo que le di mi dirección, pero en lo que escuchó la dirección de Gabriela, negó con la cabeza y dijo que no le daba chance llegar hasta allá, que él mismo tenía que resguardarse también.
Y allí tomé una decisión que marcaría mi vida y que como hombre me haría dueño de mi destino: “llévanos a mi casa papá”, le dije. Ella me miró extrañada y aliviada al mismo tiempo, entendiendo inmediatamente la razón: “causa de fuerza mayor”, la llaman. Ya que no iba a pasar la noche en su casa, por lo menos tenía la garantía de estar segura y bajo techo en casa de su novio, donde nada malo podría pasarle. Recalcando lo de nada malo, por supuesto, para beneficio de la audiencia.
Además, era una familia de bien, si no míralo a él. Yo esperaba por supuesto que este muy lógico y razonable argumento también lo entendiera el papá, especialmente luego de fijarme que el ingeniero tenía debajo del asiento de la camioneta una pistola 9 mm, reservada para ocasiones especiales y dejada ver como al descuido… que no creo.
El chofer dijo el precio (adiós a la mesada del mes, en casa se encargarían de que no lo olvidaría), y salimos raudos y veloces vía mi casa.
IV
Eran las 5:50 pm cuando pisamos la entrada de mi casa. Nada más llegar, casi se me salen las lágrimas por el recibimiento dispensado. ¿Les había hablado del entusiasmo inicial de mis padres? Esta vez quedaron extasiados al poder conocer de primera mano a la mujer que le cambió la vida a su hijo, y le dispensaron todas las atenciones que se le pueden ofrecer a alguien querido.
Mis hermanas no se quedaron atrás e inmediatamente acogieron bajo su protección “a la cuñada”, como la llamaron inmediatamente, sin aviso y sin protesto ni dar el vuelto, haciéndola enrojecer hasta las orejas. De las atenciones iniciales, pasaron a un amable interrogatorio, donde varias veces salté yo como tema recurrente.
Al final cundió el entusiasmo, y ya la conversación se había convertido en un sinfín de chistes y cuentos a costa mía, donde de cuando en cuando intervenía mi mamá para aconsejar esas cosas que las mujeres les aconsejan a otras mujeres y que los hombres no comprendemos. De a poco, la velada se convirtió en una “noche de chicas”, donde la chiquilla más entusiasmada era la señora de la casa.
Y repentinamente, mis hermanas se llevan a Gabriela a su cuarto, territorio que desde ese momento adquirió inmunidad territorial y que me era absolutamente vedado. Me di cuenta de eso por la sutil mirada de mi mamá que seguía la mía, y que decía claramente “cuidadito con una vaina con esa muchacha”. Allí comprendí automáticamente que dejé de ser el hijo adorado de mamá, y me convertí miserablemente en un hombre más del montón. Detrás de la puerta, las risotadas a cuatro voces aumentaron de volumen.
La fiesta no terminaba y no sé por qué razón, a alguien se le ocurrió la maquiavélica idea de ir a buscar el álbum de fotos familiares. Intuí el peligro y confronté a mi mamá saliendo del cuarto. Ni me paró. Con el entusiasmo en el cuerpo, fue a buscar cuatro gruesos volúmenes tapa dura forrados en falso terciopelo, que contenían la memoria iconográfica de la familia.
Y como lo temía, en primer lugar estaba el tomo de color rojo, contentivo de todas mis vergüenzas y miserias guardadas para la posteridad alternativamente en sepias tímidos y colores desteñidos. Lo último que escuché fueron las carcajadas celebrando alguna vergonzante nalga infantil al aire. Y la nalga era mía, de eso no cabe duda. A partir de allí, el suelo se hundió bajo mis pies.
Por supuesto, en todo este tiempo los padres de Gabriela andaban en un tilín. Al saberse del toque de queda, ansiosos y con esa clarividente lógica inherente a su profesión, además de no ser gafos, llamaron a mi casa dos veces antes de nuestra llegada. Ya para la tercera atendió Gabriela reportándose sana y salva. Ni siquiera fue necesario preguntarle qué habían hablado, pues los ruidos que hacía el ingeniero a través del teléfono se escuchaban claramente en toda la sala, y adivinamos fácilmente lo que decía.
Entre madres se entienden, y luego de la descarga inicial, mi mamá calmosamente le dio todas las garantías a la ingeniera de que su hija se encontraba bien cuidada, lo cual fue agradecido con un cortés y aliviado “gracias”. Ya yo me había hecho el cuadro mental de la situación, imaginando al ingeniero bufando rabioso en la sala de su casa, porque su hija, su pequeña, la luz de sus ojos, había terminado en el fin del mundo (a 30 minutos en autobús en realidad), lejos de su casa: “eso es culpa del manganzón ese, que mírale la cara, que de pendejo no tiene nada. Y cuidadito, porque le vuelo los lentes de un tiro a ese desvergonzado”. En medio del estropicio del momento, yo me sentía como el trompetista de Ligia Elena, pero sin trompeta y más desafinado.
V
La sangre no llegó al río. Gabriela empezó a frecuentar mi casa, y los padres de ella me permitieron la entrada a la suya, corteses pero tirando a fríos siempre. Su principal atención para conmigo durante los cinco años de relación, fueron las invitaciones a algunos almuerzos domingueros, navidades y una felicitación de cumpleaños entre dientes, y eso porque coincidió con un almuerzo. La 9 mm no la volví a ver las veces que me monté en la camioneta cuando me daban la cola. Lo tomé como una expresión inconsciente de aprecio.
No he hablado mucho del cuñado Oscar, pero no lo tomen a mal. En realidad siempre fue muy amable conmigo, pero no compartimos mayores intereses. Por cierto, el momento cumbre de esas visitas ocurrió en uno de los almuerzos en familia, cuando nos presentó formalmente a su novio y explicó sus planes de irse a vivir a la Isla de Margarita con su pareja. Ese día no me dieron la cola, me fui en taxi a casa. Lo curioso fue que el ingeniero mismo, totalmente descompuesto y con las orejas humeantes, me condujo hasta la puerta, y me dio plata suficiente para ir y venir todo el mes.
Con el tiempo, Gabriela abandonó el tecnológico y se dedicó de lleno a su otra carrera. Apenas se graduó, terminamos. O me terminó, creo que fue así. Sé que tiene tres hijos que son una monada, trabaja en un instituto del Estado y está felizmente divorciada por dos veces.
Después de tantos años, hay algo que nunca he podido dejar de pensar: tengo en la mente la imagen del papá bailando sobre los tanques de la refinería al enterarse de la noticia del fin de nuestro noviazgo.