A pesar de su naturaleza gregaria, el ser humano, aún en estas épocas, todavía se las piensa a la hora de integrarse a una comunidad. Las grandes ciudades se han convertido en reservorios de individuos que se ven obligados a interactuar constantemente. Si ya de por sí es un riesgo enfrentarse a los peligros del mundo externo, también la modernidad nos pone en frente de otro gran reto: la vida grupal, compartida en pequeñas entidades que hemos dado en llamar popularmente como “condominios”.
Un condominio es como un pequeño planeta. En él convergen diversidad de caracteres y personalidades, que en teoría deberían tener como compromiso fundamental hacerse el propósito de vivir armoniosamente en conjunto. Los que vivimos en condominio sabemos que no necesariamente es así, y que las diversidades presentes pujarán todas al unísono por imponerse una encima de la otra, impulsando iniciativas, compromisos y propuestas en multiplicidad de direcciones todas ellas opuestas, a despecho de lo que propongan las respectivas juntas de condominio.
Así que entre la cotidianidad de compartir por igual áreas comunes, ascensores, pasillos, depósitos de basura, cuotas extraordinarias, estacionamientos y apartamentos, se desarrolla una dinámica de vida que en muchos casos puede ser digna de cualquier “reality show, incluyendo secretos, intrigas, chismes, amores, y por qué no, hasta finales felices. Cada día que pasa, el condominio se va convirtiendo en un sitio lleno de situaciones que le dan un cierto saborcito a nuestra vida.
De mis experiencias de vida en condominios, me he creado un cierto e irresistible hábito de clasificar por tipologías a las personas con las cuales comparto espacio. De allí que con el transcurrir del tiempo, ya hasta de manera inconsciente, he ido adquirido la costumbre de colgarle un cartelito a cada uno de mis vecinos y hacer una especie de catálogo vital. Ya me resulta absolutamente imposible evitar encasillar en alguna categoría a los diferentes personajes con los que he compartido, e incluso enfrentado, esas pequeñas y grandes situaciones derivadas de la vida en comunidad.
Y para muestra, he confeccionado a vuelo de pájaro un pequeño compendio de los diferentes tipos de vecinos con los que me topado. Léalo usted, y de seguro no podrá evitar compararse con su propia realidad. Es más, si encuentra parecidos, recuerde que en esto de la vida en comunidad, hay mañas que se pegan y viajan por el universo:
EL VECINO PREDICADOR.
Dios está con nosotros, de eso no hay duda. Pero el vecino predicador se encargará de recordárnoslo continuamente. Hablamos de una persona toda atildada, extremadamente seria y muy educada, cuyo principal propósito en su tránsito por el planeta Tierra, es el de salvarnos del juicio final y del apocalipsis. Por supuesto, él tiene la solución para eso, al brindarnos la oportunidad única e irrepetible de escuchar la palabra del Señor, con él como principal emisario.
Nosotros tenemos uno en el edificio, que ineludiblemente contesta con citas bíblicas cualquier cuestión que se le presente. Si le damos las gracias cuando nos abre la puerta, nos dice “Dios te bendice hermano”; aparece angelical para avisarnos que van a cortar el agua en el edificio, y nos refiere “Jesucristo te ama hermano”; y hasta si le pedimos que nos ayude a cambiar un caucho, inmediatamente responde “Cristo es la salvación hermano”.
Nadie sabe si en realidad trabaja, pues se pasa todo el día en la puerta del edificio entregando papelitos promocionando un sitio para el rescate de las almas descarriadas, que casualidades de la vida, está ubicado en su propio apartamento. Allí ideó un tabernáculo estilo chiringuito, con una mesita, unas sillitas plásticas y un kareoke de música cristiana, más adecuado para una demostración de tupperware que para la expiación de los pecados. Desde esa trinchera sagrada, desata una personal guerra santa contra las tentaciones de la carne, los males de la vida moderna y los placeres sensuales.
Evidentemente, dados los antecedentes del sujeto, los ociosos del edificio lo apodan “el hermano”, pues ha intentado por todos los medios de que escuchen el podcast de un desconocido predicador puertorriqueño, que al final de cada lectura del libro sagrado, termina soneando con un “amééééééén hermanoooo” al que solo le falta la estrofa “para vacilar, para guarachar” en lo que arranca la orquesta. Tanto fue así, que un día con el karaoke prendido a toda mecha, los asistentes terminaron haciendo un trencito por el salón, con piecito levantado y todo, mientras coreaban “tu santa palabra señor, tu santaaaaaaaa palabraaaaaaaa”.
El tipo es buena gente y servicial, no se le puede negar. Y cuenta con una familia modelo, o por lo menos eso parece. Como en un cuento de hadas, tiene esposa, 7 hijos y a su prima Ernestina, todos ellos abocados con la misma pasión y denuedo a predicar la palabra… y vivieron felices para siempre. Bueno, eso es lo que dice el padre. Como nota de color local, nos enteramos que la prima Ernestina es una señora en la mediana edad y que nunca se casó, pero que aún puede correr su último clásico. Y mientras, él la alaba orgulloso: “es que ella dedicó su virtud a combatir al pecado”.
El problema es que en cada visita, la prima Ernestina se comporta un poco raro. Hace poco, un nuevo inquilino incautamente aceptó la invitación para hacer una visita al tabernáculo y aprovechar para hacer ambiente en la comunidad. Cuando la familia puso el podcast del predicador puertorriqueño y estaban más que distraídos coreando el top 10 de su hit parade celestial, ella empezó a hacerle señas con los ojos, indicando la cocina. A la tercera pelada de ojos, el tipo estaba inquieto, pues ya Ernestina le rozaba las rodillas con las uñas y por la forma en que estaba sentada, dejaba ver algo más que las puertas del paraíso, con el demonio de portero.
Para tener un detalle con las vecinas, la señora Amalia, la esposa “del hermano”, invitó a una pequeña reunión en su apartamento. La conversación transcurrió cordialmente mientras se brindaba con un vinito. Al rato, entre el lamento general, se acabó el vinito y las convidadas ya daban por terminada la reunión, cuando la señora Amalia toda sonrisas, ofreció brindar con una botellita que tenía guardada “para ocasiones especiales”, propuesta que contó con la aceptación unánime de las asistentes.
En menos de lo que aletea un ángel, se apareció con un garrafón de 5 litros de aguardiente de cocuy marca “Negro Primero”, un licor de alambique ‘e monte de sesenta grados de alcohol, y con reconocidas propiedades como antibacterial, para derretir metales, limpiar escenas del crimen, y destapar pozos petroleros. A partir de allí, pasaron ciertas cosas que nadie admite que ocurrieron. Lo que les puedo decir, es que jamás en la historia nadie había visto un stripper cristiano. Las fotos, y un video muy divertido, todavía están en facebook.
LA VECINA BUENOTA.
Es la vecina más visible del condominio. Nunca le falta asistencia de primera mano a la hora de abrir una puerta, destapar una cañería e incluso cambiar un caucho. Ya sin verla, se le reconoce por el taconeo estilo Marilyn Monroe que despliega cuando va por los pasillos, y logra el mismo efecto que la antigua estrella, pues casi todos los hombres del edificio sucumben ante los encantos de sus largas pestañas, su cinturita de avispa y unas lycras color bendita sea la madre que te parió, ajustadas hasta el límite de la teoría de la unión molecular de la materia.
Muchos en el condominio piensan que tiene bajo contrato exclusivo al conserje del edificio, pues es una fija que este no se despegue de la puerta de su apartamento para ofrecer constantemente sus servicios personalísimos. Las malas lenguas acusan que todo se debe a una “cuota especial” pagada puntualmente y que garantiza auxilio inmediato cual 911 de película americana. Si su conserje no está en su apartamento, lo más seguro es que esté en el apartamento de la vecina, sirviendo prestamente para arreglar goteras, cambiar bombillos o destornillar repisas. Todo cancelado con abonos consecutivos al portador, con una insinuante sonrisa y pellizco en el cachete generando intereses.
No es únicamente el conserje, sino que la vecina tiene su público que le celebra todas sus ocurrencias y aplaude sus espontáneas pasarelas. Esto genera un curioso fenómeno estadístico digno de ser reseñado por cualquier estudioso de las ciencias sociales: siendo que proporcionalmente la mitad del edificio está conformado por el sexo masculino que le vitorea las gracias a la vecina, tenemos que por inferencia estadística simple, la otra mitad del sexo femenino la detesta ad infinitum. Entiéndase como la otra mitad, a la muestra poblacional conformada por las madres, las novias y esposas de la primera mitad, amén de unas cuantas vecinas entrépitas que nunca faltan.
Así las cosas, tenemos que al solo atisbo de la vecina por los pasillos del edificio, arrecian por parte de las otras vecinas las miradas fulminantes, murmullos entre dientes y codazos certeros en las costillas de los vecinos, al sonido del “buenos días” musicalizado con el taconeo al modo Marilyn. Por supuesto, todo esto no es visible para el ojo novato y poco entrenado. Hay que disfrutar primero de los encantos de la vecina para poder entender el por qué de las terribles miradas estilo comiquita japonesa que lanzan las otras vecinas apenas escuchan acercarse el paso del tac-tac-tac de su martirio comunitario.
Por si fuera poco, el complot femenino-vecinal contra la vecina nunca cesa, y además de las consabidas habladurías sobre sus antecedentes, vida y milagros, la intriga va más allá, y utilizan el viejo ardid psicológico de minimizar la amenaza sin llamarla nunca por su nombre. De allí la maliciosa iniciativa de utilizar el pronombre “esa” de la tercera persona del singular para referirse a ella. Algo así como una indeterminada forma de llamar al diablo, pero deseando que no aparezca.
Ojo, no es solo cuestión de decir “esa” y ya. No señor, tiene que ser con esa inflexión de voz así silbadita que utilizan las mujeres cuando algo no les gusta, como por ejemplo, cuando ven a otra con un vestido igual al que llevan puesto: “ahí viene essssa” (silbadito); “claro, mira como te pones cuando ves a essssa” (silbadito); ¿y tú qué haces mirando a essssa?” (silbadito). Y como preludio a la promesa de desatar el infierno en la tierra: “cuidadito con que te vuelva a ver de nuevo con essssa” (silbadito, muerte y destrucción).
EL VECINO BONCHÓN.
Nunca falta en un condominio. Es el vecino del que todos los demás hablan, pues su fama se basa en que nunca se pela unos Carnavales, Semana Santa, vacaciones escolares o Navidad, para montar una fiesta en toda regla. Por supuesto, su generosidad y espíritu comunitario siempre están presentes y no hay un alma en el edificio que haya dejado de ir a las fiestas que monta frecuentemente, aunque sea para curiosear.
Todos los fines de semana es una fija verlo aparecer en la puerta del ascensor acompañado de toda la familia: esposa, hijos, suegros, hermanos, tíos, primos y demás familiares, que lo acompañan entusiastas a su próxima aventura, siendo una de las últimas una parrilla en el balcón de su apartamento, desde donde ahumó sin misericordia y al mismo tiempo, además de su propio apartamento, a la vecina asmática del 9-B y la ropa recién lavada del 10-A.
Es fácil reconocerlo, pues siempre anda custodiado por un batallón de gente, todos uniformados como si trabajaran en la barra de un bar jamaiquino a la orilla de la playa: camisitas floreadas, bermudas, sandalias, y carreteando cantidades infinitas de cajas de cerveza, refrescos, cornetas inmensas, cavas, hielo, cigarros, pepitos, sanduches, sillas y mesas armables. A la vuelta, cual procesión desarmándose camino al calvario, todos esos artículos irán quedando desperdigados por todas las áreas comunes del edificio, comenzando por el estacionamiento, hasta llegar a su piso.
Las lenguas del condominio lo acusan de ser el culpable de que a cada rato se eche a perder el ascensor al rebasar continuamente su exigua capacidad. La última vez metió en él a doce personas, tres cavas, ocho gaveras de refrescos, un sifón de cerveza, una carpa, una bicicleta y una tripa inflada de caucho de camión. El ascensor quedó trabado entre dos pisos, y si no es por los aullidos del perro (si, también metieron al perro), que ayudaron a ubicar el sitio exacto, los bomberos hubieran tardado más en destrabar el aparato.
Sus cumpleaños resultan siempre memorables. Para el último, contrató a un grupo de mariachis que se apostó a esperarlo un viernes a las 3 de la mañana en el portón del edificio, con tan mala suerte, que los atracaron antes de la actuación. Gracias a Dios, no les quitaron los instrumentos y el fiestón continuó hasta pasadas las 2 de la tarde del domingo siguiente. De tanto darle vueltas al repertorio, terminaron tocando rancheras al estilo disco-music: “si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida, ah-ah-ah-ah, staying alive, staying aliveeeeeeee”.
La vecina esotérica.
Esta si es un personaje. La vecina esotérica se dedica a desentrañar los misterios de las ciencias ocultas y de lo paranormal. Y aunque nadie lo admite abiertamente, buena parte del edificio ha pasado por su consulta, buscando la ayuda que el destino le niega por los medios convencionales. La gente nunca se pone de acuerdo en cuanto a su solvencia; mientras algunos apoyan la teoría de que todo es superchería, otros tanto dan fe de “amigos” (ellos mismos, evidentemente), que han sido servidos en sus deseos.
Como les dije anteriormente, muy pocos admiten haber ido a ese apartamento para algo más que una visita protocolar, pero si se indaga más a fondo, todo el mundo sabe que su casa en el interior está adornada con toda suerte de miriñaques y perolitos llamados a atraer las buenas vibras y las energías positivas. Abundan a la vista las velas, rosarios, figuritas de ángeles y santos con y sin nombre, cruces, incensarios, libros de ocultismo, budas, tabacos y hasta un hueso que parece humano, de lo que nadie está seguro pues no se acercan a tocarlo porque les da cosita.
Por lo general, la “madame” te recibe a la puerta de su apartamento. Y digo “madame”, pues la señora te obliga a que la llames así sin darte muchos indicios de por qué, y dirigiéndose a ti en una lengua enrevesada a medio camino entre el patuá y un muy particular inglés de muelle de Güiria. Mientras tanto, te echa una mirada de arriba hasta abajo, como si te estuviera escaneando. Algunos malintencionados dicen que ese gesto es para evaluar si tienes suficiente plata para ver el tamaño del embuste que te va a meter. Otros más convencidos afirman que observa tu aura para discernir el tipo de persona que la va a consultar… y para ver el tamaño del embuste que te va a meter.
La gente se queda indecisa cuando la “madame” le ofrece las alternativas de clarividencia; por igual echa las cartas, lee el café, la mano y el tabaco, la cera de las velas, la planta del pie, y por si fuera poco, es capaz de adivinar lo que piensas. Ya en este punto estás lo suficientemente atemorizado como para ver espantado un impresionante altar de santero con un “animal print” de fondo, que preside un cuartico débilmente alumbrado que está al final del pasillo.
Si de cuantificar el alcance de sus poderes se trata, les cuento que uno de los chismes que rondaba los pasillos del edificio era que Silvia la del 5-D, un día la consultó por causa de los continuos problemas que tenía con su novio. Juliancito, el pretendido, indeciso hasta la pared del frente, no atinaba a casarse con ella, dizque esperando que mejorara la situación. En un arrebato desesperado, Silvia acude a la consulta, y solicita el auxilio de las fuerzas del universo… y hasta de la fuerza pública si fuera necesario.
Como parte de la consulta, la “madame” le hizo entrega de un velón negro de tres picos, un frasquito de manteca de tigre, una bolsita de terciopelo, sal marina y una cabulla, con la orden de poner todo al sereno en la primera noche de luna llena. Al tercer día, debía medir al novio con la cabulla por la pretina del pantalón; luego, untar la cabulla con la manteca y la sal, meter todo en la bolsita y enterrarla a medianoche en la orilla de un río, mientras prendía el velón y rezaba tres veces: “con dos te amarro, con dos te ato, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, incluidos Padrenuestro, Avemaría y Salve. Pues sepan señores que a partir de ese momento se acabó Juliancito, y ante el estupor del edificio en pleno, a los tres meses se casaron.
EL VECINO ORDINARIO.
He aquí que contamos con uno de estos especímenes en el edificio, caracterizado por ser un hombretón de más de un metro noventa de altura, ciento cuarenta kilos de peso y un vozarrón que traspasa el concreto armado entre pisos como si fuera mantequilla.
Imposible que pase desapercibido; ya desde las 5 de la mañana anda trasteando por el edificio, sacando y metiendo cosas en su camioneta, que de lo grande, parece el “Nautilus” de Julio Verne, solo que en versión terrestre, con faros halógenos como para alumbrar la Vía Láctea y un mataburros que sobresale metro y medio de su puesto de estacionamiento. De paso, le adaptó un sistema de altavoces con el que me sorprendió una vez al llegar del trabajo, cuando me pidió a 150 decibelios: “gordito, gordito, abríme el portón con tu control, porfa”. ¡Oh cielos!… ¡El tipo era maracucho!
Muchos en el edificio lo evitan en el ascensor, pues el hombretón por demás efusivo en el saludo, no se contenta con un simple y corriente “buenos días”, sino que el tipo da unas palmadas en la espalda con sus manazas contundentes, capaces de desencajar pulmones y desenfocar la visión. Además, ameniza el descenso a planta baja con un show unipersonal de chistes mañaneros, muchos de ellos no aptos para el público infantil, ante el horror de los padres que a esa hora tan temprana se aprestan a llevar a sus hijos a la escuela.
Como si esto fuera poco, aunque simpático (claro, porque no es con uno la vaina), tiene de víctimas propiciatorias a tres vecinos del edificio: al presidente del condominio, a un peluquero afeminado y a un chino.
Pero el tipo cuando se lo propone puede llegar a ser una valiosa ayuda para el condominio. Hace un tiempo, arreciaron en la zona los hurtos y robos en el edificio. Se hicieron innumerables reuniones de condominio para discutir el problema, inclusive con la presencia de altos jefes policiales, pero los robos se sucedían continuamente, poniendo muchas veces en peligro la integridad de los vecinos.
El colmo de la situación llegó el día que le robaron al vecino los faros halógenos de su camioneta y su furia retumbó en todo el edificio. Repentinamente, no supimos más de él y pensamos que andaba en la diligencia de poner la denuncia, ubicar los papeles del seguro, y arreglar el carro. Pero no era así, sino que el maracucho hizo un silencioso viaje relámpago y se trajo a tres “primos” goajiros que según él estaban sin hacer nada allá en su tierra.
Sin más, agarró a sus “primos” y los sentó una semana completa en la planta baja del edificio. Lo curioso del caso, es que todos en el edificio nos preguntábamos qué pintaban tres tipos que durante todo ese tiempo no se movieron de allí, no hablaban con nadie sino que cuchicheaban entre ellos mismos, y lo único que hacían era quedarse mirando a la gente que pasaba. Así estuvieron toda la semana, y como llegaron, igual se fueron. Misteriosamente, desde hace dos años no ha habido más robos en toda la cuadra.
Con el ánimo de devolverle el favor de su humor negro, se formó un secretísimo “comité de víctimas del maracucho”, encargado de averiguar su punto más débil. De tanto darle, descubrimos a las carcajadas su punto débil en la persona de su esposa: el tipo le tiembla como una hoja a su esposa la señora Fidelina, que con metro sesenta y dos de altura a nivel de piso, lo grita y lo zarandea como le da la gana, cuando le da la gana y donde le da la gana, dejándolo al borde de las lágrimas.
Pero el universo conspira a nuestro favor, y un día entendimos que así Dios esté en los cielos, de vez en cuando arrima una pa`l mingo de aquí abajo. Al regreso de uno de sus viajes a la tierra del sol amada, el maracucho se trajo de regalo unas franelas que decían “Con el Zulia en el Corazón”, con un dibujo de un corazónsote remarcado primorosamente en el extremo izquierdo del pecho. El detalle estaba en que el gran carajo compró todas las camisas talla 4XL, y al único que le quedaban bien era a él. Aún así las regaló y hasta recibimos una con toda la gracia que la ocasión ameritaba.
El caso fue que a la señora Fidelina también le tocó la suya, solo que por su baja estatura, la franela le quedaba como una bata, con el corazón trazando un acentuado descuadre hacia abajo. Un día estando en planta baja, el maracucho no se pudo resistir a la tentación de chacotear a su propia esposa y dijo: “uno lleva al Zulia en el corazón, pero vos Fidelina lo teneís por las rodillas”.
Imaginarán ustedes lo que implica decirle eso a una señora de cincuenta y pico largo frenteando ya la menopausia, sobre todo cuando las estructuras musculares de la glándula mamaria izquierda específicamente, sufren de una distonía recurrente que no resisten el urgente llamado de la gravedad terrestre, dejando de marcar por ley natural el sitio exacto donde se ubica el corazón. O sea, con dibujito y todo: mamita, las tenéis caídas.
A partir de ese terrible momento, la señora Fidelina Chiquinquirá Serrano Rivas de Urdaneta le dejó de hablar, con la amenaza latente de dejar el “de Urdaneta” frenando en el hierrito.
Fue un día de fiesta. “Agarramos al maracucho” dijimos todos frotándonos las manos y celebrando el grandioso triunfo de ver al otrora hombretón sometido como un perrito, caminando apuradito con el trasero apretado detrás de la esposa, sin poder decir ni “mú”. Por un momento descansaban felices el presidente del condominio, el peluquero y el chinito. De este último descubrimos una insospechada inclinación al “stand up comedy” estilo Lejano Oriente, pues cada vez que veía al vecino caminando de puntillas a la vera de la mujer, llegaba el chinito y lo chalequeaba inmisericorde en su media lengua: “¿cómo`tá señol malacucho? Tanto tiempo, lo veo como nelvioso”.
Una mañana me lo encontré subiendo en el ascensor, con un florero de acrílico transparente de esos que venden en el Bazar Japonesa y unas flores plásticas completando el adorno. No resistí la tentación y le pregunté:
– Yo: Maracucho, ¿y esas flores?
– Vecino: son pa`contentar a Fidelina. Mirá vos que anda arrecha conmigo.
– Yo: Ah, ok. (risa interna: muajajajajajaja).
Debo informarle al amable lector, que hasta la fecha, el maracucho sigue durmiendo en su camioneta estacionada en el sótano.