🎶Samba pa’ ti

1

Estaba peleada con la divinidad. Sí, en pie de guerra contra Dios.

Se negaba rotundamente a rezarle, a dirigirle un ruego o a pedirle nada.

Fueron demasiadas noches demandando milagros, exigiendo gracias, reclamando alivios en los dolores de su cuerpo.  Nunca llegaron las certezas que despejaran la incertidumbre de lo inmediato, con el premio de amanecer viva el día siguiente, en medio de los estragos de la enfermedad. 

Y la respuesta: el silencio. No entendía en su desespero a un dios mudo, que la miraba ajeno desde sus altares, negado a escucharla, refractario a las súplicas. 

Era tanto el resentimiento, que evitaba por todos los medios pasar por esa iglesia que quedaba camino a su casa. Pero ese día, por alguna razón que solo podía explicar el universo, el aparatoso tráfico de la calle, o los zapatos que le apretaban, siguió de largo igual que hace tiempo y se sorprendió cuando al pasar por la puerta del templo, escuchó la melodía. 

Increíble, no podía ser… ¿era verdad?

Afinó el oído y la escuchó. Sí, sí era. “Samba pa´ti”… ¿pero en una iglesia?

2

¿Por qué a mí?

Ada Suárez pensaba esto mientras miraba el reguero de papeles, entre exámenes, diagnósticos y análisis médicos, que reposaba sobre su cama. La confusión le golpeaba el rostro y hacía que sus mejillas y labios adquirieran un tono pálido, casi blanco.

En líneas generales, no le preocupaba tanto le diagnóstico, sino todas las implicaciones que este conllevaba y que comprobaría en los siguientes dos años: idas y venidas al médico, exámenes, biopsias, operaciones, las quimioterapias… y más exámenes, más biopsias, y más operaciones.

Eso y todo el dinero que necesitaría. Mucho dinero.

La asolaba un cúmulo de preocupaciones. Una eran sus padres, dos ancianos que en su fortaleza escondían el temor a perderla, a ella, a su única hija, en la que tanto se apoyaban y que era la única que sabía cómo era eso del internet, cobrar las pensiones, pagar la luz, las cuentas médicas y entenderse con el condominio. Además estaban sus hijos, que en medio de su gravedad no terminaban de entender por qué mami vomitaba luego de venir del médico que se suponía que la iba a curar.

3

Se había casado perdidamente enamorada de Adolfo hace seis años, feliz y dichosa de haber encontrado al hombre de su vida; así le decía a quien quisiera oírla. Claro, el hombre de su vida vivía otra por su lado, pero ella lo obviaba ciega de amor, a despecho de sus padres que veían alarmados como se sucedían las discusiones, las borracheras y los rumores que le buscaban cinco patas al gato a las frecuentes llegadas tarde.

Su primer embarazo fue una tregua afortunada. Los abuelos radiantes esperaban expectantes la visita al médico y celebraban entusiastas cada ecosonograma, que no entendían ni les decía nada, pero en el que se aseguraba que algún puntito sepia perdido en el fondo de la imagen computarizada, era una nueva vida por venir. 

Dichosa y plena, planificaba en colores rosa una vida feliz junto a su pareja y su primer hijo, mientras los abuelos peleaban tontamente cada noche buscándole nombre al nuevo nieto y barajando insólitas combinaciones, sacadas de la genealogía familiar, si no de alguna vieja novela. Y así llegó Agustín, alegrando la casa y su vida.

El mismo ritual se repitió con Elenita y Carmen Luisa: vuelta al ecosonograma indescifrable, los planes de una vida feliz, las peleas tontas de los abuelos y las insólitas combinaciones de nombres. La misma felicidad y la misma alegría. Pero Adolfo poco a poco dejaba de ser uno más dentro de ese cimbreante mecanismo familiar. Como la pieza del rompecabezas que no encaja o la tuerca que no da vueltas, se empezaron a hacer más recurrentes las peleas, las borracheras y las llegadas tarde. 

Ya desde el primer diagnóstico se había fijado que Adolfo andaba más distante y díscolo. El cáncer de seno había irrumpido como un terremoto en la vida familiar y en las finanzas. Ya las cuentas no daban, y mientras menos daban, él se hacía más ausente. Ada misma, luego de varios meses solicitando vacaciones vencidas, permisos no remunerados y reposos, fue discretamente dada de baja de su trabajo. “Agradecidos por los servicios prestados”, le dijeron.

4

Hasta que pasó. 

Ese día él entró tambaleante, la mirada lejana viendo sin ver algo que no existía; hizo un reclamo, un vaso estrellado en el piso y un bofetón que estremeció a Ada. No solo fue el dolor y la mejilla cruzada por el impacto, sino los pedazos del futuro color de rosa que dejó regados en la esperanza del hogar feliz, y que a partir de allí no pudo recoger. Hubo gritos, amenazas, saliendo a relucir los polvos que trajeron esos barros. Y se fue sin más.

Se olvidó del “hasta que la muerte los separe”, y terminó yéndose en un azaroso viaje a Argentina, Uruguay, o no sé dónde, dejando atrás mucho dolor, cansancio y el pago del tratamiento. Lo último que supo de él, fue que vendió la camioneta y los anillos de matrimonio, tomó el efectivo y se embarcó en un autobús rumbo al sur. 

Apenas Ada tuvo tiempo de hacer una última transferencia bancaria antes de que Adolfo se fuera y arrasara con lo poco que quedaba. Pero ya no hubo más reclamos; solo silencio y la mirada de su madre, que le gritaba sin decirle un sufrido “te lo dije”, cargado de sus propias culpas y ahogado en un rincón de sus penas.

Ada nunca lo admitirá, pero a pesar de sus temores de enfrentar el peor futuro posible, sola y enferma, sintió un alivio inmenso cuando lo hizo.

5

Ir a la quimioterapia era una lluvia de emociones, con relámpagos de esperanza y nubarrones de dudas. 

Obligatoriamente había que cumplir con el ritual de pasar antes donde la secretaria, que anotaba pacientemente los datos del paciente: nombre, medicamentos, dosis y puntualmente alguna pregunta de interés. Todo esto en estricto orden de llegada:

– Carmencita, ¿trajiste las medidas de la tensión?

– Señor Eduardo… ¿cómo anda con la dieta?

– Sí señora Ada, yo le hice la acotación al doctor.

– Gaby, permíteme la receta…

Y poco a poco se iba llenando la sala. Había verdaderos personajes entre la concurrencia, que animaban la reunión y provocaban risotadas con sus salidas y chispeantes ocurrencias. Destacaba la señora Victoria, una mujer madura de porte muy elegante, que frecuentemente dirigía las conversaciones con su fino humor y un sarcasmo inigualables, los cuales dirigía cariñosa e implacable hacia el señor Vicente, un hombrón corpulento con cara muy seria que apenas le respondía con monosílabos, pero que en el fondo se reía a carcajadas y adoraba sus singulares atenciones.

Ada misma estaba intimidada, aterrorizada más bien, ante la posibilidad de aplicarse quimioterapia. Pero al final el terror dio paso a la resignada aceptación, y a este lo siguió el empeño en lograr su curación. Consiguió a una compañera de ruta en Mireya, una chica proveniente de una zona rural, con unos ojos negrísimos que siempre miraban asustados, que además de compartir asiento en la sala de espera, siempre procuraba una cama vecina a ella durante el tratamiento.  

Pasado un tiempo, Ada se empezó a dar cuenta con temor de la dinámica inclemente de la enfermedad, al empezar a ver claros entre los asientos de la sala de espera. Las caras que empezaban a hacerse conocidas, paulatinamente iban siendo reemplazadas por otras nuevas. Y como si fuera un código tácito de conducta, nadie volvía a nombrar a los ausentes.

Un día no llegó el señor Vicente. A las semanas, ya no estaba Victoria.

6

Lo peor fueron los vómitos.

Si bien las quimioterapias transcurrían tranquilas y sin mayor sobresalto, a las horas la invadía una imperiosa necesidad de devolver todo lo que su estómago hubiera consumido durante los días precedentes. Y aunque le metía fe al asunto, todo se iba al traste cuando terminaba abrazada a la taza, temblorosa y renegando de su suerte hasta que se le acababa la bilis.

No había medicamento, remedio ni poder humano o divino que impidiera ese efecto. Y al comienzo de cada ciclo de quimioterapia, miraba aprehensiva como la enfermera colocaba la ampolla en la vía y contaba gota a gota el líquido ambarino que penetraba en su cuerpo, y que si bien le prometía la vida durante esas horas, desataba una agonía de los demonios en los días subsiguientes.

Mireya tampoco la pasó muy bien que digamos. Al cabo de varias sesiones,  llegaba con unas inmensas ojeras y sostenida por su mamá, pues apenas podía andar por la pérdida continua de fluidos de su cuerpo. En uno de los ciclos, Ada se asustó horriblemente cuando no la vio llegar, pero la ausencia solo fue consecuencia del efecto devastador de las continuas náuseas. 

Ada misma bromeaba sobre su situación y decía que se sentía como el sapo saltando contra el muro, pues en cada cita repetía como un mantra “esta vez no… esta vez no… esta vez no…”, pero las rogativas se estrellaban miserablemente contra la química de su organismo. 

Si, tenía que admitir que es “natural”, casi que obligatorio, dejar los hígados en el baño por culpa de estos tratamientos.  

Curiosamente, el pelo no sufrió mayores percances. Algunas hebras aquí y allá, pero nada que pudiera calificarse como catastrófico. Previendo una caída masiva, con ayuda de su mamá habían recortado el cabello lo más que pudo para conservar un resto de coqueta femineidad. Pero más allá de eso, no hubo mayores contratiempos.

Durante aquella época hubiera cambiado con gusto su rozagante melena por una semana sin vómitos.

7

Había que reconocer que la sala de quimioterapia podía ser un sitio amable.

Aparte de los ocasionales sobresaltos por la descompensación de algún paciente en medio del tratamiento, por lo general las jornadas transcurrían tranquilas, amenizadas por los murmullos y las conversaciones a media voz. Cuando se podía, alguien se atrevía a repartir entre la concurrencia algún bocadillo o un dulcito, que circulaban entre las camas y se compartía entre todos. Las más de las veces, eran las enfermeras y los familiares quienes los disfrutaban, por razones obvias. 

Las horas transcurrían lentas y como en una cinta corrediza sin fin, repitiendo su recorrido en algún punto. Cada quien escogía su particular forma de matar el tiempo. Por ejemplo, dos camas más allá estaba Rosita, que dedicaba las horas de su tratamiento a tejer primorosamente. Ada no podía menos que admirarse de verla cruzando hilos, armada de una paciencia y una meticulosidad únicas. 

O como el señor Tomás, que vivía rodeado de libros de todo tipo, en los cuales se sumergía con absoluta devoción, abstrayéndose del tiempo de las esperas que se estiraba como una goma, quizás en un vano intento de darle chance a las últimas gotas de la quimioterapia para que no quedaran depositadas inútiles en los viales. 

Cuando el ambiente era propicio, las enfermeras apelaban a un pequeño reproductor, del cual se olvidaban siempre y lo dejaban sonando, repitiendo una y otra vez el repertorio musical cortesía de un pendrive con 83 canciones que ya todos se sabían de memoria. Ya algún paciente había comentado, con el humor más negro que encontró, que “tranquilo, si aquí no te mata el cáncer, también puedes morir de aburrimiento”.

Un día, divertida, vio como la sala en pleno se levantó en protesta cuando el mecanismo del reproductor se trabó y tocó 4 veces seguidas la misma canción, “Samba pa’ ti”. Ella misma no era muy fanática de la melodía, pero de tanto oírla, añadido el hecho de ver a la gente desesperada pidiendo el cese de la tortura musical, le terminó gustando y la convirtió en algo así como en el fondo musical de su propio predicamento personal.

A la larga, terminó siendo su favorita. Fiel compañera en las remisiones y oportuno apoyo en las recaídas. Una especie de crédito emocional a las deudas vitales que dejaba la enfermedad en su ánimo y en su cuerpo.

Pero tres años después, con un seno menos, muchas deudas médicas y con el corazón y el alma guardados en un puño, lo logró. Estaba viva.

8

Como en un sueño, entró a la iglesia y vio alrededor.

No había misa; lo que le pareció raro, siendo domingo. Caminó por la nave central medio vacía y se dirigió en dirección de donde venía el sonido. Eran tres músicos que improvisaban con la canción, su canción, “Samba pa’ ti”.

La melodía la llamaba, le sacudía las entrañas y le alborotaba los recuerdos. Volvieron a ella los olores de la sala de la clínica, los murmullos de los pacientes, el trajín de las enfermeras ocupadas entre aparatos y viales. Y también las ausencias, contándolas una a una.

Silenciosamente, se sentó en un banco cercano y sintió en cada nota la misma música que la acompañó en sus soledades angustiosas; esa que se parecía a ella en sus comienzos melancólicos y en sus finales vibrantes.

Ese su dios particular, reacio, irreflexivo, y temperamental, tan lejano siempre y cercano ahora, bajaba de su altar para guiñarle un ojo en una sutil bienvenida con un dejo de amable ironía. 

Y rió. Rió como nunca lo había hecho, haciendo que todas las miradas se dirigieran hacia donde estaba sentada. Luego lloró. Lloró por el dolor, la angustia, por Adolfo, por sus hijos, por la vida y por ella misma, soltando por fin el alma y el corazón que tanto tiempo tuvo guardados en un puño.

¿Qué podía importar ya? 

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