El maestro de la luz.
Gumersindo se sentía muy confiado y en buena medida satisfecho sabedor que la información se mantendrá siempre a buen resguardo. Todos estos años sin que nadie tuviese el menor indicio, ningún texto ni siquiera Wikipedia mencionaba una mínima relación, tampoco en los libros prohibidos de la biblioteca del congreso de Washington. La única duda era si habría una falsificación escondida en el Vaticano.
El secreto morirá con él. Ni siquiera ese mexicano pudo sacarle nada para que estos degenerados del Facebook se hagan ilusiones, y eso que Volpi estaba algo informado, quién sabe cómo, pero se fue sin nada y así publicó su libro sin saber el verdadero secreto, por lo que su tesis sobre Klingsor está totalmente errada.
Hace muchos años que Gumersindo no vuelve a esos papeles, a esos bocetos, a las cartas de petición y agradecimiento. No hacía falta, sabía de memoria las fechas de cada una, en su cabeza estaban los inexplicables garabatos intactos, todo lo que no era importante. Era el último sobreviviente que sabía qué hablaron los enviados Ernst y Jurgen.
Recuerda nítidamente aún la cara a punto de explotar del pobre Ersnt, roja, hinchada por el sol y los mosquitos, empapada en sudor. Sin poder mantener el ritmo suplicaba cada media hora un descanso pues su voluminoso cuerpo poco acostumbrado a la subida de montañas bajo el calor tropical le hacía asfixiarse.
Poco hablaron con él durante el ascenso, aunque la trilla era ancha de vez en cuando había que sacar el machete y cortar un poco de gamelote, cosa que hacía Jurgen con tal ímpetu y voces que lo hacían figurar una especie de Ambrosio Alfinger moderno pero más salvaje. Desde ese día todos los catires altos se le figuran infantiles y atolondrados al indio Gumersindo.
Este es el camino de los españoles, por aquí nadie dará cuenta de nosotros, pero si tienen hambre más allá hay un isleño que vende conejo y cochino frito.
La empresa no permitía demora más allá de los descansos de Ernst, tiempo que aprovechaban para revisar sus notas, repasar el cuestionario e incluso aventurarse con hipótesis algo judaizantes ahora que nadie a tenían cerca.
Gumersindo intervino muy pocas veces en el encuentro con el maestro, a veces se limitaba a encogerse de hombros con él imitando un gesto de desconcierto de vez en cuando.
Lo que contaron no era fácil de entender, mucho menos imaginarlo. Contradecía todo lo que los sentidos nos muestran, imposible poder dar con la causa.
El maestro se limitaba a escuchar, no decía palabra mientras lo inverosímil se hacía garabatos en papeles, líneas rectas chocando con ondas que se volvía una sola, una nueva geometría minúscula, hasta se atrevieron a demostrarlo matemáticamente empeorándolo.
Jurgen algo ya fuera de sí levantó la voz y amenazó que era la última vez que se lo pediría al maestro, necesitamos saber, no tiene usted idea de lo que está en juego aquí, usted es el gran maestro del tema según nuestra embajada, es algo por todos conocidos en Caracas, díganos.
Aseguraron el agradecimiento no solo del Herr Profesor, sino de todo el Instituto, ¡de todo el Vaterland! Por favor, explíquenos el fenómeno de la luz.
-Esa vaina es imposible mijo, revisen sus hipótesis porque están pelaos. Y se fue.
Gumersindo camino abajo intentó alegrarles la partida llevando en secreto sendos cuadros para Ernst y Jurgen que Reverón tenía olvidados.
Antes de despedirse les comenta que venía pensando en eso del granito ese dentro del rayo de luz que tanto les inquieta, el fotón que ustedes llaman. Dígale a su Herr Profesor que toda materia subatómica tiene necesariamente que ser onda y partícula simultáneamente hasta tanto nadie la mire, si la mira se vuelve solo partícula y van a joder el experimento, dígaselo como cosa suya, que yo no se lo cuento a nadie.