🎪 El armiño y el jaguar

Faustino volvió a aparecer dormido aquella noche cerca de la carpa. Era la tercera o cuarta vez que recorría sonámbulo el camino que había desde su casa hasta los restos que quedaron de la caravana de «los Hermanos Suárez». Hacía varias semanas que el circo se había quedado varado; el mismo tiempo que Faustino había comenzado a «despertar» en sus alrededores. 

Ya no quedaban animales —todos los había comprado un comerciante de telas de apellido Jaramillo— y la lona de la carpa la remataron por metros. Salvo los viejos remolques en los que vivían los artistas y el mástil principal, muy poco quedaba de las luces y de toda la fanfarria con la que el circo se había instalado dos meses atrás. 

Desde que aprendió a caminar, Faustino desaparecía periódicamente, siempre en la noche, primero apareciendo en la sala de la casa, después, en el patio y con el tiempo siempre cogiendo hacia el cañaveral. Lo habitual era encontrarlo acostado entre los largos juncos, pero desde aquella vez que lo llevaron al circo, continuó regresando entre ensoñaciones, como el único asistente a un espectáculo hacía tiempo concluido. La primera vez apareció sentado en la platea. La segunda, cerca de la jaula de los tigres de bengala, y en la medida que iban desvalijando y rematando lo que podía ser vendido, lo podían encontrar en cualquier lugar. 

Esa mañana, el papá de Faustino encendió su Peugeot y se fue directo al circo a buscarlo. El niño estaba consciente —que era lo más cercano a estar despierto—, comiéndose unas avellanas que le había regalado el desconocido que lo acompañaba. Era uno de esos hombres que parecían no tener edad, rubio y con la piel blanca como un glaciar, que hasta unos días antes se ganaba la vida como payaso. Venía de Odessa y se hacía llamar Basil. Era lo único que se sabía de él, y fue lo único que se supo. Cuando el papá de Faustino buscó en su bolsillo algunas monedas para darle las gracias, o que sirvieran para pagar las avellanas que le había dado al niño, Basil le preguntó si no tenía algún trabajo que él pudiera hacer. —Lo que fuera —remarcó apoyado sobre su báculo—. Don Abelardo le respondió que hacía tiempo que quería reparar el techo del granero y le propuso comenzar aquel mismo día. Yendo de regreso a la casa de los Casadiego, Basil le dijo al padre de Faustino que el niño sufría del «mal de los párpados abiertos». Al viejo le impresionó la exactitud del diagnóstico del ruso —como le decían—, pero no dijo nada. 

En efecto, Faustino había nacido con un caso severo de Lagoftalmos y no podía cerrar los ojos. Sus padres lo habían intentado todo; primero, con el médico del pueblo, después, con los más prominentes pediatras de Caracas. Probaron todo tipo de terapias, hasta con la novedosa psiquiatría hipnótica del doctor Von Braun, pero ninguna había funcionado. A falta de algún resultado, el mismo médico vienés remitió a Faustino a un colega suyo. —No es exactamente un médico —advirtió el doctor— pero quién sabe si él logre con su electromagnetismo algo más de lo que yo he logrado con toda mi ciencia. Aquella misma mañana lo llevaron a la consulta del mesmerista y, por primera vez, el niño pasó una noche con los ojos cerrados, y así, varias, pero la fuerza opresiva que ejercían los imanes sobre sus párpados le causaba tanto dolor, que no paraba de llorar sino hasta que se los quitaban a la mañana siguiente. 

Al poco tiempo de que Basil empezara a trabajar en la casa de los Casadiego, Faustino comenzó a dormir. Esa mañana, el viejo llegó con una pereza muerta colgando de su báculo, que según él había encontrado en el camino que unía la casa con el pueblo. Cuando Angélica, la madre del niño, le preguntó por el animal, el viejo eslavo respondió que lo había traído para ayudarlo a dormir; le explicó que los párpados de las perezas machacados con leche fresca eran buenos para conciliar el sueño. Al principio, la madre dudó del brebaje, pero su desesperación era tal que se decantó por probar. Abelardo no estuvo de acuerdo, por temor de que el niño fuese a agarrar algún parásito, pero Angélica insistió tanto que no le quedó más remedio que ceder. Esa noche, por fin Faustino pudo conocer el sueño y poco a poco fueron cesando sus episodios de sonambulismo. Fue tanta la alegría de Angélica, y su progresiva fascinación hacia las artes de Basil, que le ofreció mudarse a la casa como tutor de Faustino.  

Desde entonces, el ruso pasaba largas jornadas con el niño caminando por los vastos campos de los Casadiego y podían hasta perderse por varios días. Le enseñó las ciencias básicas y lo formó en la Doctrina de las signaturas, según la cual el antiguo Dios Svarog había dejado claves en todos los seres y criaturas vivas de la tierra, que explicaban su significado, su función, y sus propiedades curativas. 

—Con ver una raíz de jengibre es suficiente para saber que puede curar los males del estómago, o que las nueces calmarán los de la cabeza, o que los gajos de una mandarina serán lo mejor para revitalizar los riñones. Por cada mal, la naturaleza cuenta con la cura, sólo hay que saber mirar —explicaba Basil a su pupilo quien mostraba una capacidad de comprensión y un apetito que no parecía satisfacerse con ningún nueva revelación, lo que Basil tomaba como un mensaje alentador de que sus conocimientos acerca de lo sagrado, no moriría con él

Poco antes de que Fasutino cumpliera diez años, su padre fue diagnosticado de distimia o mal de la larga tristeza. Angélica insitía en que se tomara los brebajes que preparaba el sabio curandero, pero Abelardo se resistía; no quería medicina alguna, ni siquiera se tomaba las aspirinas que solía usar para quitarse los fuertes dolores de cabeza que en ocasiones duraban semanas. Cuando la madre presintió que el momento llegaba, le pidió a Basil que se llevase al muchacho  en una de sus excursiones y así alejarlo de tener que lidiar con la prematura experiencia de la muerte y de la tristeza. El ruso intentó persuadirla de que no había que apartarlo de este tipo de momentos, sino hacerlo parte de ellos para que su conocimiento del mundo y de la vida fuese equilibrado con la compasión. Que las fuerzas que estaba comenzando a dominar se balanceasen con la experiencia del dolor humano y las consciencia de las propias limitaciones. Pero la madre, agotada de pasar una vida velando el dolor de su hijo, se mantuvo firme en su decisión y a Basil no le quedó otra cosa que obedecer.

Aquella misma noche, recostados sobre una roca, sentados frente a una fogata cuyas llamas eran de un color marchito como el de la cáscara de las naranjas podridas, Basil le dijo a Faustino que había llegado su hora de elegir su espíritu animal. Le contó que el suyo era el del armiño blanco, y le relató la historia de cómo el roedor lo encontró a él, de cómo se dejó atrapar y le ofrendó su carne para calmar el hambre del joven Basil cuando tuvo que huir de su aldea. 

Faustino eligió al jaguar por su ferocidad y rapidez para cazar en la tierra y en los árboles, por su astucia y porque —y esta fue la razón más importante— jamás sentía miedo.  

Al día siguiente, caminaron largo rato hasta llegar a una ciénaga donde los campesinos decían que habían visto jaguares. La brisa era áspera y el cielo estaba lleno de grandes nubarrones. Olía a lluvia y las chicharras cantaban como si ya supieran que morirían con aquel verano. Cuando apenas comenzaba a caer el largo aguacero que acabó con todas las cosechas de ese año, encontraron a una hembra recién parida. Todavía las crías estaban ciegas y apenas podían dar unos pasos sin depender de su madre. Los dos acamparon cerca y merodearon a su presa hasta que se hizo de noche. Basil iba delante mostrándole a Faustino lo que tenía que hacer. Sigilosamente, embistió a la madre jaguar y en un solo movimiento la mordió por el lomo. Sin dejarla reaccionar, le enterró sus garras en el estómago y mientras la madre rugía para alertar a sus crías, y se sacudía tratando de escapar, con las rodillas templó con todas sus fuerzas las patas traseras hasta romperle la columna vertebral. Los cachorros salieron huyendo en busca de refugio y Faustino salió a perseguirlos. —Sin la madre no van a sobrevivir —le dijo Basil dejándole la presa al joven cazador para que la rematara. Faustino mordió directo sobre la garganta de la hembra y la desangró hasta que su corazón dejó de latir.

Entre los dos amarraron el cadáver de la felina al báculo y se lo llevaron colgando. Dejaron a los cachorros abandonados como un regalo para los buitres y emprendieron el regreso hasta el campamento. Mientras iban caminando, Basil le explicaba detalladamente a Faustino las artes de la taxidermia, y el orden correcto para separar cada órgano del cuerpo, comenzando por el cuero y terminando por los ojos. De nuevo, frente a la misma roca donde Faustino eligió ser un jaguar, los dos cazadores se sirvieron cada parte del animal como un maravilloso festín. 

Poco a poco Faustino fue cambiando su extrema delgadez por un cuerpo fuerte y atlético. Cuando cumplió catorce años, le hizo al cazador una pregunta que lo había atormentado hacía mucho tiempo:

—Cuál de sus brebajes, cuál de sus hierbas o cuál animal era bueno para sentir: si acaso existía alguno que, así como los párpados de una pereza lo había hecho a dormir, o como el espíritu de un jaguar había acabado con su miedo o como con la piel de un araguato había aprendido a volverse invisible,  quería saber si existía algo que le permitiera «sentir» tal como veía que sentían todos los demás. 
—Los sentidos y las emociones están más allá de las hierbas y de los animales —respondió Basil, y le explicó que existían otros tipos de males, unos más complejos e invisibles, cuyas curas no estaban tan a la vista. 
—Me gustaría sentir el hambre con la que comen los peones. Quiero comenzar por allí, por lo más elemental y primitivo, por el sentido que nos sacó de la cueva. Deseo saber lo que sienten al comer porque yo apenas puedo distinguir entre una manzana, un puñado de ceniza y la leche podrida —respondió Faustino.

Antes de salir a buscar la presa perfecta, Basil le advirtió que ese era un camino sin retorno del que no se volvía. —Cada tanto tendrás que volver a saciar esa hambre, tendrás que volverlo a hacer, porque esta hambre que vas a conocer hoy, no se parece a ninguna. 

Discípulo y maestro salieron de cacería esa misma noche. Faustino por fin supo qué era sentir hambre y conoció el placer de comer sin que fuese un mero acto de supervivencia, sin embargo, tal como le había advertido su maestro, no podía saciarla con nada.

En la medida que Faustino iba creciendo, sus necesidades se hicieron cada vez más complejas. La veintena de edad le llegó con la certeza de que nada le era más ajeno que la idea del amor. Era algo que jamás había sentido. Sabía que tenía un corazón porque podía sentirlo latir con la mano, al igual que podía sentir el segundero del reloj que había en la sala de su casa, pero nada más que eso. Faustino tenía el corazón tan desconectado de sus sentimientos como la conciencia de sí mismo cada vez que, sin poder reconocerse, veía su propia imagen en el espejo. Y así, fue tratando de devorar cada emoción, cada sentimiento que, creía, le faltaba. Trató de hacerse parte por parte, como si él fuese al mismo tiempo el científico empírico y la materia dispuesta. Sin embargo, con cada pedazo nuevo, su hambre se hacía más grande y su vacío más profundo. 

Cuando ya no hubo más presas que cazar, cuando ya no hubo nuevos conocimientos que aprender, el joven jaguar acorraló al armiño en su madriguera. Así como  el maestro le había enseñado a su discípulo la primera vez que se lo llevó de cacería, lo primero que hizo el jaguar fue morder al armiño por el lomo e inmovilizarlo a su placer. Después, le clavó sus garras a la altura del esternón. Luego, le templó tanto la columna vertebral usando sus patas traseras como palancas, que se la fracturó y se la rompió en dos pedazos. 

Faustino separó la sangre y la carne de su presa, y comió y bebió toda la noche. Poco a poco lo fue poseyendo el sopor, y comenzó a sentir una calma que hasta entonces le había estado vedada. Salió del granero y comenzó a vagar sintiendo el éxtasis y la plenitud de quien acaba de obtenerlo todo. Al rato, se quedó dormido entre los juncos y no abrió los ojos sino hasta tres días después. Aquella tarde había un cielo tan rojizo que hacía que las gotas de sudor en el cuerpo de Faustino parecieran bachacos marchando sobre tierra arrasada. Poco a poco fue sintiendo ganas de vomitar, acompañado de un dolor como si sus entrañas quisiesen abrirle el pecho desde adentro, como si todos los seres que llevaba a cuestas quisieran salir al mismo tiempo.

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