Querido amigo:
Por fin en París. Llegué anoche, arrastrando mi maleta sobre el empedrado húmedo como si fuera un criminal huyendo de una escena de crimen. Entre el vino barato del avión y la última pastilla que me quedaba del frasco, el jet lag me ha pegado como un ladrillo en la nuca. Pero lo peor ha sido el aterrizaje: el fuselaje crujía como si el avión estuviera a punto de desarmarse, y yo, con la lucidez brumosa del cansancio, solo podía pensar en todas las veces que me has dicho que mi suerte es la de un personaje de novela rusa.
No te mando una postal de la Torre Eiffel, porque te respeto demasiado. En cambio, te envío esta foto del Hôtel Lutetia, ese esqueleto art nouveau que se alza con la misma indiferencia con la que un anciano observa el tráfico matutino. Lo encontré en mi primera caminata, cuando intentaba fumar un cigarro sin que la lluvia lo dejara inútil. Justo al frente del Saint-Germain-des-Prés, como si fuera la sombra persistente de todos los que lo habitaron.
No sé si lo recuerdas, pero este hotel fue el refugio de las glorias de otra época. Joyce tipeó aquí los primeros párrafos de Ulises, Simone de Beauvoir corregía sus manuscritos junto a una copa de vino tinto, y Sartre discutía a gritos sobre la naturaleza de la libertad. Durante la guerra, los nazis lo usaron como cuartel general, y cuando París fue liberado, el Lutetia se convirtió en el punto de encuentro de los sobrevivientes de los campos de concentración. Imagino a esas personas volviendo con las ropas colgando de sus cuerpos, reconociendo el mármol frío del vestíbulo con la incredulidad de quien regresa de otro mundo.
Quise entrar solo hasta el vestíbulo, pero la recepcionista —una caraqueña flaca, de ojos somnolientos y paciencia acabada— me miró con el desdén de quien ha visto demasiados turistas jugando a ser poetas malditos, otro profanador dispuesto a escarbar en tumbas ajenas. Me dejó pasar cuando reconoció mi acento y hasta me sirvió un café en una taza del tamaño de un dedal de coser.
—No es gratis —dijo sin dejar de revolver el azúcar—. Y ni se te ocurra querer pagarlo con un poema.
Rita, se llama.
Deambulé por el vestíbulo con esa sensación de pisar sobre historia sin que la historia tenga ya ganas de impresionar a nadie. No sentí el eco de Sartre ni de Joyce, sólo el rumor de las conversaciones de los huéspedes actuales: ejecutivos de chaquetas bien cortadas, parejas que discutían sobre qué restaurante probar esta noche, una mujer que hablaba en alemán por teléfono con la voz herida de quien está rompiendo una relación.
Subí en el ascensor de hierro forjado. El espejo me devolvió mi cara mal dormida, mi abrigo empapado, mi reflejo convertido en un garabato espectral. Pasé los dedos por los números dorados de la habitación 27, donde Beckett se atrincheró durante los bombardeos, mirando el techo y preguntándose si valía la pena seguir escribiendo sobre la nada. Sigue intacta, aunque hoy la ocupa algún rico aburrido que supongo nunca ha leído una línea de Esperando a Godot.
Bajé de nuevo y encontré a Rita afuera, encendiendo un cigarro bajo el toldo de la entrada. Me senté a su lado y fumamos.
—Así que viniste hasta acá solo para jugar a ser Hemingway —dijo, dándole una calada a su cigarro.
Le conté de mi pobre recorrido por el barrio, y de cómo Saint-Germain sigue siendo una postal de sí misma.
—Claro, claro. ¿Y no entraste a Gallimard porque te ibas a sentir demasiado ridículo?
Se rió con una especie de complicidad burlona.
—No te preocupes, yo también lo hice la primera vez.
Luego empezó a contarme historias, como si nos conociéramos de toda la vida. Me habló de aquel cliente japonés que pagó una suite por un mes solo para escribir cartas a su amante sin nunca enviarlas. De un pintor portugués que intentó suicidarse en la bañera pero se quedó dormido antes de poder abrirse las venas. De la mujer que venía todos los jueves a la misma hora, pidiendo la misma habitación, y siempre se iba antes del amanecer.
—No es un hotel, es un limbo —dijo Rita, y aplastó la colilla con el tacón, como si quisiera borrar cualquier rastro de nostalgia.
En fin, aquí estoy, en la ciudad de las luces que, en realidad, es un conjunto de sombras bien iluminadas. París me ha mirado como un gato viejo en la barra de un café: con indiferencia, con cierto desdén, como si estuviera esperando que me rinda y le compre un trago.
Te prometo que la próxima vez te compraré la postal de la Torre Eiffel. O no. Quién sabe.
Un abrazo,
Tu inquilino temporal en la rue de Sèvres.