La sesión comenzó como cualquier otra, hasta que, en un punto, me escuché diciéndole que había soñado con ella. No era un sueño erótico, ni esos que despiertan sospechas entre terapeuta y paciente, sino algo mucho más inesperado: los roles estaban invertidos. Todo era igual, la misma habitación en un departamento antiguo, el mismo sofá turquesa donde me siento cada semana, incluso la luz, que parecía más invernal, como aquella que apenas iluminaba sus ojos azules cuando comenzamos las primeras sesiones, hace casi un año. Pero esta vez, ella parecía necesitar ayuda. Y aunque no sentía que yo fuera el terapeuta, de alguna manera, lo era.
Después, mientras seguíamos hablando, le relaté otro sueño. Este, como un golpe en el estómago: mis padres, Venezuela y esa jodida realidad de fronteras cerradas que vuelve y persiste, la imposibilidad de entrar o salir. Pero lo curioso, le dije, no era la desesperación que cabría esperar, sino la paz. Como si en ese espacio onírico, el peso de lo real se hubiese disuelto, y la crisis de años hubiese sido sólo una sombra, un eco. Mientras las últimas imágenes del sueño evaporaban ante la razón, mi mente se clavó en la teoría de cuerdas y pensé que quizás, en alguna de esas infinitas versiones de mí, alguien —o algo— estaría viviendo una vida mejor. Y una peor.
Y ahí la quimera, el giro improbable. Tal vez en una de esas versiones alternativas, la crisis venezolana no ocurrió en Venezuela, sino en Chile, y por qué no, en todas partes. Tal vez, en esa realidad paralela, Santiago es la ciudad de la que no se puede entrar ni salir, y allá —o acá—, mi otro yo, en una consulta casi idéntica, es el terapeuta que habla con una paciente de cómo ocurrió “esa” desgracia. Es extraño. El vértigo de pensar que, entre las infinitas posibilidades, hay una en la que todo lo que creemos inmutable puede girarse sobre sí mismo. ¿Y si esa otra versión de mí está acá —o allá—, ahora, sufriendo por una crisis que le parece tan inconcebible como ajena?
En ese momento, sentado en ese sofá donde tantas veces he tratado de mostrar mi foto más exacta, me di cuenta de que esa imagen de mí mismo era solo una de muchas. Mi yo de este universo, intentando recomponer las piezas de mi vida, hablando de sueños que, en algún lugar, ya son realidades. Como si en cada decisión que he tomado —o no— hubiese una reverberación que sigue expandiéndose, generando otras historias, otros conflictos, tergiversando otras tragedias y salvaciones.