La caja de Saúl

      Llevábamos casi cuatro semanas sin aire acondicionado. El local se encontraba repleto de compradores. Cada tanto seguía llegando gente a preguntar por las ofertas de zapatos. Era diciembre. El ambiente de la ciudad estaba hecho de gaitas acompañadas de bullicio con olor a sudor; una suerte de hostilidad disfrazada. Yo estaba cansada. Sentía que tener piernas era una desgracia. Fui al baño como una excusa para sentarme y revisar mi celular. Hacía días que me habían dado el permiso de tenerlo en el horario de trabajo, pero no me atrevía a sacarlo delante de los demás, quizá por respeto, o más bien por cobardía. Noté algunas llamadas perdidas de mamá y unos cuantos mensajes. No leí ninguno. Durante algunos segundos hubo un silencio total. Inmediatamente supe que mi Saúl había muerto. 

    Teníamos días luchando para que se recuperara, pero los medicamentos apenas se conseguían, y cuando eso ocurría, resultaban impagables. Los hospitales no estaban en su mejor momento: nos transferían a otros hospitales, que a su vez nos transferían a otros hospitales, y así nos tenían, del timbo al tambo. Nadie quería hacerse cargo. Con la pensión de mamá, que llevaba unos meses reuniendo, pudimos llevarlo a una clínica, pero sólo alcanzó para un par de exámenes y nada más. La vida, la neumonía y la muerte salen caras. Estaba endeudada con todo mi alrededor.  No tenía siquiera el valor para mantener la cara en alto  cuando hablaba de Saúl. Él había nacido en una cuna de cartón frágil, mojado, y era en gran parte mi responsabilidad.     

    Tomé mi cartera y salí de la tienda con mucha prisa, como si pudiera prevenir lo que ya había ocurrido. Deambulé por la calle sin ver con claridad. Las personas se habían convertido en masas vestidas que transitaban y me estorbaban la marcha. Con el sol despiadado, recorrí parte del bulevar hasta que di con la estación de metro más cercana. Necesitaba llegar a casa lo antes posible para ver a mi hijo. Entré, bajé las escaleras, caminé los pasillos y crucé los torniquetes. Al llegar al andén noté que todos estaban impacientes, al parecer llevaban tiempo esperando un tren que no llegaba. Los comentarios eran violentos, como los de cualquiera que siente humillación. Me situé detrás de un par de señoras que murmuraban entre ellas. No alcanzaba a escuchar nada que no fuera una queja. Incluso la música desagradable de las bocinas del metro parecía un mecanismo de tortura. El lugar era un circo de gente haciendo maromas: animales echándose aire con cualquier objeto  a la mano para prevenir un desmayo. Era insostenible la vida allí. Los minutos pasaban, el tren seguía sin aparecer y más personas se unían al grupo. Entre todos hacíamos un mar de groserías y mal olor; estábamos hartos. Pensé en sacar el teléfono para leer los mensajes, los que no vi y los que siguieron llegando, pero desistí de la idea para evitar que me robaran el único medio de comunicación que tenía.  

— ¿Será que sí viene el metro?— solté al aire, como si me hablara a mí misma.  

—En este país las cosas buenas son como Cristo: vienen pero nadie sabe cuándo— contestó un hombre canoso que se encontraba a mi lado. 

     Era inútil seguir esperando, el tren no iba a llegar. Quizá alguna mujer con un hijo muerto había decidido dejar su vida en manos de los rieles y por eso se había ocasionado el retraso. Me dispuse a salir del tumulto de personas, así que pedí permiso repetidas veces mientras empujaba con fuerza. Al avanzar unos cuantos pasos, sentí un ligero viento en mi frente sudorosa y todos se arrojaron sobre mí estrujándome en dirección contraria. ¡El tren había llegado! Volví a batallar para salir, pero tuve que dejarme arrastrar hasta la entrada del vagón. Rápidamente las puertas se abrieron y todos ingresaron de manera casi automática. Cada espacio posible fue ocupado. Yo había quedado inestable en el borde de la entrada y al cabo de unos minutos, tras varios golpes y tropiezos, lograron dejarme fuera. No cabía ni un brazo más. El deseo de empujar hacia dentro era como golpear un muro. 

—¡Maldita sea!— exclamé. ¡No podía esperar el otro tren!

     Salí del metro con la ropa húmeda, hedionda, y volví al desierto capitalino para tomar un autobús que me llevara hasta la parada. Vi que la colas en las calles eran interminables, así que preferí seguir la ruta a pie. No podía creer cómo un país con ese grado de precariedad pudiera al mismo tiempo vender y comprar tantas cosas en navidad. Caminé como si quisiera ir al fin del mundo, o al menos lo que eso significaba para mí. El sol me rayaba la cara. Sentía las piernas hinchadas. Se escuchaban las voces de algunos vendedores a mí alrededor que de cuando de cuando se aproximaban a mí para ofrecerme su mercancía. Después de recorrer todo el bulevar, llegué  a la parada de Caracas-Santa Teresa del Tuy. Una fila larga de gente me aguardaba. Caminé hasta el final y observé a una mujer que llevaba juguetes en unas bolsas. 

— ¿Es la última?— pregunté sabiendo que esa frase podría significar demasiadas cosas. Ella asintió. 

     Me situé detrás de la mujer y por un instante me tranquilizó estar en un lugar respirable. Más personas seguían llegando a la fila, y me consolaba saber que no sería la última en volver a su destino. Reposé algunos segundos, quizá con la mirada perdida, y me dispuse a llamar a mamá con el falso intento de ignorar lo que había ocurrido. De pronto, quién sabe, ella sólo quería decirme que el niño  estaba respirando mejor, que había podido levantarse de la cama y preguntar por mí. Sentía que todo era irreal. Saqué el teléfono y me di cuenta de que tenía en la cartera un par de zapatos que había pedido fiados para Saúl. Iba a tener que cambiarlos por unos para mí o mi mamá. 

    Conseguí llamar. Se oía el pitido que me llevaba a la contestadora. Insistí un par de veces sin éxito, pero al final me decidí por leer los mensajes. La noticia era sabida. Por alguna razón no había podido lamentarlo hasta ese momento. Los ojos se me inundaron con una sensación extraña, casi de fiebre interna. Sentía la boca seca. Era un dolor agudo, profundo; como si estuviera desnuda y todos pudieran verme el corazón.  

— Ya vengo, voy a comprar unas cosas— le susurré a la persona que estaba a mi espalda. Caminé hasta donde empezaba la cola, y me acerqué al fiscal. 

— ¿Cómo en cuánto tiempo llega el otro carro?— mencioné. 

—Ya viene uno por ahí, mi reina— dijo.

     No pude agradecerle. Sucumbí al silencio y me eché a un lado. Noté que muchos hombres esperaban desafiantes el autobús en el medio de la calle. Advertí su gestos desentendidos, bajé de la acera y me aproximé disimuladamente a ellos. Se les notaba en la mirada el cansancio. Sólo querían un puesto. Más hombres se fueron uniendo a nosotros mientras que las personas de la cola le gritaban improperios al fiscal porque “se estaban coleando”. Nadie respetaba el orden de la fila. La parada se había vuelto una algarabía. Todos parecíamos depredadores detrás de la presa, esperando el momento exacto para atacar. Era el sitio para morir. Morir matando. El sol había dejado de ser importante, al igual que el sudor, los gritos de los vendedores y el dolor de los pies. Un puesto lo era todo. 

     El autobús apareció a gran velocidad desde una esquina para estacionarse en su marca. Apoyé mi cartera contra el pecho y corrí hacia la puerta con los demás.  El objetivo era subir las escaleras; el obstáculo era que un arsenal de personas quería lo mismo. Me logré adelantar entre la multitud, y en menos de dos minutos me di cuenta de que no podía entrar porque estaba estancada en la entrada. Vi que era una mujer gorda la que no me permitía avanzar, así que la empujé asumiendo la idea de que eso desencadenaría una pelea. Ella retrocedió. Recibí un golpe en la espalda acompañado de algunas groserías que ignoré por completo. Me senté rápidamente en uno de los asientos que daba a la ventana. Las personas siguieron subiendo hasta ocupar todos los asientos. Nadie estaba dispuesto a pagar un pasaje para ir de pie.  Supongo que la gorda pensaba lo mismo porque nunca la vi montarse. 

     Cuando arrancó el autobús le escribí un mensaje a mamá. No quería llamarla porque el ruido de la música me lo impedía. Le avisé simplemente que iba en camino. Fue un mensaje seco, sin lamentos; ella no necesitaba más. Guardé el teléfono y de un momento a otro me había convertido en un río de lágrimas, espesas y saladas.

    En el camino, el viaje se hizo más lento por el tráfico, por lo que tuve la tranquilidad necesaria para llorar un tiempo largo. Hasta para eso hace falta estar tranquilo. Algunas personas me observaban intrigadas, aunque con disimulo, pero no reparé ni un segundo en ello. No me sentía apenada de que me vieran llorar. Así como una no siente vergüenza de sacarse la teta en la calle para que los hijos coman, así no siente vergüenza de sufrirlos en público. 

 —Última parada señores — escuché entre tanto ruido. 

    Abrí los ojos. Debí quedarme dormida por un par de horas. Me dolía la cabeza. Estaba despeinada.  Sentía el cabello pegado a la cara. Vi a unos niños jugando en la plaza con un muñeco de nieve de plástico. Estaban igual de sudados que yo. Llegamos al terminal y me bajé rápidamente del carro. Caminé por el sendero de tierra amarilla que daba hacia mi casa mientras que el sol seguía haciendo de las suyas. Rebusqué en mi cartera el teléfono y las llaves y seguí la marcha hasta vislumbrar mi casita a lo lejos. Había algunas personas hablando enfrente de una bodega con un par de tobos de agua en el suelo.  Miré de reojo sin decir una palabra hasta que logré llegar. 

 —Su mamá está en el hospital— dijo un vecino con voz apagada—. Mi más sentido pésame. 

— ¿Desde hace cuánto está allá?— pregunté.

—Ya lleva horas allá. Yo la llevé, pero tuve que venirme. 

     Entré a la casa. Me quité las zapatillas y me puse unos zapatos deportivos. Cerré la puerta y volví a salir. El señor Mario se ofreció a llevarme y yo le prometí pagarle las carreras: esa y la de mamá. En el camino hubo un silencio imperioso, aunque de cuando en cuando algunas quejas no faltaron: que si había más huecos que nunca en la carretera, que si la gasolina estaba costosa o no se conseguía, que si uno de los cauchos estaba liso, entre otras cosas relacionadas al carro. Yo veía por la ventana pensando en quién  podría prestarme dinero para el entierro de Saúl.

—¿Sabe si mi mamá está sola?— interrumpí. 

—Sí, mija, sola— repuso—. Nosotros nos quedamos a hablar con esa gente, pero no salió nadie. 

—¿Qué gente?

—La gente de la fábrica. Hoy quemaron basura otra vez. 

—¿Mucha? 

—Sí, bastante. Tuvimos que meternos nosotros. Rompimos ese candado y apagamos la candela con tobitos de agua. Uno ya no puede luchar con eso. Ni la policía quiere entrar pa’ esos lados. 

     No dije nada más a lo largo del trayecto. No sabía quién podía aguantar tanta desgracia. Llegamos a la morgue que quedaba dentro del hospital.  Me acerqué entre la gente hasta que ví a mi mamá. Tenía la misma bata que en la mañana. Estaba sentada en un banco con la cara más triste que haya visto de una anciana. Lo único que pude hacer fue abrazarla. Ella se puso de pie y me apretó fuerte. 

—Se me fue mi niño, María Elena— pronunció con el gesto desesperado—. Se me fue mi niño. 

     No quise decir nada más. 

—Aquí esta gente tiene un chanchullo— agregó mamá—. Dicen que no hay neveras y que tenemos que llevarnos al niño antes de las seis de la tarde. 

     No había pensado en la premura de la muerte. Ella también exige atención. Parecía que todo se ralentizaba. Mamá me hablaba de lo que le había dicho el médico y yo sentía que no escuchaba. Mi hijo no había tenido una vida digna. Su muerte no podía ser igual. Mientras el señor Mario conversaba con mamá, salí del lugar y llamé a mi jefe para pedirle dinero prestado; quizá mi liquidación adelantada. No pensaba volver a ese lugar. Él ya estaba al tanto de mi situación con Saúl, así que le di la noticia de su muerte. Le indiqué con cierto desespero la necesidad del dinero, lo cual fue respondido con una transferencia bancaria al poco tiempo. Volví para donde estaba mi mamá y le agradecí al vecino, quien ya estaba por marcharse.  

—Le quedo debiendo las dos carreras — dije. 

 —No se preocupe, mija — agregó al salir. 

    Me quedé con mamá en la sala de espera. Estábamos cansadas. Ya iban a caer las seis de la tarde y seguíamos en la morgue. El dinero que me habían dado en el trabajo no alcanzaba para costear un servicio funerario. Tendría que trabajar al menos tres años sin gastar nada para poder pagar apenas el ataúd. Mamá seguía diciendo que iba a poner una denuncia por la quema de basura. Según los médicos, el humo en casa fue el detonante de su muerte. Sin embargo, yo sabía que Saúl llevaba varios días enfermo. Esa fábrica de plástico podía quedarse allí. No valía la pena pelear contra nada. 

—Podemos hacer una recolecta con la gente de la comunidad— propuso mi mamá.

 —Si hay personas que no tienen para desayunar, mucho menos van a  tener para enterrar a un muerto ajeno— repuse. 

     Vi a lo lejos que se acercaba uno de los médicos. Su expresión era un tanto afable. Se notaba que hacía su mejor esfuerzo por ser respetuoso. Se presentó con cordialidad para hablar de lo mal que estaban funcionando los servicios. 

—Hay personas que pasan hasta dos semanas dando vueltas por acá esperando reunir el dinero para poder enterrar a su difunto— dijo con una voz tenue—. No sé si prefieren llevar el cadáver del niño al cementerio del pueblo. 

—¿Usted cree que nosotros no sabemos que ese cementerio del pueblo, como usted le llama, es una fosa común?— añadió mi mamá alterada. 

—Nosotros entendemos su situación, pero también entiéndanos a nosotros. Las neveras no sirven. Si viera la putrefacción que hay allá dentro, usted misma querría sacar a su niño de aquí. 

—¿Y si no nos lo llevamos qué van a hacer? ¿Sacarlo en una bolsa para la calle? 

Inmediatamente me puse de pie y me acerqué al hombre. 

—Mire, no tenemos para pagar la funeraria que traslade el cuerpo de mi hijo, y no voy a perder mi tiempo pidiendo ayuda en ninguna alcaldía. 

—No puedo hacer nada por ustedes—dijo. 

—Sí puede. Necesito que me haga un certificado de defunción para llevarme a mi hijo. 

—Para eso necesita la orden de traslado de la funeraria. 

—Que yo sé, coño. Hágame el favor que le haría un hijo a una madre desesperada. Le voy a pagar algo, por favor. 

El hombre me arrojó una mirada fría sin decir una palabra.  

—Diga que el niño va directo al crematorio público. 

—Los hornos están suspendidos por falta de gas— insistió. 

—Entonces diga que va dirigido al cementerio del pueblo. Igual esos muertos no tienen quien los reclame. 

     Apenas se fue el hombre, me desplomé en llanto. No podía creer lo que estaba haciendo. Mi mamá se puso de pie para abrazarme a la vez que yo lloraba como si fuera la misma mujer llorando desde hace siglos por sus hijos. Lo único que pedía era que mi Saúl no quedara abandonado en algún nicho polvoriento en medio de la nada. Sin una sepultura visitable, era como si nunca hubiera existido . Él, que fue un niño sin tiempo para los grandes sueños, no se merecía eso. Entretanto mamá seguía consolándome, aunque nadie la consolaba a ella. 

     Después de un rato, se acercó el médico. Tenía la orden firmada en la mano. Me tranquilizó la idea de tener control sobre el cuerpo de mi hijo, aun sin saber cuáles serían las consecuencias. De inmediato le realicé una transacción bancaria, en la que le di todo el dinero que tenía, y que, supongo, tendría que compartir con los demás que lo ayudaron; una cosa como esa no podía haberla hecho solo. Allí todo funcionaba mediante la correlación de los corruptos. Era un pueblo subjuntivo. Uno siempre estaba subordinado al otro.

—Búsqueme cuando esté lista para llevarse a su hijo. 

      El hombre me entregó el papel y se marchó discretamente. 

      Decidí llamar al señor Mario sin contarle detalles de lo que había ocurrido. Sólo él podría llevarnos a casa. Acordé con mamá decirles a todos que en la morgue nos devolvieron al niño porque no pudimos pagarles para agilizar el trámite. Como lo más importante de una mentira siempre es el comienzo, intenté que todas las palabras quedaran claras para ella. 

—¿A dónde vamos, hija? 

—No sé, mamá. 

     Yo seguía transitando en un terreno incierto. Apenas llegó el señor Mario, mi cuerpo se heló. Tuve miedo de volver a ver a Saúl. Estaba segura de que su olor de niño pequeño ya no era el mismo; sin embargo, no había vuelta atrás. Hasta ese momento nunca había sido una madre coraje, mas ahora debía parecerlo. 

—¿Qué pasó por fin?

—No tuvimos más opciones—argumenté—. ¿Puede mover el carro hasta el estacionamiento?

     Mientras el vecino movía el carro, rápidamente busqué al médico y le anuncié a mamá que acompañase al señor Mario. La angustia me invadía. Aguardé un instante hasta que aparecieron unos hombres rodando una camilla cubierta con una tela amarillenta. Los acompañé a la salida del estacionamiento, donde estaba el carro del vecino con algunos vehículos fúnebres. Vi a mamá en la butaca del copiloto, me acerqué, abrí una de las puertas traseras, me senté en el puesto y, con ayuda de los camilleros, pude reposar la cabeza de mi hijo entre mis piernas con su cuerpo extendido en el resto del asiento. Saúl siempre me había parecido un niño grande —a un año de vida eso no es muy común,  pero ese día estaba más pequeño que nunca; parecía un animal tullido. Por último, uno de los hombres cerró la puerta y el señor Mario avanzó.

—Es inhumano lo que están haciendo— dijo el vecino. 

—¿Quién?

—Esa gente de la morgue y el hospital y todos— manifestó—. Esto se lo llevó quien lo trajo. 

—Al final los muertos son de uno— contesté.  

     Yo sujetaba las manos pálidas y rígidas de mi Saúl sin poder ver qué había en su rostro.  Al mismo tiempo sentía que a través de esa sábana que lo cubría me reprochaba todo. Sólo me quedaba mi pecho de madre miserable, aun cuando no quería seguir llorando. Sentía en mi estómago que no tendría fuerzas para vivir sin él. 

—Yo hablé con un amigo en el cementerio Campo de Paz— declaró de una forma casi estridente—. Dijo que podía prestarle un terreno para que usted lleve al muchacho, pero que debía llevar dos sacos de cementos y cincuenta bloques. Él vive a dos cuadras de la casa. 

—No, qué va, Mario. Ni para eso tenemos— repuso mamá.  

—También me dijo que si necesitaban un ataúd, él los hacía baratos. 

     El camino estuvo plagado de puro silencio. Ni el ajetreo de los huecos en la vía interrumpieron el sosiego del momento. Las personas por la ventana se veían alegres. El sol ya estaba cayendo y el calor cesando. Recordé que en mi cartera tenía los zapatos que había pedido fiados para Saul. Los saqué y los dejé en el asiento. 

 —Estos son para su nieto, señor Mario. Yo creo que le quedan. Los había pedido más grandes para que no los perdiera rápido, pero… 

 —No hace falta, mija. Me paga después. 

 —Igual no podría hacer nada con ellos. Pruébeselos y si no le quedan me los lleva a la casa— dije sabiendo que Saúl no iba a volver a necesitar zapatos para pisar esta tierra.  

 —Ah bueno, gracias. 

     Llegamos a la casa. Sostuve a Saúl en mis brazos y, antes de que se fuera, le pregunté al señor Mario dónde quedaba la casa de su amigo. 

—Gracias, vecino. Le juro que le pagaré en estos días— le reiteré. 

     Asintió amablemente y rodó su carro hasta su casa que estaba cerca de la mía. Mamá abrió la puerta y entramos. 

      Fui al cuarto de Saúl y lo dejé en su cama. Retiré la sábana que lo envolvía y lo acomodé entre las almohadas, como solía hacer para que no se cayera. Era como si estuviera durmiendo. Cuando mamá lo miraba, siempre repetía lo mucho que nos parecíamos. Pero ya esa semejanza no era posible. Su rostro era distinto al suyo, parecía el de otro niño. Tenía unas manchas negras a lo largo de los ojos, la piel fría y tiesa como nunca antes; cargaba un gesto de inexpresividad absoluta y su espalda estaba teñida de un color como rojo con morado. Dicen que los hijos escogen a sus madres. Yo nunca creí en eso. 

     Mamá estaba fregando los peroles que habían quedado sucios. Debió haber sido todo una emergencia, porque ella nunca salía sin arreglar la casa. Le pedí que vistiera al niño con su ropa nueva, un conjunto que le había comprado para navidad, mientras yo iba a buscar unas cosas. 

   Al salir de la casa, me di cuenta de que algunas personas estaban sentadas en la acera, fingiendo que no me observaban. Supuse que ya todos estaban enterados de lo que había sucedido. Caminé carrera abajo con la mejor de las esperanzas para mi hijo, o lo que quedaba de él.  Algunas fachadas adornadas con luces brillaban como las sonrisas de los niños jugando en la calle.  El ambiente ya era fresco. Crucé la vereda y encontré la casa que me mencionó el señor Mario. Era común, sin frente, como las de casi todos nosotros. La puerta estaba abierta, así que no me acerqué demasiado. Lancé un grito a los cuatro vientos y súbitamente salió un hombre. No era muy viejo, como lo había imaginado. Uno siempre espera que los amigos de los viejos sean otros viejos. 

—Buenas noches— mencioné—. Vengo de parte de Mario. Él me dijo que usted podría hacerme una urna para mi hijo. 

—¿Usted es la madre del niño con neumonía?

Asentí. Me ofreció su servicio sin que tuviera que pagarle de inmediato. Según él, así todos se ayudaban. 

—Yo generalmente trabajo con cartón piedra y paletas de MDF, que es un material de aserrín y resina más barato.  Lo malo es que no podrá hacer un velatorio. 

—¿Por qué? 

—Porque no se puede abrir— dijo como lo haría un maestro—. Se usa únicamente para introducir el cuerpo y enterrarlo.

—¿Y en cuánto tiempo estaría listo? 

—Mañana por la noche. 

     Lo pensé un instante sin mirar al hombre a los ojos. Saúl ya había esperado demasiado. No me agradaba la idea de que su rostro de niño bueno siguiera hinchándose por dentro. El tiempo era contado. Se estaba pudriendo poco a poco. En eso también nos parecíamos. Le agradecí al hombre por el ofrecimiento. Me dio su número de teléfono por cualquier cosa y se despidió con un pésame. 

     Volví a casa resentida. Estaba cansada de seguir mendigando. No se me quitaba de la cabeza la sepultura de Saúl. Entré a su cuarto y vi a mamá sentada en una silla frente a la cama. Él estaba vestido y perfumado. Por su aspecto, hubiese creído que olía a una mezcla de colonia de bebé con pus, pero no fue así. Estaba limpio. Me daban ganas de darle mi sangre para que viviera, como si fuera el mismo alimento que la leche. 

—¿Qué vamos a hacer, hija?— agregó mamá sin quitar la mirada de la cama—.  No podemos enterrarlo en el patio de la casa.

—¿Por qué no? 

—Porque es un delito. 

    Me callé. Eso no me importaba. Después de perder un hijo, todo se vuelve irrelevante; no hay peligros mayores; no hay nada que cuidar. Yo lo sentía mucho por mamá, pero morir se había vuelto mi único consuelo. Decidí ir a mi habitación por el baúl que usaba para guardar mi ropa interior. Era como un cofre grande, de madera, viejo y feo. Lo arrastré hasta la sala, lo vacié y le pasé un trapo húmedo para quitarle el polvo. En el acto, mamá salió del cuarto de Saúl. 

—¿Qué crees que haces, María Elena?— dijo angustiada. 

—Enterrar a mi hijo, mamá— contesté impávida. 

—A mí también me duele eso que estás haciendo, coño, . 

—¿Y qué es mejor, mamá?— ataqué—. ¿Dejarlo en una fosa común a la intemperie con cuerpos de indigentes y malandros que nadie reclamó? ¿O dejarlo en un basurero para que los zamuros se lo coman hasta que ya no quede nada? 

    Me dolía saber que en la muerte de Saúl no había gloria, que era  un hecho simple; sin alguna hazaña heroica. Un cuento más del pueblo que sería olvidado en unos años, quizá cuando me fuera, o se fueran los que una vez me conocieron. El tiempo sería el mismo siempre, y los demás niños iban a seguir jugando tranquilos mientras sus padres corrían para hacer especial la navidad como cada año. 

     Entretanto, mamá lloraba serena, y a mí me remordía la idea de tener que preguntarme dónde quedaron los huesos de mi hijo. Le pregunté por las sábanas blancas que compré cuándo nació Saúl y enseguida me las trajo y se sentó a mi lado sin emitir algún gesto o sonido. El baúl se veía desgastado por el paso de los años. No parecía un ataúd, sino una caja sencilla, sin gracia, como las de zapatos. De esas que se botan cuando a los calzados ya no hay que protegerlos de que algo malo les pase. Una caja aburrida y torpe que no invitaba al respeto ni a la solemnidad.

     Busqué el martillo entre las herramientas que guardaba debajo de la cama —allí también conseguí algunos clavos, y acomodé una de las sábanas en el baúl para fijarla en su interior.  Intenté golpear con suavidad porque no quería que los vecinos escucharan. Empecé por la superficie y luego trabajé en cada extremo con mucha diligencia. Por primera vez los clavos no se doblaban con cada martillazo. Notamos que las telas estaban un poco arrugadas, así que a mamá se le ocurrió planchar la otra y perfumarla con desinfectante. Sin pedírselo, también me trajo una almohada casi nueva que entró sin tanta dificultad en el baúl, y que luego fue cubierta por el olor de la tela pendiente. 

    La caja de Saúl estuvo lista más rápido de lo que creí. Me dirigí al patio para vislumbrar el terreno. Allí hallé la pala de hierro. Era perfecta para el trabajo: pesada y resistente. El plan era cavar en donde estaban las matas. Mamá de vez en cuando sembraba ají, cebollín, y otros aliños para reducir los gastos de la comida. Caminé hasta el patio sin poner cuidado en lo que pisaba y, con la mirada filosa, examiné cada lado vigilando que nadie me viera. De pronto, sin pensarlo tanto, con un primer palazo empecé a cavar. Mamá tenía razón, allí la tierra no era áspera como en todo el pueblo. Era tan blanda como la piel joven. No sabía que iba a tener tanta fuerza para agujerear el suelo del tamaño de un baúl. Estaba sudada, con la cara y el resto del cuerpo llenos de tierra, en el gran huerto de la casa, oliendo a polvo y aliños. En momentos sentí que alguien me observaba, pero mamá decía que no había nadie. Ella me contemplaba desde el marco de la puerta que daba al interior de la casa, y yo sólo cavaba y cavaba, en ese huerto que sostenía la vida a la vez que la muerte. 

     Después de la faena, entré con los zapatos sucios a la casa, el corazón acelerado, la ropa pegada a la piel y la sangre caliente. Tenía la frente plateada del sudor que me recorría por la sien y el cuello.  No quería cargar a Saúl en ese estado, así que mamá lo hizo por mí. Lo buscó en el cuarto y lo llevó a su cajita. Cupo completo. Era el mismo animal tullido, pero ahora en un nido. 

—¿Cómo es que todas las muertes, el fin de esta descendencia, caben en un sólo cuerpo?— pensé. 

Nos quedamos observando a Saúl un instante. Y mamá murmuró unas plegarias. 

—Ruega por él— decía después de cada frase de mamá. 

     Los ojos me pesaban de sufrimiento. Mis manos rezaban, pero en el fondo querían escudriñar el aire y llevarse la casa a cuesta; demoler el pueblo y toda la vida allí posible. 

—Ruega por él. 

     A mamá no se le entendían mucho las palabras. Se resistía a la despedida y el dolor. Mordía las frases violentamente sin despojarse de sentido. Parecíamos plañideras que trabajaban para una legión de muertos. 

—Ruega por él. Amén. 

     Volví a martillar silente para cerrar el baúl con unos clavos que sobraron.  La cara de mi hijo no sería más vista, ni viva ni muerta. En cada golpe del martillo estaba el metro, la morgue, las medicinas. Todo.  Cada uno con su ruido y su pesar. 

     Una vez estuvo listo, arrastré el baúl hasta la puerta que daba al patio y mamá me ayudó a levantarlo hasta la fosa que todavía conservaba algunas plantas alrededor. Pusimos el baúl allí con cuidado para no provocar algún daño; aunque muerto, seguía siendo mi hijo. Entretanto, me di cuenta de que el agujero no había sido lo suficientemente grande, así que decidimos abortar la misión para volver a cavar más profundo. Tras incontables palazos, el baúl encajó. Sentía alivio en mi lengua. Calzaba perfecto. Volví a tomar la pala que estaba a mi pies, y me dispuse a cubrirlo todo. Los pies de mamá también se llenaron de tierra, pero ella estaba allí, mirándome siempre. 

     Finalmente la caja se hizo invisible en el sembradío y ambas pusimos distancia del lugar. Por supuesto, el silencio no faltó. Empezaron a llegarme a la mente algunos recuerdos de él, de su risa y su llanto, y en un suspiro cayeron unas cuantas lágrimas. El mutismo duró hasta que, repentinamente, caí en cuenta que había enterrado a Saúl sin zapatos. Se lo comenté a mamá y ella respondió que no importaba porque seguramente en el cielo venden zapatos para los angelitos que llegan descalzos. 

     En un santiamén, todo se puso oscuro. Se había ido la luz. Era tarde y el pueblo parecía quieto después de todo. Mamá entró a la casa y volvió minutos después con dos velas encendidas. Me acercó una y se volvió a su lugar en el marco, y yo me quedé en plena oscuridad, bajo la luna, con la llamarada de una vela y la pala en la mano, esperando que alguien fuera capaz de denunciarme con la policía.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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