Se ha dicho que no existe una profesión u oficio que conduzca inevitablemente a la creación literaria; de hecho algunos vagos, hijos de médicos o de diplomáticos, se cuentan entre los mejores novelistas de la historia, como también controladores aéreos, avicultores, matemáticos, psiquiatras, arquitectos y oficinistas. Pero sin duda hay dos especialistas que parecieran jugar con ventaja es ese campo: los periodistas y los profesores. Aquellos tienen el acceso cotidiano a la temática noticia, practican el oficio diario de la escritura, la rutina de convertir sucesos en palabras; éstos poseen las abundantes lecturas, el conocimiento y manejo de las técnicas narrativas, y más que todo, una clientela cautiva: sus alumnos. Viviendo su impresionable primera juventud, muchos estudiantes identifican en su profesor al personaje idealizado, y celebran sus modestos aportes como geniales creaciones, incluso cuando la obra se ubique dócilmente en la medianía. Una larga trayectoria académica le proporciona al maestro-escritor una legión de lectores amables, inclinados a favorecer sus relatos, a hacer una valoración generosa y un comentario hiperbólico de sus posibilidades creativas. Puede ocurrir que el maestro sea ciertamente talentoso y que su escritura resulte apreciable, y entonces el reconocimiento se convertirá en veneración y su obra será celebrada insistentemente; de cierta forma es el caso del experimentado narrador, ensayista y profesor universitario José Balza. Sus novelas iniciales como “Marzo anterior” o “D” tuvieron un gran reconocimiento nacional e internacionalmente, pero de manera curiosa no trascendieron más allá de unos pocos años, y su literatura desapareció de los programas y de los anaqueles. Últimamente, bien entrado en sus setenta, ha publicado Bruguera el libro que comentamos este domingo, una colección de relatos que sirven para acompañar el texto que a nuestro juicio justifica la publicación, “Rodrigo el capitán”. Repite Balza el formato que él menciona como ejercicios narrativos, cuentos inconclusos, no con final abierto sino inconclusos; descripciones, ambientaciones, delineación de personajes, que muestran a un músico que sabe de acordes pero que no interpreta a cabalidad nada, excepto por el capitán Rodrigo. Se trata de una historia muy documentada cuyos sucesos abarcan unos ciento cincuenta años, con precisiones entre 1890 y un imaginario 2022. Narra la historia de una familia andina, de Escuque, interrumpidos en su felicidad elemental por las sucesivas guerras y levantamientos armados que sacuden la región. Joaquín Crespo, el Mocho Hernández, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, Ezequiel Zamora, se suceden como marco histórico del devenir de Rodrigo; su hermano mayor, reclutado definitivamente, a quien no vería de nuevo sino ya cadáver, y recuperaría el anillo que le diera el padre, a la usanza de guerra, cortándole el dedo. La hermana risueña, insospechable de terminar en u convento; la madre monumental, simbólica, el padre conocedor intuitivo de todos los misterios del mundo, explicándolos con pocas palabras, con la concisión de su gentilicio. Es un relato nostálgico como toda evocación, desde las rutinas, las faenas de la bucólica empresa familiar: “El desayuno era rápido y tempranero; a las seis de la mañana ya están en marcha por aquel camino estrecho, rojizo y lleno de peligros. A las tres o cuatro horas de lento avance ya han alcanzado Valera, donde la venta de su mercancía les permite cargar las mulas con otras provisiones: kerosene, fósforos, aceite, arroz, panela, telas, hilos, etc. Siempre emprendieron el regreso a las dos de la tarde. —La vuelta revestía mayor peligro: asaltantes escondidos en los matorrales, gente armada a la que había que responder con plomo: “—La mitad de la vida es malicia— repetía José Nicanor, el padre.” (p.63)
Posteriormente se nos revela un narrador secundario, omnisciente, personificado en el nieto de Rodrigo, quien previsiblemente encuentra las anotaciones de su propio padre y las ordena hasta 1986: “Transcribo entonces las palabras que recibí, y que cuentan fielmente los hechos.” (p.75) Se presentan además personajes de la leyenda bélica, como el Adivino, o el sanguinario Espinosa, y también de manera presumible, una alusión bibliográfica: “Un libro que tanto para el capitán como para el presidente resumía toda la ciencia de la época, “El bien general”, de Telmo Romero” (p.79) La historia termina cuando el capitán viene a Ciudad Bolívar en una expedición comandada por el general Gómez, y se queda para siempre. “En Coporito nació el amor entre el capitán Rodrigo y Zoila Morales, quienes se casaron en Tucupita en 1911. Vivieron juntos durante 49 años.” (p.91) De los otros cuentos es también notable “Hugo Wolf Court”.
Reseña tomada de su libro compilatorio “Por escrito I”.