El trofeo de guerra ha sido desde siempre una de las perversiones del hecho bélico. Durante los siglos documentados de la historia, y tal vez todavía en nuestros tiempos, las mujeres del enemigo derrotado han representado el principal trofeo, probablemente por la carga de humillación que conlleva; así que en la guerra, saqueo y violación son casi inseparables, desdorosos sinónimos de la violencia humana. Existen también trofeos bárbaros como los cueros cabelludos de enemigos muertos, muy apreciados por los impasibles nativos norteamericanos. O las pequeñas orejas disecadas de soldados vietnamitas que traían los marines estadounidenses sobrevivientes de esa guerra. Hay también trofeos más simbólicos como estandartes, escudos de armas, pendones, banderas e insignias conquistados en el campo de batalla.
En un intento de retomar el territorio colonial recién emancipado de la capitanía general de Venezuela, el imperio español envió una fuerza expedicionaria comandada por el general Pablo Morillo, llamado el Pacificador; (hoy una de las calles céntricas de la elegante ciudad de Vigo lleva su nombre). Era un ejército profesional, experimentado, soldados veteranos de campañas europeas, muy bien armados, que traían entre su impedimenta de combate una ostentosa lanza bañada de plata. No era impensable entonces que tan deslumbrante armamento se convirtiera en un codiciado trofeo para los combatientes republicanos, especialmente los llaneros de Rondón y los orientales de José Francisco Bermúdez. En esta anécdota se fundamenta el título y buena parte del tema de la novela que comentamos este domingo, “Toma mi lanza bañada de plata”, escrita por un clásico de la narrativa nacional, el periodista, escritor y aguerrido conspirador que fue el apureño de San Juan de Payara José Vicente Abreu. Es una novela extraña. Muy adelantada para su época, que además sirve para describirnos de cerca dos momentos terribles de nuestra historia. La guerra a muerte de 1814 y la cruenta guerrilla revolucionaria de los años 60, dos siglos distintos y una constante, la derrota, porque esta novela cuenta historias de causas perdidas y decepción: “Tú vienes con tus derrotas con algo más de lo que yo podía traer de mis derrotas. Ustedes vienen ahora solitarios, cada uno en el descubrimiento alucinado de su propia derrota (…) porque te hablo de los fusilados físicamente, pero sobre todo de aquellos que cayeron espiritualmente, quizás para no levantarse más.” (p. 128; p. 212)
El enunciado presenta dos perspectivas alternadas, primera persona protagonista, y una variable de segunda persona, una especie de acusativo inmediato. Los dos guerreros, Braulio Fernández antes y después, soldado patriota independentista y guerrillero pacificado, se encuentran en su retirada en la plaza Bolívar de Caracas. Es de hacer notar que esa marca de escepticismo es característica de la narrativa insurreccional, si consideramos libros como “Aquí no ha pasado nada”, de Ángela Zago y “Aquí todo el mundo está alzao”, de Rafael Elino Martínez. Los dos hombres profesan igual causa en siglos distintos, conversan sentados a la sombra mientras contemplan la dinámica de la ciudad. El autor escribe de lo que sabe, porque él mismo es llanero, ha sido combatiente revolucionario, y posteriormente encarcelado por sus antiguos compañeros de lucha, ahora en el retaliativo poder. Pero José Vicente Abreu es también un autor de cultura universal; entre varias observaciones muy agudas nos sedujo como lectores el mérito que les atribuye a los gitanos, a la tradición gitana, por haber derrotado el ideal de belleza femenina personificado por mujeres rubicundas, casi gordas y redondas, de lacia cabellera y mirada doméstica, a favor de la delgadez y el duende de las bailaoras. La novela también toca aspectos de su momento sociopolítico, la estrategia de la pacificación, la república del Este, los allanamientos a la universidad. En el trasfondo del episodio histórico de la guerra de independencia, Abreu recrea un sentimiento muy generalizado ese año 14 que denostaba de Bolívar y su estado mayor quienes se habían ido a combatir a los países del sur, mientras en Venezuela la crueldad de Boves, Rosete y Antoñanzas era enfrentada con igual ferocidad por Mariño, Piar, y sobre todo, José Francisco Bermúdez, presunto autor del comentario despectivo que se hiciera hacia el aristocrático Gran Mariscal de Ayacucho: “Como serán de pendejos los peruanos que hasta Antoñito Sucre anda ganando batallas por allá.” La historia termina con una narración casi testimonial de la toma de Caracas por el ejército libertador; la edición consta de 225 páginas divididas en cinco capítulos y está en Monte Ávila Editores.
Reseña tomada de su libo “Por escrito !”.