El jurado estaba perplejo. De los doscientos cuarenta y ocho cuentos recibidos, sesenta y dos parecían variaciones de un mismo texto, cuya fuente ninguno de sus miembros lograba precisar. Resultaba imposible que se tratara de una mera coincidencia. Pero imaginar un plagio tan simultáneo y múltiple era igualmente vertiginoso. ¿Una broma, entonces, tan erudita como elaborada, y necesitando un equipo a escala continental, ya que los cuentos provenían de una veintena de países? ¿O, peor, un acto de terrorismo cultural, obra acaso de un sofisticadísimo grupo de conspiradores, dirigido a aniquilar lo que el jurado representaba o lo que los subversivos creían atacar de esa manera: el reposado estudio de la literatura, el riguroso establecimiento de valores, la sistematización de los textos, toda una tradición, toda una vida (¡la de ellos!) dedicada a la lectura, la reflexión, la docencia y la crítica? ¿Querían desesperarlos, ridiculizarlos, enfrentarlos con sus propias carencias? En cualquier caso, era abominable. Y, más que perplejos -único sentimiento que admitían en voz alta-, los integrantes del jurado estaban aterrorizados.
Los sesenta y dos cuentos se titulaban igual y desarrollaban, en la práctica, el mismo tema: “El guardián del museo”, personaje entregado a la enloquecida tarea de recrear las obras a su alcance, cuadros sobre todo, en una franja que iba desde mínimas pinceladas hasta la introducción de nuevos elementos; no faltaban, tampoco, las falsificaciones de maestros y hasta la -excepcional- invención de pintores desconocidos.
Los finales coincidían igualmente: destrucción del museo por el fuego, variando las motivaciones, la autoría del incendio y el destino del propio guardián.
El punto de vista pertenecía casi siempre a tan curioso protagonista-narrador. Apenas una docena de textos utilizaba la tercera persona. En contrapartida, en seis de ellos hablaba una mujer: madre (1), novia (1), esposa (3) o hija (1) del guardián. Y, rareza suma en el conjunto, una de las veces narraba un cuadro o, más exactamente, el personaje representado en él, quien se quejaba del embellecimiento adicional que se le prodigaba cuando, a su entender, era una obra perfecta. No lamentaba, sin embargo, los retoques al resto de sus congéneres; de hecho, se extendía en el comentario de sus presuntos defectos, aunque no siempre estuviera de acuerdo con las mejoras. Por otra parte, desde la cárcel de su tela el caballero pintado era capaz de seguir las andanzas del guardián, mediante una especie de oscura telepatía con las demás figuras (humanas pero también de animales ¡y cosas: objetos, paisajes, abstracciones…!). Pese a estas libertades, la intriga se mantenía y su final, si cabe, resultaba más espantoso aún, considerando el impotente horror de los seres representados ante el avance de las llamas que acabarían con ellos.
Si una veintena de cuentos se limitaba al último segmento de la vida del guardián, los otros abarcaban su infancia e iban incluso más allá: el padre, el abuelo, configurando una verdadera dinastía dedicada a la recreación. El abuelo era el punto inicial de la exploración filogenética, aunque solía insinuarse que esta particular herencia de saberes y deberes venía de mucho antes, sin precisar mayormente su origen. Cual ministerio sagrado, envuelto en la oscuridad y el secreto de las noches, la tarea pasaba siempre del padre a uno solo de los hijos, excluyendo absolutamente a las mujeres por razones que ningún autor se dignaba explicar.
Esa larga paciencia, esa fanática devoción, ese ejemplo máximo del arte por el arte, esa suma humildad que no rompería jamás el anonimato, quedaban sobriamente expresados en el comienzo de uno de los cuentos, escrito pintorescamente en versos:
Soy el guardián del museo
hijo del guardián del museo
nieto del guardián del museo.
Los visitantes me ven cabecear
aburrido en mi silla.
En realidad estoy tenso, agazapado
presto a saltar como una fiera
esperando el llamado del timbre
que vaciará las salas.
Es entonces cuando el sirviente
se convierte en rey:
mis órdenes se cumplen
avivando una sonrisa
dando más luz a un ojo
afinando una mano
desnudando un seno.
¡Más rojo en ese fuego!
Y el color arde
en un crepúsculo
ahora sí arrebatado.
¡Más negro en esa sombra!
Y la figura retrocede
hasta tocar la nada
apoyándose en ella.
Soy el guardián del museo
hijo del guardián del museo
nieto del guardián del museo.
Lo que sé lo aprendí
en el silencio
y lo hago en el silencio
de las salas desiertas.
Mañana cabecearé otra vez
en mi silla…
Identificados los autores, como exigían las bases, mediante seudónimos, muchos de ellos aludían al carácter peculiar del guardián, a su personal estilo, a sus motivaciones, obsesiones o manías. Así, el cuento firmado por “El Niño” resultaba particularmente gracioso y detallaba sus pininos artísticos:
¿Las esculturas no estaban pintadas antes? Quise volver a colorear algunos de aquellos rostros de piedra que me daban un poco de miedo, quizás para quitármelo, pero no me dejaron. En cambio, me pusieron a blanquear -fue idea de mi madre- unos cuadrados bastante tontos del tal Malevitch, que se habían vuelto grises o marrones y hasta tenían cagaditas de moscas. Yo hubiera preferido dibujar sobre ellos. Sin embargo, obedecí y me quedaron perfectos: parecían nuevos, recién pintados de blanco. Pero mi padre, asustado o enfadado, los estropeó manchándolos otra vez con una fina capa de polvo y exponiéndolos al aire y al sol, mientras repetía, casi a gritos, “la pátina, la pátina”. Esa noche discutieron. Creo que ganó mi madre. Quedo decidido que “el niño (¡yo!) tenía que hacerse (¡hacerme!) la mano”. Recorrí el museo pavoneándome. Escogí un Chagall. Me pareció que le faltaban animalitos.
Mientras “Risueño” se dedicaba a acentuar la amabilidad de mucho rostro adusto o sólo indiferente, “Amargo” operaba en sentido simétricamente inverso. “Casanova”, por su parte, alternaba una noche de seducción con otra de trabajo, erotizando en ambos casos a criaturas de aspecto celestial. Retocaba madonnas, ángeles y santas, apenas evidenciando a veces lo ya sugerido por tanto ojo rasgado, tanta boca entreabierta, tanta cintura quebrada, tanto pecho golosamente chupado por un niño que lo aferra con ambas manecitas. Despreciaba, desde luego, las carnosas obviedades de un Rubens o un Renoir, pero no la esbeltez de alguna Virgen de Murillo.
Indudablemente, “Casanova” era el único de todos los guardianes que obtenía recompensas más allá (¿o más acá?) del puro terreno artístico, sin que dejara de haber sido castigado por ello. Pues el escenario de sus escarceos amorosos era el propio museo, con una “visita guiada” que de capricho inicial se había convertido en preliminar ineludible o sine qua non para su adecuado rendimiento. Y así iba, con su puntual conquista, haciéndole notar tal mirada lúbrica, tal seno turgente, tal insinuada o patente morbidez, para culminar, según la atmósfera de la noche, ante el “Nacimiento de Venus” de Botticelli o la del espejo de Velázquez, un desnudo del Modi o alguna tahitiada de Gauguin, ya en pleno esplendor laico y autónomo, pues nunca se hubiera atrevido a tocar estos cuadros. Sobra decir que, pese a sus goces, “Casanova” se sentía francamente humillado por la fijación estético-sacrílega de su aparato deseante.
Fiel a su seudónimo era también “El Rojo”, adorador de George Grosz y de Otto Dix, de los muralistas mexicanos y de algunas irreverencias dada y surrealistas. Su labor obedecía más bien a esta última línea: no había papa, cardenal o canónigo que, gracias a sus retoques, no adquiriera ominosos rasgos vampíricos o emblematizara el horror de la Iglesia toda, presagiando a Francis Bacon; no quedaba un burgués flamenco sin embrutecer, un mercader italiano sin su aire entre afeminado y feroz, un Lutero sin que hiciera pensar en un bull-dog a punto de morder; mientras los Cristos muequeaban con visajes delirantes, pervertidos a lo Clovis Trouille o esbozando carcajadas buñuelescas.
Sin embargo, otras tantas especializaciones eran absolutamente inocuas: amantes de las flores o de los pájaros, de las montañas, los puentecitos, los lagos, los caballos, las nubes, los crepúsculos, los espejos, las sombras o la luz, los guardianes respectivos se dedicaban a multiplicar y hermosear sus seres preferidos, respetando, en general, las debidas congruencias con los originales.
Dos casos muy peculiares cabría destacar: los de “Intertextual” y “Provinciano”. El primero se empeñaba, citando incluso a Borges, en los anacronismos deliberados y las falsas atribuciones que no eran, para él, sino intertextualidades apenas opacadas por la falta de lucidez de critica y público. Consideraba su obra mayor la transformación, tan sutil como decisiva, de la “Vista de una ciudad ideal” de Piero della Francesca en un cuadro de Chirico. Confesaba que la relación se le había impuesto como una súbita revelación, al descubrir aquellas frías, perfectas y desoladas perspectivas de calles, plazas, edificios y columnatas que, desde el siglo xv, anunciaban el peculiar surrealismo chiriquiano. No tuvo más que agregar -pero, ¡oh cuán lenta y cuidadosamente, a lo largo de varios años!- algunos de los accesorios que caracterizan al último: muñecas, triciclos, balones, maniquíes, depositándolos en alguna escalera, asomándolos por tal o cual ventana o puerta, medio disimulándolos bajo la sombra de un pórtico o exhibiéndolos atrevidamente en plena calle. Llegó a pensar, incluso, en entronizar una pera de boxeo sobre el pedestal vacío que ocupa casi el primer plano en della Francesa y en insinuar, al fondo, el penacho de humo de una locomotora, pero supo renunciar a tiempo.
En cuanto a “Provinciano”, era doblemente excepcional tanto por sus motivaciones como por la casi absoluta libertad con que trabajaba. Si una quincena de los cuentos no se preocupaba ni poco ni mucho por establecer las condiciones precisas de la tarea, señalando sólo que lo hacían a escondidas y de noche, con las necesarias (¿pero cuáles?) precauciones, el resto llegaba a fijar los horarios de operaciones tan delicadas, los cambios de turno, el número -y a veces hasta el carácter- de los demás vigilantes, sin olvidar el detenido estudio de las telas, las dificultades técnicas, los errores y borrones, las dudas y los riesgos… Ninguno de los cuentos, obviamente, daba el nombre del museo en cuestión ni de la ciudad en que estaba situado, lo que aumentaba el margen de credibilidad en lo que respecta a tener a mano cuadros que el lector mínimamente informado sabe que se encuentran en el Prado, la National Gallery, los Uffizi, el Louvre, Capodimonte, etcétera.
“Provinciano” definía su museo como particularmente pequeño y pobre: era el único guardián; lo abría y cerraba a voluntad, en ausencia de un director ad honorem que residía en la lejana capital. De ahí también lo escaso, heterogéneo e insípido de una colección muy poco visitada, compuesta de un puñado de puntas de. flechas, un par de cajas con las inevitables vasijas rotas, un sarcófago egipcio de embrollada datación, media docena de copias de discípulos de pequeños maestros holandeses y alemanes, un (dudosísimo) Chardin y varios retratos, bodegones y paisajes de aficionados locales. “Provinciano”, fundador y representante solitario de su propia dinastía, decidió actuar..
Tímidamente, al comienzo. Su primer Mondrian lo etiquetó como “atribuido a”, denigrante aclaración que desapareció antes de ser exhibido. Tres collages de Max Ernst (contribuciones, por cierto, nada despreciables a la serie de “Une semaine de bonté”) le otorgaron mayor seguridad. Siguió con un pequeño Picabia, un Matisse, un Kandinsky -que, al cabo, destruyó- y varios Klee, Miró y Dubuffet, estos últimos reelaboraciones suyas de los dibujos infantiles que le proporcionó un taller vacacional con que animó el museo durante un verano. El repetido recurso a un “donante anónimo” servía como coartada para justificar aquel repentino enriquecimiento de unas salas al fin llenas de público. Llevado por su rapto, inventó a un expresionista rumano (muerto en el exilio parisino y amigo de Cioran), un abstracto boliviano (también pianista, suicidado en Madrid) y toda una tribu pigmea que elaboraba miniaturas de tosco atractivo. Imprimió un lindo catálogo, pagado letra a letra con su magro sueldo.
Las mujeres merecen mención aparte. Separadas obligatoriamente de esa especie de sacerdocio viril, compartían el secreto y la pasión de los guardianes las narradoras que firmaban como “Madre”, “Testigo” y “La hija”; odiaban celosamente la dedicación nocturna de sus maridos “Su esposa” y “La esposa”; la ignoraba, pero con rabia semejante, sospechando de otras mujeres, “La novia”. Puede sorprender que no hubiera ninguna hermana afectivamente comprometida. Sin embargo, los cuentos que incluían la existencia de otros hijos, además del heredero del ministerio pictórico, y que no llegaban a la docena, no hacían de su exclusión materia de conflicto: o bien se les había ocultado exitosamente todo el asunto, aunque permanecieran al lado de sus padres, o habían sido enviados a internados y casas de familiares en otro país o ciudad, o bien -entre ellos, dos muchachas- acataban la transmisión del “don” en aras del amor filial, por mero desinterés o considerando incluso ridícula, peligrosa y hasta demencial tan peculiar tarea.
El caso de las tres primeras mujeres es el de una adhesión tan perfecta a los ideales de sus hombres que las llevaba a la muerte sin vacilación alguna. Pasivamente en lo que concernía a “Testigo”, para quien su deber era obedecer las decisiones del marido, comprendida la de arder juntos una noche ya próxima. Había, además, algo de sentimiento de culpa, al no lograr darle el hijo que continuara la misión. La “Madre”, en cambio, iba a asesinar precisamente al hijo, enloquecido, en nombre de la fidelidad a la dinastía: sus imprudencias y torpezas, que el llamaba “audacias”, habían aumentado a la par que el desarreglo mental; varias obras maestras ya estaban irreconocibles, otras avanzaban hacia su propia parodia en manos de quien se creía y afirmaba ser un nuevo Picasso. El fuego cerraría el ciclo glorioso, borraría de golpe su ignominiosa degeneración. En cuanto a “La hija”, éstas eran sus razones, al final del texto:
La desesperación de mi padre no admite ya consuelo alguno. Tampoco la mía. No he podido ser su hijo. No me ha dejado reemplazar a mi madre. Todo debe terminar. Va a terminar. Terminará. Esta noche.
Las dos esposas que no soportaban las regulares ausencias de sus maridos se sentían, más allá del hecho material, preteridas ante las telas que los absorbían. Una de ellas sufría adicionalmente al incorporarse su hijo a la labor, como si -decía- ambos se hubieran marchado a una guerra extraña y de antemano perdida. La otra tenia un incremento de amargura en la especialización de su esposo: bellísimas mujeres que, aunque pintadas o quizás precisamente por ello, se constituían en rivales inalcanzables y perfectas, ajenas a los estragos del tiempo, a las que su amado retocaba vestidos, joyas y fondos de los retratos. Ninguna de estas dos incendiarias sucumbía entre las llamas; la primera salvaba, además, al hijo; la segunda, al propio marido, aunque lo temiera, entonces sí, irrecuperable. Por su parte, “La novia” descubría su error demasiado tarde, cuando ya el museo ardía en torno al inocente y la apasionada: fallecían abrazados, abrasados.
Exceptuadas las cinco iconoclastas, un accidente (el protagonista muere, de todos modos, tratando de sacar sus obras predilectas) y un hijo obsesionado por su mediocridad pictórica, son los guardianes quienes encienden el fuego y, en la mayoría de los casos, desaparecen en él, inmolándose junto a los cuadros.
Las razones pueden agruparse en cuatro grandes renglones, dejando de lado motivaciones absolutamente individuales como la impotencia que acecha a “Casanova”: jubilaciones o despidos; pérdida de facultades en ojos y manos; carencia de un descendiente o imposibilidad y hasta rechazo de asumir tal destino; temor o efectiva convicción de haber sido descubiertos. A veces había más de una causa. Y ninguno de los protagonistas soportaba alejarse de su museo, dar por concluida la labor o resignarse a que no fuera continuada.
El jurado seguía perplejo. Y aterrorizado. Repartiéndose el inmenso campo de su búsqueda, sus miembros habían revisado las completas del obvio Borges, de Kafka, Oscar Wilde, Cortázar, Breton, Poe, Lovecraft, Virginia Woolf, casi todos los simbolistas franceses, el ciclo artúrico y un largo, tortuoso y ya delirante etcétera. Nada explicaban los retratos de Dorian Gray o Charles Dexter Ward, los eventuales artistas que aparecían aquí o allá, las incontables teorías, paradojas o fábulas. Tampoco hallaron mucho cuando la encuesta se hizo desordenada y espasmódica, ablandada por el alcohol o electrizada por la cocaína, y siempre tan oculta como la actividad de los propios guardianes. ¿Las “intervenciones” de Michaux o sus “dibujos comentados”? ¿La anécdota sobre el director del museo de Amberes, atrapado mientras retocaba un Rubens? ¿El mutilado de guerra de Joseph Roth, que sueña con alcanzar un puesto, tibio y tranquilo, de vigilante? ¿Aquel mediocre cuento policial en que varios autores, estafados por la misma muchacha de igual manera, escriben relatos casi idénticos? Juntándolo todo, combinándolo, articulándolo, leyéndolo retrospectivamente, agregándole mucho, ¡demasiado!, a lo más justificaban un plagio, pero no sesenta y dos…
Cuando uno de ellos llegó agitando, trémulo, La obra maestra desconocida, de Balzac, en que el genial pintor quema todas sus obras y muere, comprendieron al fin que ni siquiera localizando la hipotética fuente original, lograrían descifrar el enigma.
Habían descuidado sus clases, sus deberes conyugales, su paternidad; olvidado a amigos y amantes; incumplido conferencias y redacción de artículos. Sufrieron sanciones académicas, amenazas de divorcio, rupturas, la fuga de una hija con su novio, el ingreso de un hijo en una secta.
Para colmo, el plazo de entrega del veredicto se vencía. Desde luego, no habían más que hojeado los otros cuentos. Con una solemnidad que recordarían el resto de sus vidas, tras comprometerse (“jamás”, pronunciaron al unísono) a no volver a formar parte de jurado alguno, decidieron quemar los sesenta y dos malditos textos, incluyendo los sobres que identificaban ¿a qué, a quién, a quiénes?, y declarar desierto el premio.