Escribo hoy sobre lo que debí escribir ayer y ayer sobre lo que debí escribir el día anterior. Es una sucesión regresiva. El deseo de apretar entre los dedos todo lo que sea posible, asegurarlo entre las páginas de un cuaderno, antes de que se diluya bajo el flujo de las nuevas experiencias. La memoria es traicionera y prefiero confiarme en la fidelidad de lo que voy anotando sobre la marcha. Cómo me gustaría recordar con mayor exactitud lo que pasó hace treinta años, por ejemplo; quisiera que la memoria se desplegara a través de una serie de escenas con muchos detalles tangenciales, como si fuesen las escenas de una película, y que uno pudiera adelantar o retroceder según lo desee, confiando en lo que allí quedó grabado. Pienso también en las esferas llenas de recuerdos que vi en La historia sin fin. El problema es que parece que la memoria se mueve con voluntad propia y almacena o desecha a su conveniencia, sin consultarnos, sin preguntarnos si nos provoca conservar una imagen, un aroma, los contornos definidos de un rostro o las particularidades de un paisaje que quizás no volveremos a ver. Y ya después es muy tarde. Aunque a veces me sorprendo recordando cosas que creía olvidadas, pequeños fragmentos que ascienden a la superficie por una simple asociación de ideas, como superposiciones que se ajustan con diminutas variaciones de sitios o personajes. Es lo que me pasó la noche del 31 de diciembre, en la despedida del Año Viejo, y sobre lo que quise escribir ayer. Pensé en las similitudes con otra escena anterior, en otra noche similar, pero esta vez estuve más atento a las repeticiones, al desarrollo mismo de la repitencia, sorprendiéndome un poco por la manera en que todo se ajustaba sin dificultades, como un guante viejo que calza a la perfección todavía.
No quiero postergarlo más; tampoco quiero hacerlo. Es el momento de una inspiración profunda y subirse las mangas para ensuciarse las manos. Es una manera de decirlo. Me desagrada que el mes de enero vaya acelerándose y mi cuaderno parezca un simple balbuceo, un conjunto de fragmentos, un ramillete de fotografías hechas con palabras, y no siempre son las mejores palabras. Hay mucho que se escapa entre mis dedos. Es importante que aprenda a fijar la mirada y escoger lo relevante, lo que merezca ser conservado y almacenado dentro del diario. Me preocupan los pequeños fogonazos de luz, lo que parece escurrirse en la comisura de mis ojos; necesito la disciplina y la concentración para utilizar el poco talento que pudiera tener en escribir algunas páginas que valgan la pena. Quiero realizar una transición adecuada entre lo que pasó a finales del año pasado y lo que está desarrollándose a principios de este. Se supone que soy escritor, así que ya debería saber qué hacer y cómo hacerlo. Bajar la velocidad y frenar el vértigo, sujetar una escena y apreciar sus tonalidades, sus capas superpuestas, antes de pasar a la siguiente. Disminuir la velocidad, sí. Allí hay algo. Voy muy rápido. Vuelvo a sentir que se repite lo mismo que ocurrió en las páginas del primer cuaderno: tantos espacios en blanco, tantos saltos temporales, tantos vacíos en la historia, tantos silencios y preguntas sin respuestas. Treinta años atrás no sabía cómo lidiar con la vertiginosidad de todo lo que me abrumaba, pero hoy no puedo decir que carezco de las herramientas para enfrentarme a ello. Poner un pie. Fijar un pie en la tierra. Y avanzar con lentitud hasta colocar el siguiente pie. Una pisada a la vez. Eso es lo que tengo que hacer: concentrar mi atención en esa pisada y difuminar todo lo demás a mi alrededor.
Pero no se trata nada más de un asunto ambivalente y sentimental. Soy mucho más que eso. No soy solamente las atracciones que siento por algún hombre. Eso viene a ser más de lo mismo, la sustancia de la que estuvieron hechos casi todos mis cuadernos anteriores y mi sanación está vinculada con el rompimiento de los viejos ciclos y patrones de conducta que me han conducido hasta aquí. Ampliar la mirada, observar y captar los detalles pequeños que suelen pasar desapercibidos, concentrarme en narrar y describir mejor el tiempo y el espacio que me han tocado en gracia. Convertirme en un escritor de verdad. Colocar de una vez por todas la escritura por encima de todo lo demás. No se trata de intentar recuperar el tiempo que ya perdí, sino de utilizar con mayor sabiduría las horas que tengo por delante. Son frases sencillas que suelo repetirme para no olvidarlo. Así, estas líneas parecen innecesarias, fútiles, repetitivas, pero las escribo para mí, para no olvidar hacia dónde debo dirigir mi atención, para mantenerme alerta y atento a la facilidad de distraerme con unos simples mensajes de texto o una visita prolongada de alguien que, haga lo que yo haga, jamás se sentirá interesado en el plano sentimental. Me siento tonto forzándome a escribir todo esto, por mi edad, por la madurez que tengo, por el peso de las experiencias acumuladas en mi espalda; pero resulta evidente que soy un hombre en proceso de aprendizaje y aún tengo mucho que procesar y digerir sobre mi autoestima y mis inseguridades emocionales. Por eso es tan importante la insistencia, la perseverancia en estas líneas, porque mi tendencia a la dispersión hace que olvide con frecuencia cuál es la dirección en la que debería dirigirme. Poirot: orden y método. Disciplina. Recuerdo una frase de la película Rango: “Ningún hombre puede salirse de su propia historia”. Yo lo que necesito es aprender a sujetar mejor las riendas de mi relato, apropiarme de él, materializarlo sobre estas páginas.
¿Hay palabras que funcionan como claves? Es como un chispazo dentro de mi cabeza, un fogonazo de luz que se apaga tan pronto como aparece. Asociaciones de ideas. Líneas tangenciales. Sucede mientras estoy leyendo una reseña literaria sobre El fondo del puerto, de Joseph Mitchell. En medio de la reseña, leo: “Mitchell describe las zonas portuarias, el río Hudson, el East River, el mercado de pescado, las ya desaparecidas instalaciones dedicadas al cultivo de ostras, un viejo cementerio en Staten Island, barcazas, gabarras, barcas de pesca y personajes singulares como Sloppy Louie, el dueño de un restaurante”. Lo que trato de decir es que leer esas palabras: barcazas, gabarras, barcas de pesca, me hizo recordar las páginas del diario de Anaïs Nin donde ella escribe sobre su casa-bote en el Sena, sus vecinos, sus impresiones, sus pequeñas aventuras nocturnas. Un mundo aparte. Una vida diferente. Y la riqueza de lo que describe con atención a los detalles y a las situaciones. Es como si se atreviera a salir de su burbuja para buscar hechos y personajes con los cuales poblar su vida interior, sus cuadernos manuscritos. El diario era el depósito, la caja fuerte, la burbuja donde almacenaba lo que podía recolectar allá afuera. Y también un laboratorio en el que podía trabajar y experimentar con la sustancia de esas vivencias. La fermentación. La transformación. La materia prima. El punto de partida. Pienso en una mirada atenta, en los sentidos agudizados, en la idea de que todo puede convertirse en literatura si se tiene el talento y la predisposición para hacerlo. Saber usar los ojos para filtrar la realidad. Esto me entusiasma bastante.
Me refugié en la literatura. Fue como sentarme un rato y cerrar los ojos para regular la respiración agitada. Así se sintió. Bajar el volumen de mi desasosiego. Pensé que lo mejor para reencontrarme con la pasión de la escritura era volver al principio, cuando todo comenzó. ¿Por qué se inició el diario? Porque me había impresionado ver lo que Anaïs Nin hizo en sus libretas, en la película Henry & June, y yo quería hacer lo mismo, o algo parecido, aprovechando mi experiencia inicial con Johann. Un detonante. Un estímulo. Supuse que podía regresar al libro que conseguí en Bogotá: Posar desnuda en La Habana, de Wendy Guerra, y dejarme inspirar por esas páginas apócrifas. Casi de inmediato tropecé con un fragmento que parecía ser un espejo donde contemplar mi confusión: “…con la rapidez de un relámpago, el mundo me ofrece una nueva cara, y no puedo encontrar el más vago vestigio de lo viejo. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? ¿Qué significa esta nueva imagen, qué ha provocado que tan repentinamente caiga sobre mí?”. En el siguiente párrafo dice: “Puedo, con no poca dificultad, descifrar el significado del conjunto, de lo general, no de los detalles. Todo se torna magia, en letras resplandecientes: oportunidad”. Intento fluir con la corriente de las coincidencias, pero no alcanzo a ver hacia dónde me llevan estos fragmentos. Estoy cambiando, eso es innegable, y quizás mi incomodidad esté relacionada con el hecho de ajustarme a una nueva piel, un nuevo rostro, una nueva forma de ser y estar en el mundo. En el viaje a la playa, con mis amigas, me insolé demasiado y ahora estoy pagando el precio de haber permanecido tanto tiempo bajo el sol: mi rostro, mi espalda y mis brazos han comenzado a agrietarse y la piel quemada, muerta, se desprende en pequeños jirones, como una vívida alegoría de la metamorfosis que estoy sufriendo. Una transformación. Emerjo de mi propia piel muerta.
El diario debería ser como un río que fluye a través de distintos paisajes que alteran su cauce, con cataratas ocasionales, algunos rápidos, remolinos, pero la mayor parte del trayecto debería ser calmada y sin alteraciones significativas. Mientras avanzo con la relectura de Posar desnuda en La Habana, encuentro que Wendy Guerra se las ingenió para escribir una versión alternativa del diario de Anaïs Nin donde los hechos y reflexiones funcionan como diferentes terrazas cayendo una encima de la otra. Hay continuidad, fluidez, concordancia. Una magnífica cohesión entre sus partes. Me gustaría poder decir lo mismo sobre mi diario. ¿Hay continuidad? ¿Hay fluidez? ¿Hay concordancia? A veces me parece que mis cuadernos se asemejan al fondo de un cajón lleno de cosas sin usar, en completo desorden. Ha habido perseverancia, eso es cierto, lo pueden atestiguar las múltiples páginas escritas durante los últimos treinta años; pero ignoro si se trata de un material valioso más allá del uso íntimo que le doy y de la ayuda literaria que me presta escribir aquí con cierta regularidad. Sigo pensando en la palabra “fluidez”. Una palabra líquida. Una palabra maleable. Una palabra que pareciera estirarse sin romperse. Continuidad. Continuación. Segmentos. Vagones de un tren en movimiento. Se supone que yo sería la locomotora, pero ¿cuántos vagones habría detrás de mí? Mi diario pareciera tener más bien un tono fragmentario, telegráfico, episódico. Quizás por eso pensé en la palabra “segmentos”. Las partes sueltas de un rompecabezas. Es una idea recurrente: visto en retrospectiva, pude haberlo hecho mucho mejor si hubiera prestado más atención. He escrito con los ojos semicerrados, con torpeza, con flojera, sin poner en práctica todo lo que he aprendido. He fallado en apreciar las conexiones, los posibles significados, las inferencias, el lenguaje mudo del simbolismo. Mi río se ha estancado en una laguna que se ensancha sin correr a ninguna parte. Necesito romper las contenciones.
Qué hermoso es el proceso de transformación. Todo lo que fue ya no será. Todo lo que podrá ser aún no ha sucedido. El umbral. El espacio liminal. La bisagra. El punto de aparente ingravidez que me deja suspendido en el aire entre una posición y la siguiente. La curva ascendente y descendente de la trayectoria y mi posición en el medio de ella. Las posibilidades de ser muchos y de ser ninguno al mismo tiempo. Soy sin ser alguien en específico. Un proyecto. Una promesa. Una desviación en la ruta. Hoy me importa poco saber y entender cómo llegue aquí, quizás por eso sigo escribiendo; sino mantener los ojos abiertos y hacer una inspiración profunda y prolongada. Lo curioso es que mi piel se sigue cayendo, de verdad, en pequeños jirones. Piel muerta. Piel innecesaria. Piel transmutada. Piel que debo perder para dejar espacio a la nueva. También hay una vaga sensación de plenitud, de despojamiento, de liberación. Una página en blanco que no estaba planificada y que ofrece muchas alternativas diferentes. No recuerdo cuándo fue la última vez que pude sentir algo parecido, sin distracciones, sin inquietudes, sin el desasosiego asociado a un amor que podía convertirse en un callejón sin salida en cualquier momento. Estoy en el ojo del huracán. Cualquier ruta es propicia si me aleja del sedentarismo, del automatismo, de las respuestas predeterminadas que hay por encima y por debajo de mi neurosis. Qué estimulante resulta comenzar de nuevo. Construir poco a poco un nuevo yo sobre las ruinas de la personalidad anterior. Es un proceso muy estimulante.
Es quedarse mirando esas líneas, leyendo esas líneas, absorto, casi ausente de la misma lectura. Es como si se pudiera no leer mientras se hace la lectura, porque existe una disolución, un convertirse en una forma huidiza hacia el final de cada frase. Soy sin ser yo mismo. Pareciera un simple juego de palabras, una tontería, pero no lo es. Me gustaría creer que quizás, si lo hubiese podido hablar con ella, contárselo a ella, a Marguerite Duras, cabe la posibilidad de que alguien más entendiera mi desencajamiento, mi ausencia de mí mismo. Vuelvo a leer. Vuelvo a pensar que lo que esta mujer escribió tiene una facilidad increíble para convertirse en un espejo, un reflejo de lo que soy detrás de lo que creo no ser. Una visionaria. Una pitonisa. Una esfinge. Un oráculo. Alguien a quien consultar y recurrir en momentos de angustia y desasosiego. Una amiga literaria demasiado curtida por la vida y las experiencias y los desengaños como para edulcorar las respuestas que nos negamos a escuchar. Pero, qué digo. Lo más probable es que hubiera balbuceado alguna frase ininteligible, una sonrisa torpe y ya todo hubiese terminado, antes de que ella se alejara para ir a algún sitio desconocido. Eso sería todo. Nada más, como el título de ese librito. Es la creencia, la torpe certeza de que hay un hombre o una mujer allá afuera con la hermosa capacidad intelectual y emocional para entender lo que uno siente sin tener que decirlo en voz alta. Una conexión. Una comunión. Una complicidad que se sale de lo corriente. Pero Marguerite Duras, me parece, era una mujer de pocas amistades. Tengo la fuerte impresión de que prefería estar sola y yo la entiendo. Por eso disfruto tanto refugiándome en sus libros. Por eso a veces tengo la idea de que la conozco bien sólo leyéndola. Sospecho que no soy el único que se ha refugiado en esa tonta presunción. Pero no lo quiero decir en voz alta. Me lo callo. ¿A quién se lo voy a decir? Pero me cuesta deshacerme de la idea de que hubiésemos podido hablar, contárselo todo, vaciarme delante de ella, desnudarme sin levantar la mirada, y saber que, dijera lo que dijera, jamás iba a ser juzgado. Eso no existió ni existirá nunca. Por eso sigo regresando a sus libros, para pensar en voz alta, frente a ella.
¿Qué tan diferentes serían mis cuadernos si hubiese prestado más atención durante mis viajes con mis amigos? Incluso los más triviales, como los paseos de fin de semana al balneario para disfrutar del río. Hubo una época en la que viajé con bastante frecuencia, por todo el país. Porlamar. Barquisimeto. Caracas. El Callao. Puerto Ordaz. Coro. Adícora. Valencia. San Fernando de Apure. San Cristóbal. Valle de la Pascua. Puerto La Cruz. La bahía de Cata. Choroní. Isla Larga. Puerto Cabello. Y los viajes al extranjero: Miami, París, Barcelona, Bogotá. ¿Dónde quedó el pulso tomado a cada ciudad? ¿Sus aromas, sus calles, su gente, sus colores, sus sabores? Me avergüenza un poco reconocer que mis anotaciones han sido banales, tontas, insuficientes. Pude haber hecho tanto. Pienso en una de las salidas que hice durante el fin de semana, con Patricia y Pedro, mientras íbamos a una de las tantas fiestas a las que estábamos invitados y miré las luces nocturnas a través de la ventanilla de la camioneta. Las luces intermitentes de la ciudad. Las luces como un recordatorio de otras salidas pretéritas, otras fiestas, otras celebraciones, otros desplazamientos distintos. Un yo que no existe. Una mirada que se diluye con lentitud. Hay tanto que pudiera haber quedado fijo en el diario, lo sé ahora, pero no puedo remediarlo. Lo único que puedo hacer es utilizar esto como un nuevo aprendizaje, un empuje hacia delante, otro descubrimiento que me ayude a mejorar la escritura. ¿Cómo? La atención puesta en los detalles, en las aparentes nimiedades del camino, las pequeñeces a las que rara vez se presta una segunda mirada. La clave está en abrir bien los ojos y saber mirar. Agudizar los sentidos. Ser como un niño y abrirse a las sorpresas y a lo inesperado.
Mientras me ducho oigo a Shirley Bassey cantando el tema de la película Love Story. Conozco bien la letra de la canción y la tarareo hasta que la idea en el fondo de mi cabeza termina de formarse. Es lógico que piense en algo romántico, pero para eso debo remontarme a muchos años atrás. Me quedo inmóvil por un rato, asimilando la idea de lo que alguna vez sentí y preguntándome si volveré a sentir algo parecido en lo que me resta de vida. No es una idea agradable, pero tampoco me entristece. Me impresiona, eso sí, por lo que significa, por la forma en que parece alargarse dentro de un túnel muy angosto. Mi vida romántica. Las mariposas en el estómago. Los fuegos artificiales. Las cosquillas en la piel. Los estremecimientos que se suceden de manera involuntaria. El enamoramiento. La sensación de estar enamorado. Todo eso lo sentí en una época maravillosa llena de incertidumbre y regocijo pero, ¿y ahora? ¿Volveré a enamorarme de la misma forma? ¿Puedo creer que aún queda tiempo para un amor intenso y abrumador? ¿O tengo ya muy abiertos los ojos? No soy el mismo, por eso es difícil que pueda amar de la misma manera que antes. Pareciera que queda muy poco espacio para las sorpresas, para el asombro, para el éxtasis de las primeras veces. ¿Gasté ya mi cuota de primeras veces o quedan aún algunas cartas sin voltear encima de la mesa? Estoy confundido. Pienso que mucho de lo que sentí entonces estaba relacionado con la ingenuidad, con la inocencia, con la incertidumbre, con todo lo que no sabía, y hoy tengo los ojos demasiado abiertos. En esa época me dejaba engañar, convencer, apostando por un resultado favorable en la ruleta del amor. Ese hombre, ese apostador, ya no existe, hace mucho que se levantó de la mesa de juegos. ¿Qué es lo que queda? ¿A qué puedo aspirar en el presente? ¿De verdad existe un amor intenso y apasionado y sincero allá afuera? Todas las negativas recientes me obligan a creer lo contrario. También el peso de mi edad. Dicen que no hay nada más ridículo que un viejo enamorado. ¿Tengo fe? ¿Creo aún en el amor, a pesar de todas las pérdidas?
Un estado permanente de efervescencia, de asombro, de apetito: eso es a lo que aspiro, a lo que me gustaría llegar a tener. Un impulso constante. Una descarga eléctrica que se repite a sí misma cada cierto tiempo. Una mirada siempre atenta para los detalles. Un cambio regular en la perspectiva con que se aprecia el mundo y sus contornos. Una curiosidad insaciable, vertiginosa, burbujeante. Un compromiso consciente e inquebrantable con uno mismo. Y la literatura, siempre ella, por encima y por debajo de todo, empujando hacia delante. Seguir. Seguir. Seguir. Grandes aventuras y desplazamientos luego de los necesarios periodos de fermentación y cristalización que preceden a la obra escrita. Una montaña rusa con pocas paradas en el trayecto. Una vida quemada por las dos puntas. Una vida vivida al límite de sus fuerzas. Una vida que sea más grande que la vida misma. Una trascendencia. Marcel Proust: “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos”. ¿He abierto los míos? ¿Estoy listo para la próxima parte de mi viaje? ¿Puedo ver más allá de lo evidente, como la Espada del Augurio? Intranquilidad. Desasosiego. Impaciencia. Insatisfacción. Pero lejos de sentirme incómodo con estas sensaciones, ellas me permiten recordar que el momento del descanso, el paréntesis ansiado, ha terminado. Cosquillas en los pies y en la punta de los dedos de las manos. Urgencia de hacer algo, cualquier cosa, con tal de sentir que estoy en movimiento al fin, que me he puesto en marcha. Desatar los cabos que me sujetan al puerto y poner el rumbo hacia lo desconocido. Dejarme guiar por las intuiciones y las señales. Confiar en el destino. Poner mi fe en los nuevos dioses: Alberto Fuguet, Leila Guerriero, Juan Villoro.
Mi infancia, la escuela, el liceo; la primera vez que me sentí atraído por alguien, la preferencia por el silencio y el sosiego, la libertad de moverme a mi antojo dentro de mi mente, el primer libro que quise leer, los primeros relatos que inventé en una máquina de escribir… Tantas primeras veces… Hay mucho que nunca escribí en el diario: la primera vez que me masturbé, la primera vez que dormí en una hamaca, la primera vez que bailé solo o acompañado, la primera vez que vi una película completa, la primera vez que fui a una playa, la primera vez que viajé sin mis padres, la primera vez que reí hasta que se me saltaron las lágrimas, la primera vez que me hice una cicatriz, la primera vez que asistí a un funeral, la primera vez que me subí a un avión, la primera vez que alguien me besó en la boca, la primera vez que compré un libro sin que nadie me ayudara, la primera vez que completé un álbum de barajitas, la primera vez que alquilé una película para verla en el betamax, la primera vez que dormí con acondicionador de aire, la primera vez que manejé solo, la primera vez que fui a una biblioteca pública para investigar una tarea, la primera vez que lloré por un amor frustrado, la primera vez que me caí de una bicicleta o una patineta, la primera vez que comí chocolate, la primera vez que tuve una mascota, la primera vez que tuve que cambiar un caucho, la primera vez que fui a un río con mis amigos, la primera vez que trepé a un árbol, la primera vez que me bañé en una piscina, la primera vez que probé licor, la primera vez que vomité, la primera vez que me emborraché, la primera vez que atravesé la madrugada y vi un amanecer, la primera vez que compré un LP, la primera vez que grabé un cassette, la primera vez que me quedé en un hotel, la primera vez que me mojé en la lluvia, la primera vez que no dormí solo, la primera vez que hice un amigo en la escuela, la primera vez que hice un amigo en el liceo, la primera vez que hice un amigo en la universidad, la primera vez que fui solo al cine, la primera vez que fui a una fiesta con mis amigos, la primera vez que pinté un dibujo, la primera vez que me sentí solo, la primera vez que me enamoré, la primera vez que entendí que las primeras veces siempre se olvidan.
Georgia O’Keeffe. Robert Mapplethorpe. Henry Miller. Seres indivisibles de su obra, iconoclastas, carismáticos, singulares, a contracorriente, con un rumbo bien definido. Seres exigentes, heterodoxos, sin concesiones a la estupidez humana. Trabajadores incansables, artistas consagrados a seguir sus impulsos íntimos, inentendibles para los demás. Seres egoístas, transgresores, aventureros, rebeldes a ser colocados en posiciones acomodaticias. Pablo Picasso. Salvador Dalí. Dora Maar. André Breton. Henri Matisse. Man Ray. Jean Cocteau. Pier Paolo Pasolini. Leonora Carrington. Anaïs Nin. Seres inclasificables, claroscuros, talentosos. Seres multidimensionales, inspiradores, rupturistas. Frida Kahlo. Marguerite Duras. Hunter S. Thompson. Miles Davies. Seres atrevidos, primerizos, trazadores de rutas novedosas, intransitadas antes. Seres humanos con una misión particular, intransferible, impostergable. Seres luminosos, incombustibles, indescifrables. Seres que sobresalen en una multitud, aunque no se lo propongan. Seres admirables. Seres únicos. Seres inolvidables. Seres con los que me gustaría compartir una cena, una comida, una charla sin interrupciones. Seres inteligentes, interesantes, magnéticos. Jack Kerouac. Allen Ginsberg. Maria Callas. Remedios Varo. Seres enigmáticos, laberínticos, neuróticos. Seres que dejaron una huella indeleble. Seres caóticos, torrenciales, inabarcables en su profundidad, en su totalidad, en sus significados, sus matices.