🚴‍♀️EL HIJO DE MAGDALENA

Soy un hijo de puta. No lo digo como juicio de valor, aclaro. Tampoco lo digo con rubor, pena, rabia o resentimiento. Es un hecho; como si dijera que soy hijo de una doctora, o de un ama de casa. Es lo que me tocó, ni más ni menos.

Mi mamá trabajaba en un burdelito de Caracas, y sí, era una puta. En la época que nací, la gente no se cuidaba gran cosa; los preservativos eran opcionales y, por lo general, ignorados por mucha gente. Algunos, hasta para tratar con las putas. Y así fue que me concibió mi mamá. Un incidente laboral, digamos. Imposible determinar cuál de sus clientes se ganó la rifa de su barriga. Ha podido ser cualquiera de los 20 que en promedio la visitaban, a la semana. No es por nada, pero mi mamá era la puta más bonita, y la más simpática, de ese burdel. Aunque suene a cliché. Todo el mundo buscaba a Magdalena (que no era su nombre real, sino el que le daba a los clientes para proteger su identidad). Por lo menos así me decía Maruja, la matrona del sitio, que me cuidaba cuando mi mamá estaba ocupada en alguna pieza del negocio. Allí viví algunos años, en un cuartico que estaba al fondo.

No era el único hijo de puta que habitaba esa comunidad, por cierto. A pesar de que casi todas las muchachas que quedaban embarazadas se hacían abortos apenas se enteraban de su preñez, para no ver interrumpida su actividad durante los meses finales de la gestación, algunas decidían conservar a las criaturas. Así que mis primeros amigos no los hice en el kínder, sino en el burdel.

De mi primera infancia recuerdo, sobre todo, los olores. Una mezcla abigarrada de perfume barato, tabaco, sudor, desinfectante y secreciones genitales, que estaba siempre flotando en el ambiente.  También recuerdo el interior de esa construcción. El prostíbulo estaba en los altos de un edificio de un par de plantas, que en su nivel inferior albergaba una tienda de deportes dedicada casi exclusivamente a la cacería, y que proporcionaba además el nombre coloquial con el que se denominaba a ese antro. Una escalera de dos tramos, lóbrega e iluminada por luces de neón, conducía al vestíbulo en donde se recibía a los clientes urgidos de satisfacción instantánea; allí los esperaban la veintena de putas que, de manera flotante, componían la plantilla del negocio. Había pocas fijas; entre ellas, mi mamá, que había echado raíces, probablemente por mi causa, para darme algún tipo de estabilidad.

Nosotros, los niños, teníamos permitido el acceso a esos espacios únicamente en las mañanas, cuando no se atendía al público. Hasta las doce del mediodía, las escaleras eran nuestro patio de juego. A sabiendas  de que a partir de esa hora estaríamos confinados a nuestro insilio, nos correteábamos sin cesar, descargando las energías reprimidas que acumulábamos en las tardes y noches de encierro en nuestras minúsculas piezas, en las cuales nos instaban a guardar el más absoluto silencio, mientras escuchábamos la algarabía sórdida que se desarrollaba más allá de las paredes de cartón piedra, que nos separaban de los cuartos en donde fornicaban sin descanso nuestras madres con hombres de todo tipo; desde albañiles de la construcción hasta ejecutivos de corbata y flux. Era un espacio muy democrático, en ese sentido. Por las rendijas de las paredes mal ensambladas, podíamos entrever parte de la acción que ocurría en el área de recepción del burdel. Recuerdo tener sentimientos encontrados en esos momentos: ese ambiente ejercía una fuerte fascinación sobre mí, pero sabía que allí estaba mi mamá, y que en algún momento saldría tomada de la mano de un hombre cualquiera, hacia el pasillo en donde estaban las piezas, y eso me entristecía. 

Para mí no hubo colegio, en los primeros años; los hijos de puta como yo no la tenían fácil, a la hora de conseguir cupo en alguna escuela, casi todas regentadas por monjas o curas, que examinaban con sumo cuidado los antecedentes de los niños que solicitaban entrar. Así que los rudimentos de lectura y escritura los aprendí gracias a las mujeres que hacían vida en el burdel. Mis primeras lecturas no fueron las habituales para mi edad, sino las fotonovelas que consumían con pasión las colegas de mi madre, y las revistas con contenido sexual, como Luz.

Llegó un momento en el cual ya no era posible mantenerme recluido, así que, de común acuerdo entre mi madre y Maruja, asumí el rol no remunerado de mandadero. Tenía 6 años, y hasta ese momento mi mundo terminaba en la puerta de entrada al edificio. En muy contadas ocasiones, hasta ese momento, la había traspasado, y me intrigaba mucho lo que podía haber afuera. Maruja fue la que me hizo el tour por ese minúsculo territorio en el que desarrollaría mi primera actividad laboral. Me llevó al abasto, a la farmacia, a la carnicería, a la pescadería, al zapatero. Todos la conocían, y mantenían un trato cortés pero distante con ella. Me presentó con mi nombre de pila, y a cada uno de los encargados de esos negocios les dijo que yo sería en adelante el encargado de ciertas encomiendas.

Asumí esa repentina libertad como el mayor acontecimiento en mi incipiente vida, y en realidad lo era. Mis horizontes comenzaban a expandirse, y la Calle Real dejó de tener secretos. Me la podía recorrer de punta a punta, y ya me sabía de memoria la ubicación de todos los comercios, y saludaba con confianza de “habituee” a los dependientes. Me quedaba ensimismado frente a las vidrieras que tenían contenido capaz de llamarme la atención. Estaban las jugueterías que exhibían cajas de Mecano, Lego, pistas de carritos, en un conjunto desordenado que despertaba mis ingenuas fantasías. Ansiaba tener alguna de esas maravillas, pero sabía que estaban fuera de mi alcance.  Me conformaba con mirarlas, y jugar con ellas en mi mente. Otra vitrina me consumía gran parte del tiempo; se trataba de una tienda de novedades, que exhibía artículos fantásticos provenientes del norte de Europa. El objeto que más me llamaba la atención era una bicicleta estática, accionada por electricidad, montada por un maniquí que figuraba a una mujer rubia y sonriente, que ya acumulaba miles de kilómetros recorridos, sin moverse de sitio. Podía pasar cuartos de hora contemplándola, tal era la fascinación que me despertaba. Recuerdo que en Navidad la coronaron con un gorro rojo, que terminaba en una borla blanca.

Frente a ese comercio estaba un hospital para niños con problemas ortopédicos, que en diciembre montaba unos nacimientos muy famosos en esos tiempos. La gente acudía en masa para verlos, y de paso dejar algo de dinero en un recipiente dispuesto para recaudar donaciones. Entré una sola vez, y la visión de esos niños confinados en un gran cuarto, acostados en camas de gruesas barandas pintadas de aséptico blanco, me espantó al punto de rehuirle a esa edificación, ante  el terror de que pudiera algún día ocupar una de esas camas. 

Así pasé el sexto año de mi vida, con una libertad inusitada y que parecía eterna. Pero me equivocaba en mis apreciaciones; cuando estuve a punto de cumplir los siete, mi mamá me llamó al cuarto para comunicarme la noticia más devastadora que había recibido hasta ese momento. Ella había recurrido al cura párroco de la iglesia cercana, y, gracias a sus mediaciones, obtuvo un cupo para mí en un internado en Los Teques. Me lo dijo así, sin adornarlo mucho, sin darle largas al asunto. Como es comprensible, la novedad me sacudió. Nunca había pasado ni un solo día sin verla, y de pronto me enfrentaba a un panorama siniestro. Sentí incredulidad, rabia, miedo, todo en un mismo paquete.

Mi partida hacia aquel lugar había sido pautada para la semana siguiente, y ese tiempo fue utilizado por mi mamá para aleccionarme sobre cuál debería ser mi comportamiento en mi nuevo destino. No se anduvo por las ramas: me dejó bien claro que, por ningún motivo, debería mencionar mis orígenes, ni su profesión. Inventó lo que iría a ser mi “historia oficial”: era hijo de una familia que, por motivos laborales, tuvo que emigrar, y no podía llevarme consigo. Sin mucho aderezo, para que no fuera a contradecirme. Hasta ese momento solo intuía que había algo vergonzoso en lo que hacía mi madre, pero esa conversación con ella terminó por dejármelo muy claro. Era un hijo de puta, y, si se llegaba a saber, sería un estigma que me perseguiría toda mi vida.  Así, pues, comenzó mi etapa de simulación, de negación de mi incipiente pasado. Tuve que imaginarme cómo había sido mi pretendida vida anterior. No tenía referencia alguna por experiencia propia, así que me refugié en alguna de las historias que había leído en las revistas, y figuré a una pareja compuesta por un señor con alguna profesión que se ejerciera con traje y corbata, y una señora ocupada de los oficios del hogar. Y un apartamento con sala, cocina, baño y un cuarto propio. Hice todo lo posible por asimilar esa fabulación como si de mi propia vida se tratara.  

Cambié mi anterior prisión por otra, mucho más cruel y oprimente. Antes, por lo menos, tenía el consuelo de pasar algunas horas al día con mi madre. Pero en el internado no conocí nada que se le pareciera al afecto. Allí las cosas se revelaron duras, desde el principio. A la rígida disciplina formal impartida por los curas se le sobreponía el sistema de castas, informal pero no por ello menos eficaz, que se impone en las situaciones de reclusión y hacinamiento. Había dos maneras de sobrevivir en ese ambiente: o siendo sumiso, soportando las vejaciones diarias, o procurando ser miembro de la élite que dictaba la ley allí. Al principio, pensé en hacerme invisible y resignarme a la primera alternativa, pero pronto entendí que esa no era vida, para mí. Así que puse todo mi empeño en abrirme paso en aquella jungla, lo que significaba perder todo atisbo de humanidad y pisotear a los más débiles. Visto en perspectiva, fue una canallada, pero no había otra forma para no ser vejado de manera sistemática y constante.

Ser “el nuevo” siempre es una situación incómoda, cosa que pude constatar de primera mano al momento de mi llegada al internado. Luego de un penoso viaje en autobús, acompañado por el padre que había logrado conseguirme el cupo, llegué a un tétrico edificio, de apariencia antigua, severo y a la vez maltratado por el tiempo. Ya eran las últimas horas de la tarde, y la persona que me recibió, luego de una conversación a solas con el cura, me condujo a una de las habitaciones comunitarias. El corazón se me encogió al ver que una de mis peores pesadillas se había concretado: se trataba de un gran cuarto, con unas veinte camas, que me recordaron enseguida al horror del hospital cercano al prostíbulo. Me asignaron una de los camastros, seguramente el que estaba en peores condiciones y en la peor ubicación. Allí dejé mis escasas pertenencias (un par de mudas de ropa, y poco más) y luego me trasladaron al comedor. Sentí que todas las miradas se concentraban sobre mí: había llegado una nueva presa.

La pasé muy mal, la primeras semanas. Como de librito, fui maltratado por los más alevosos y salvajes de mis condiscípulos, los que llevaban más tiempo allí. Pero, eventualmente, se cansaron de fastidiarme, en parte porque nunca me quejaba, ni se me ocurrió acusarlos. Traté, más bien, de ganarme la buena voluntad de los que parecían ser los jefes, haciéndoles pequeños favores, compartiendo con ellos las golosinas que me hacía llegar mi mamá una vez al mes, y cosas por el estilo. Poco a poco fui ganándome su confianza, y ascendiendo en el tramado social de ese lugar.

Resultaron innecesarias las precauciones sobre no develar mis orígenes, pues, mal que bien, todos los muchachos que caían en ese internado tenían algo que ocultar, y no preguntaban mucho para evitar ser interrogados a su vez. En ese sentido no tuve problemas. Nadie hablaba de sus familias: ese tema estaba vedado de manera tácita. Supongo que habría de todo: bastardos, hijos no deseados, y, por seguro, algún otro hijo de puta como yo.

Los peores momentos en el internado, aunque parezca paradójico, eran los períodos de vacaciones. Casi todos los alumnos salían; solo algunos pocos nos quedábamos recluidos: los que no teníamos ningún lugar a donde llegar.  Los que no teníamos nada parecido a un hogar. Un burdel no puede considerarse como tal, claro está, y mi regreso a él estaba descartado. Fue en esos tiempos, cuando la vigilancia de los curas se relajaba, que adquirí los peores vicios, como remedio para la enorme soledad que me agobiaba: los juegos de azar, el tabaco, la bebida, el eventual porro. Drogas más duras, por fortuna, no llegaron a circular, o, por lo menos, no llegué a verlas. Aprendí a defenderme, y también a atacar. Me metí en más de un lío, lo que me causó severos castigos tanto físicos como psicológicos; pero había aprendido a refugiarme tras una coraza que no dejaba traslucir mis temores y frustraciones, lo que me permitió hacerme una fama de tipo rudo. La comunicación  con mi madre solamente se daba por vía epistolar, y en muy contados casos a través de llamadas telefónicas, siempre muy escuetas y por algún motivo práctico. No había vuelto a verla, desde que ingresé a ese recinto, que para mí era más parecido a una cárcel que a una escuela. Cárcel injusta, pues mi único delito, que yo supiese, era ser un hijo de puta.  

Los años fueron pasando; transité como pude la primaria, pasando con lo justo cada grado, y olvidando mi primera infancia. Me estaba volviendo un ser apático, sin ningún apego, pendiente tan solo de cuidarme, y aprovechar cualquier circunstancia que me permitiera algún beneficio. Trabé amistad con dos compañeros, Alirio y Tribilín  (cuyo nombre real era Serafín pero nadie lo utilizaba, salvo para molestarlo, pues lo detestaba), quienes, como yo, eran de los que no tenían adonde ir en las vacaciones; esa circunstancia hizo que congeniáramos y nos volviéramos inseparables. Al comenzar el bachillerato, tuve acceso a los talleres de carpintería y herrería del internado, y me fui formando de manera práctica en esos oficios. Aparte de los ejercicios que nos ponían los instructores, hacíamos proyectos particulares para fines inconfesables. Mis dos mejores amigos y yo nos fabricamos unos puñales con mango de madera torneada, y la hoja hecha con los trozos de metal que quedaban como desperdicio en la herrería, afilados con esmeril. Los llevábamos siempre encima, disimulados con el pantalón del uniforme, amarrados de la pantorrilla. Alguna vez salieron a relucir, como elemento de disuasión; que recuerde, nunca llegué a herir a nadie con el mío, salvo a unos conejos silvestres que correteaban por el monte cercano, que degollaba por el simple placer de comprobar su filo, pero la sola pertenencia era una especie de garantía. Nos pusieron un apodo: “los cuchilleros”, y nadie nos plantaba bronca. Ya para los años finales del bachillerato había adquirido competencias suficientes como para ser un obrero calificado en esas áreas, y, junto con algunos compañeros, comenzamos a hacer pequeños trabajos, por los que recibíamos compensación monetaria. Ya nos permitían abandonar el internado, siempre que respetásemos los horarios de salida y llegada, así que comenzamos a tener mayor roce social, a conocer el mundo exterior. Mis dos amigos aprovecharon para satisfacer sus instintos, acudiendo a una casa de citas, pero yo me negué. Al principio me vieron como si fuese un bicho raro, pero les inventé un cuento sobre las posibles enfermedades que podían pillar, y dejaron de insistir en que los acompañara. Solía matar el tiempo, mientras los esperaba, en un cine de barrio que pasaba las películas que ya habían salido de la cartelera de los más importantes, pero para quien no conocía mucho, eran suficiente entretenimiento.

Gracias a los encargos que recibíamos, cosas de poca monta pero frecuentes,  pronto tuvimos un pequeño capital, y comenzamos a hacer planes para cuando nos tocara abandonar para siempre el internado. Buscaríamos suerte en Caracas, en alguna de las construcciones que, según nos contaban, se estaban multiplicando hacia el este. Ya estaba a punto de cumplir los 18 años: había pasado 11, más de la mitad de mi vida, en ese lugar.

Cuando nos llegó el día, ya graduados de bachilleres, empacamos nuestras cosas y nos devolvimos a la capital en un autobús, que nos dejó en el centro. Lo primero que hicimos fue buscar una pensión que nos acogiera, cosa que no fue tan sencilla; tras mucho buscar, conseguimos un cuchitril por los bajos de la Lecuna, en donde nos ofrecieron un cuarto para los tres, con la condición de que pagáramos por adelantado una semana de renta. No nos molestaba tener que compartir el espacio, pues era lo que veníamos haciendo desde hacía más de una década, así que aceptamos enseguida. El cuarto era una pocilga, pero no estábamos en condiciones de ponernos muy exquisitos; más adelante, cuando lográramos establecernos, buscaríamos alguna opción más cómoda.

Era un sábado, y había que aprovecharlo; cuando terminamos de instalarnos, Tribilín propuso que fuéramos a dar una vuelta por Sabana Grande, para conocer de paso el Metro, que acababa de inaugurarse. Nos habían contado todo lo relevante que podíamos encontrar en esa zona, y mis amigos estaban impacientes por conocerla. Eso me puso alerta, pues suponía pasar cerca del lugar al que no quería volver a ver, y menos acompañado. Pero mis compañeros insistieron tanto, que no tuve más opción que acceder. Nos pusimos las pintas más modernas de nuestro modesto vestuario, que habíamos adquirido en una tienda de ropa en Los Teques, y salimos a reconocer la ciudad. Parecíamos salidos de una película de Travolta, con nuestros pantalones ceñidos y las camisa abiertas hasta la mitad del pecho. Entramos al subterráneo en la estación de La Hoyada. A pesar de lo corto del trayecto, me causó una gran impresión. Nunca había visto tal derroche de modernidad. Todo era nuevo y reluciente y limpio. En un santiamén, desembarcamos en Plaza Venezuela. Ya comenzaba a anochecer, y mis amigos tenían ganas de divertirse, así que hicimos un recorrido por todos los bares y tascas que se nos cruzaron por el camino. Lo primero fue comernos unas pizzas en un restaurant con mesas al aire libre, “La vesuviana”. Nunca antes había probado esa preparación, y me pareció lo más exquisito que había comido en mi vida. Me sentía como un rey, sentado y siendo atendido de manera tan solícita por un mesonero. Ya con algo en el estómago, estábamos listos para bebernos lo que se nos cruzara por delante. Ese año la antigua calle real se había convertido en bulevar, y lo recorrimos de punta a punta.

El deambular por la otrora Avenida Lincoln nos llevaba hacia el este, y nuestro estado alcohólico ya era evidente. No sé cuántas cervezas teníamos encima; por lo menos, una por cada local que se nos había atravesado. Habían pasado de largo las doce de la noche, y las calles ya estaban desiertas. ¡Cómo había cambiado todo, en esos once años! La calle de mis recuerdos estaba casi irreconocible. A pesar de que había sido adoquinada, y provista de mobiliario urbano, me pareció que no tenía el lustre de antes. Quedaban muy pocos de los negocios que conocía, y que despertaban mis ilusiones infantiles; los habían suplantado tiendas de menor calidad. Síntoma de que había cambiado el público que efectuaba sus compras en Sabana Grande.  

Poco a poco, nos acercábamos al final del paseo. Y pasó lo inevitable: vi a mi izquierda la mole del edifico en donde estuvo el hospital que tanto me asustó en la infancia, que se había convertido en un conjunto de comercios, y, a mi derecha, la vitrina, totalmente cubierta de polvo, detrás de la cual todavía estaba el maniquí sobre la bicicleta, ya detenido, como si fuese un cadáver insepulto. Pocos pasos nos separaban ya del burdel. Al llegar a la esquina, uno de mis amigos, no recuerdo si fue Alirio o Tribilín, dijo: “Mira, me dijeron que subiendo por esta calle está la mejor casa de putas de Sabana Grande, ¿nos vamos a pelar ese boche?” El otro respondió: “¡Ni de vaina, vamos p’allá!”. Yo, por supuesto, me negué, e inventé una excusa cualquiera con tal de no tener que volver a ver esas escaleras que tantos sentimientos encontrados me traían a la memoria. “Yo los espero por aquí cerca, no se preocupen por mí”. 

Para matar el tiempo, entré a otro bar, en donde me tomé unos tragos de ron. Con eso, terminaba de rematar una borrachera ya inocultable, tanto que el barman me aconsejó que lo dejara hasta allí, y me marchara. Habría pasado una hora larga desde que me separara de mis amigos. Para despejarme, fui hasta el puente que pasa sobre la quebrada, que en ese tiempo aún no había sido embaulada. Como era época de lluvia, tenía bastante caudal. Me acodé sobre la baranda del puentecito, haciendo caso omiso al hedor que desprendían las aguas negras que corrían por el cauce del arroyo, cuando vi que se me acercaba Tribilín.

“¿Qué tal, cómo te fue?”, pregunté, por no dejar. “No joda, fueses venido. Había de todo, desde carajitas hasta unas viejas. Yo me fui con una veterana, pero, ¡qué mujer! Me dijo que se llamaba Magdalena. Está bien estropeada, pero no sabes lo que es capaz de hacer con la bo…”.

No lo dejé terminar. Antes de que culminara la frase, como si una fuerza desconocida se hubiese apropiado de mí, le cercené la garganta con el puñal de fabricación propia, que siempre cargaba encima, y había sacado del bolsillo un poco antes, para defenderme de algún eventual malandro. Lo rematé de una puñalada en el pecho. Era la primera vez que lo usaba. Cargué el cuerpo de Tribilín, sacando fuerzas de donde no tenía, y lo lancé por encima de la baranda, hacia la quebrada. El cadáver apareció flotando en el río Guaire al día siguiente, cerca de Las Mercedes.

A la policía no le fue muy difícil dar con mi paradero. No se me ocurrió huir; me regresé a la pensión con Alirio, sin decirle nada, y al par de días fueron a buscarme. Hallaron mi puñal, y fue muy sencillo para los forenses determinar que esa había sido el arma homicida. No puse la menor resistencia, ni alegué algún motivo para ese acto, salvo mi estado de embriaguez. Me dieron veinte años, pero, por la buena conducta que mantuve en la cárcel, me rebajaron dos. La vida en la prisión no me pareció tan dura. Aproveché para leer mucho, y perfeccionar mis conocimientos en ebanistería. No me metí en más problemas. Aunque había unos hijos de puta mucho más hijos de puta que yo, tenía entrenamiento en eso de estar encerrado, y no caí en provocaciones. La única persona que me visitó durante mi reclusión fue Magdalena. Nunca le confesé el motivo por el que asesiné a Tribilín. Ella falleció a los pocos años, por complicaciones de una neumonía.

Más nunca pasé cerca del burdel; no tengo ya nada que buscar, por esos lados. Me cuentan que lo demolieron. Mejor así. La zona va a ser más decente, sin ese tipo de vecinos.

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