Capítulo I-El hallazgo
Esa mañana nadie pudo desayunar, leer el periódico o salir a pescar. Los acontecimientos de la noche anterior fueron demasiado estrepitosos para aquella pequeña y sosegada localidad costera, para nada acostumbrada a convivir con situaciones que se salieran de lo común. Y lo que pasó la noche en cuestión distó mucho de ser algo descrito como ‘fuera de lo común’: más bien se hubiese podido incluir dentro de la categoría de lo estrafalario.
La gente, de mutuo y tácito acuerdo, se dirigió en formación cerrada hacia el centro cívico, mejor conocido como la plaza del mercado, acicateada por los rumores que corrían desde el amanecer. Cada quien le daba a su vecino, aunque le hablara por primera vez en la vida, su particular versión sobre los hechos. Estas versiones diferían muy poco en los resultados pero sí en los motivos: cada persona amoldaba la motivación de los acontecimientos a sus propias e íntimas mitologías, y el subconsciente dejaba fluir sus más bajos instintos, dándole vida a sus propios monstruos.
La versión de don Calixto, el boticario:
“Ella estaba de acuerdo con el hombre, pero no por dinero, sino para vengarse de lo que le hicieron de jovencita, allá abajo en los muelles. ¿No ve usted que estaba siempre solitaria, y cuando alguien trataba de acercársele salía huyendo?”
En contraste con la señorita Márgara, maestra del pre-escolar:
“La obligaron. Ella estaba muy enamorada, y él se aprovechó de eso. Pobrecita…”
La dueña de la pensión, una vieja corrida en doce plazas, tenía una percepción menos romántica:
“Esa era una perdida. Yo sé de los abortos que se hizo, y con quién…” (En ese momento, dirigía una mirada inquisitiva a algún punto impreciso de la muchedumbre) “en fin, que todo fue por dinero. Cochino dinero.”.
Sin embargo, los hechos estaban claros, y a la vista de todos: El cadáver de Sebastián Morillo, el hombre más poderoso y adinerado del pueblo, desnudo y con sus partes nobles cercenadas, colgando de la rama más alta del cedro que presidía la plaza del mercado. Y a sus pies, con un puñal clavado en el medio del pecho y las partes faltantes del cadáver en la mano, el cuerpo exangüe de Filomena Indriago, mejor conocida como Menita, de profesión desconocida y célebre por mantener amores con el contrabandista Facundo López, a quien más de una persona del pueblo oyó jurar que algún día iba a matar al desgraciado de Morillo, en medio de una de sus habituales y descomunales borracheras.
Todo parecía apuntar hacia López, salvo por un detallazo: Facundo se había hecho a la mar la mañana del día anterior, frente a por lo menos una docena de testigos, y su velero no estaba en el muelle, signo evidente de que no había regresado aún.
Capítulo II-La autoridad se moviliza
Esa misma mañana, Roque Matute se despertó con una rara sensación estomacal, presagio de que algo había sucedido en el apagado pueblo. Sus tripas, al parecer, querían darle algún aviso. No fue capaz de ingerir alimento alguno, ni tan siquiera la tacita de café cerrero que acostumbraba. Terminó de acomodarse el cinturón del uniforme, y estaba poniéndose la cachucha, cuando entró en tromba el distinguido Fagúndez, quien con su habitual tartamudeo le espetó: “¡Cacaca…pitán, unas unas unas… esinato!”.
La noticia lo sacudió, por lo inusitada. En sus 20 años de servicio, destacado en esa aislada población marítima, no había tenido que lidiar más que con una que otra pelea de bar, algún raterito de escasa monta o con eventuales disputas domésticas, líos de faldas casi siempre. Pero homicidios, nunca. Por ello le soltó al gago Fagúndez un “¿Coño, que estás diciendo?” “Eee…eso mimimismo, cacaca…pitán, ¡mataron a Momomo…rillo! ¡Y también esta mumumuerta Mememe..nita!”
Eso terminó de desencajarlo. No una, sino dos muertes violentas. Él, a escasos dos meses de su jubilación. Y uno de los muertos no era otro que Morillo, lo que traería más complicaciones al caso, pues sin duda sus familiares y allegados presionarían para dar a como diera lugar con el asesino. “¿Será que me puedes dar más información sin volverme loco con tu gaguera?” En unos eternos cinco minutos Fagúndez lo puso al tanto de todo lo que se sabía sobre el caso, que no era mucho, a decir verdad, fuera del macabro hallazgo de los dos cuerpos.
Matute se dirigió a la plaza, para constatar por sí mismo la situación. A pie, pues su residencia estaba situada a escasos metros del centro cívico del pueblo. Llegó con dificultades, pues como temió desde el principio la multitud de curiosos seguía allí, y tuvo que hacer valer su autoridad para que lo dejaran pasar. “¡Espero que nadie haya tocado nada!” gritó con una voz que no empleaba sino cuando era necesario llamar la atención. Grito estéril, por otra parte, pues ya alguien se había encargado de bajar al cadáver de Morillo hasta el piso y había improvisado una ceremonia fúnebre alrededor. “¿Quién hizo esto? Dios mío, pero a quien se le ocurre…” “¡A mí, por supuesto! “ la altiva voz de doña Perpetua de Morillo se escuchó. “¡No pensaría que iba a dejar el cuerpo de Sebastián allá arriba para que se lo comieran los zamuros!” “Pero doña Perpetua, hay procedimientos que seguir…” empezó a explicar Matute, pero en vano, pues fue interrumpido de inmediato: “Que procedimientos ni que procedimientos, el cuerpo de mi marido es mío. Por lo menos ahora. ¡Usted lo que tiene que hacer es encontrar al asesino para que lo podamos colgar aquí mismo!. ¡Y sabe muy bien a quien buscar!”.
Matute no se atrevió a aclarar que la pena de muerte había sido abolida unos 100 años atrás, y no le replicó nada a la viuda. Se acercó a los dos cadáveres, y en ese momento observó algo sobrecogedor.
Capítulo III-A muchas millas (náuticas) de distancia
Mientras se desarrollaban los acontecimientos concernientes al descubrimiento de los dos cadáveres en el pueblo, a bordo del velero de Facundo López, el “Ventisquero”, se vivía una situación conflictiva. Al parecer, había desaparecido parte de la mercancía que transportaban. Y no era mengua de poca monta: faltaban 15 Kgs. de oro puro. López, quien era algo temperamental, tenía acorralado al resto de la tripulación (a saber, Eustaquio Gómez el timonel, Antonio Garrido el cocinero y Alan Sánchez el caletero) en la popa del barco, amenazándolos con un machete: “Miren, cuerda de cabrones: si no aparece el oro en cinco, les voy a cortar la cabeza . ¡Y ustedes saben que no me ando con pendejadas!”.
Los tres hombres se arrinconaron, mientras juraban a voz en cuello que ninguno había agarrado nada. Facundo dijo “¡Ya van cuatro, les queda uno para confesar!”, pero cuando estaba a punto de transcurrir el minuto fatídico, se escuchó una voz en la radio del velero: “Atención Ventisquero, atención Ventisquero, responda. ¡Es urgente!”. No cupo duda sobre la importancia del llamado, pues López espetó un “¡Se me quedan quietos, carajo!” y corrió al aparato de radio que estaba dentro de la cabina de la embarcación. “Áquí Ventisquero, comunique la novedad”.
Lo que Facundo escuchó a continuación fue la peor noticia que hubieran podido darle. Sintió que la sangre se le agolpaba en la cara, y que las piernas le fallaban. Una enorme sensación de ira lo iba invadiendo. Dejó caer el micrófono, y se dirigió a la cubierta, para gritarle a su tripulación: “Nos volvemos a tierra enseguida. ¡Prepárense, que va a correr sangre!”. Los tres hombres no se atrevieron a contestar nada: por el momento se habían salvado del problema de la desaparición del oro, y conservaban la cabeza en su lugar. En unas 5 horas estarían atracando en el pueblo, y sabrían con mayor certeza lo que les tenía preparado el destino.
Facundo, por su parte, no pronunció palabra alguna. Se instaló en la proa, provisto de sus largavistas, y se dispuso a aguardar el momento de la venganza.
Capítulo IV-La nota
Las palabras altivas de Doña Perpetua todavía resonaban, haciendo eco contra las vetustas edificaciones que rodeaban la plaza, cuando Matute, al hacer el reconocimiento al cadáver de Filomena, observó con horror que su cuerpo presentaba una herida hecha a cuchillo, debajo del traje que la cubría. Pero no era una herida normal: el asesino había dejado una nota grabada sobre el vientre de Menita. El mensaje era bastante críptico, pero estaba muy bien trazado, como si al macabro autor no le hubiera temblado el pulso.
“Estamos ante un sicópata como los que se ven en las películas. ¡Qué vaina!” pensó el veterano policía. “Espero que más nadie haya visto lo que vi yo, de lo contrario se va a armar un revuelo aún mayor”. “Fagúndez, ¿qué pasa con la camioneta?” inquirió con impaciencia Matute. “Hohoho…hoy es sásá…sabado, cacaca…pitán…” “¿Y que tengo yo que ver con eso?””nanana…da, que el sábado la uuusan papara irse de cacaaaa..cacería”.”Bueno, pues ni modo. Tendremos que llevar los cuerpos nosotros, con nuestros propios medios. Corre a buscar la camilla en la medicatura.” “Pepepe…pero…” “¡Otro pero y te meto un arresto por un mes, para que vayas aprendiendo a respetar a la autoridad!”.
Bajo esa amenaza, Fagúndez salió presuroso, regresando a los 5 minutos con una camillita bastante destartalada. Entre los dos subieron a la misma el cadáver de la infortunada dama, y se dirigieron hacia la casa en donde funcionaba la medicatura, que a la vez servía como morgue, en las muy escasas ocasiones en que hubo necesidad de una.
Allí los estaba esperando Don Servando Moncada, el galeno del pueblo. Se le notaba muy conmovido; no era de extrañar, ya que (como a la mayoría de los habitantes jóvenes del pueblo) había traído al mundo a Filomena, y ahora le tocaba efectuarle la autopsia. Matute lo saludó con un escueto “Buenos días, Don Servando”, y a continuación le preguntó en donde podían depositar el cuerpo. Moncada lo escoltó hacia la sala en donde se efectuaban las operaciones, y le dijo: “De ahora en adelante, el cuerpo es mío. No puedo permitir intromisiones.” “Por mí, mejor. Ya con lo que vi tengo suficiente. Va a encontrar algo bastante perturbador cuando le quite el vestido, es mejor que esté preparado”.
Aunque Don Servando era un médico avezado, quien había asistido a numerosas situaciones complicadas y sangrientas, no pudo evitar un estremecimiento cuando, al despojar del vestido al cadáver, pudo leer en el bajo vientre de Menita lo siguiente: “Fuiste la última, pero la primera”.
Capítulo V-Revelaciones
El doctor Moncada realizó la autopsia de rigor a ambos cadáveres. Redactó el informe forense y expidió la autorización para que los respectivos deudos dispusieran de los cuerpos. En el caso de Morillo, se efectuarían unas pomposas ceremonias, acordes al estatus social de esa familia; para la pobre muchacha, en cambio, no se vislumbraba nada. Era hija natural y única, y su madre había fallecido hace algunos años. El médico pensó en lo injusto de la situación, mientras telefoneaba al capitán de policía para darle ciertas informaciones que podrían ayudar a esclarecer los asesinatos.
“¿Matute? ¿Eres tú?” “Para servirle, Don Servando. Usted dirá.” “Necesito hablar contigo sobre el caso, ¿podrás acercarte?” “Como no, ¿en una hora le sirve? Es que estoy terminando de almorzar, y si no hago algo de siesta voy a resentirlo toda la tarde.” “Está bien, en una hora entonces.”
Puntual acudió Matute a la cita en la medicatura. El doctor lo recibió con cordialidad, pues los unía una amistad no muy cercana pero de mutuo respeto. “¿Te puedo ofrecer algo, Roque?” “¿No sé, que tiene por allí?” “Tú sabes que bebidas alcohólicas no suelo comprar, pero da la casualidad que un paciente me pagó en especies, con una botella de escocés mayor de edad. Creo que, si gustas, es un buen momento para abrirla, claro que no para celebrar nada sino para asimilar lo que voy a decirte.” “Caramba, Don Servando, me empieza a alarmar. Creo que le voy a aceptar el ofecimiento.”
El doctor Moncada abandonó el lugar por unos breves momentos, al cabo de los cuales regresó con una bandeja en la que venía la botella, dos vasos cortos y una pequeña hielera. Sirvió los dos tragos, y le extendió uno de ellos a Matute. Tomó el suyo, lo chocó contra el de su compañero emitiendo un sonoro “¡Salud!” y sin más preámbulos comenzó su relato:
“La autopsia en sí no arrojó ningún detalle relevante: Filomena murió a consecuencias de la puñalada, que se dirigió al mero centro del corazón, lo que hace pensar que el asesino conoce de anatomía. Su muerte fue prácticamente inmediata. La macabra nota fue realizada con un instrumento punzocortante fino, tal vez un bisturí o una navaja de barbero; otra vez se evidenció que el autor del hecho lo supo manejar con mucha destreza. Fue realizada después de la muerte de Filomena, por cierto. No hubo muestras de ataque sexual ni de otro tipo, por lo que no tenemos pruebas biológicas para encontrar al asesino.”
“¿Y qué me puede decir de Morillo?”
“Morillo falleció desangrado, como consecuencia de la castración de la que fue objeto. Estoy esperando los análisis de sangre, porque sospecho que fue dopado de alguna manera.”
“Bueno, no se puede decir que no se lo mereciera, era un gran hijo de puta. Pero hasta ahora no me ha dicho nada que me parezca impactante.”
“Es que lo estaba dejando para el final: Filomena era hija de Morillo.”
Capítulo VI-Moncada se explica
La revelación dejó a Matute mudo por unos minutos, los suficientes para poner en orden sus ideas y calibrar la magnitud y el alcance de la noticia sobre el esclarecimiento del caso. Apuró su bebida de un solo trago, y respondió:
“Esto no es bueno, Don Servando. No es bueno para nada. ¿Cómo lo supo?”
“En realidad lo sabía desde hace muchos años; me lo contó la madre de Filomena poco después de dar a luz. En ese tiempo Morillo todavía no había hecho la descomunal fortuna que logró acumular en adelante, y al parecer estaba enamorado de Clarita Indriago. Mantuvieron amores de manera secreta, ya que la familia de Morillo se había palabreado con la de Doña Perpetua para que los respectivos hijos se casaran. Cuando Clarita quedó en estado, Morillo y Perpetua contrajeron nupcias y estuvieron en el exterior unos cuatro años. La pobre mujer acudió a mí porque no tenía a más nadie a quien solicitarle ayuda. Yo la auxilié en lo que pude; cuando regresó Morillo lo encaré y confesó lo de los amores, pero no quiso asumir su responsabilidad ya que, según él, no le constaba que la hija fuera suya. Ante esa canallada, Clarita decidió seguir criando sola a su hija, con su trabajo de costurera. Ganó cierta fama, pues era muy buena en su trabajo, y más de una vez Doña Perpetua requirió sus servicios, pero ella nunca aceptó esos encargos.”
“¿Y usted está seguro de eso, es decir, no le cabe la menor duda de que Filomena fue en vida la hija de Morillo?”
“Bueno, seguro con pruebas científicas en la mano no, pero creo en la sinceridad y la honestidad de Clarita. De paso, no se le conoció ningún amorío posterior al nacimiento de su hija. Siempre se pueden hacer pruebas de ADN, pero no creo que la familia de Morillo lo permita, y del lado de Menita no queda nadie interesado en ello.”
“Entonces por el momento vamos a mantener oculta esta información, ¿le parece, Don Servando?”
“Si, creo que ventilar esto no va a traer ningún beneficio, pero pienso que era necesario que tú lo supieras.”
“Por supuesto. Pero hay algo que no entiendo: ¿Cual es la relación entre ambos asesinatos? Creo que alguien más estaba enterado del asunto, ya que de otro modo las piezas no encajan.”
“Es cierto, pero ese es tu trabajo. Y te aconsejo que te apures en resolver el caso, porque se te va a venir el mundo encima.”
“Bueno, Don Servando. A menos que tenga algo más que contarme, creo que es mejor que me marche a recabar más información. Le confieso que ahora mismo no sé por dónde empezar. Gracias por el whisky, está excelente.”
“Por nada, Matute. Si puedo ayudarte en algo, sabes dónde encontrarme.”
Matute salió del lugar, cavilando sobre su mala suerte; pero no tuvo mucho tiempo para ello, ya que un escándalo en los muelles lo hizo correr hacia allá.
Capítulo VII-El retorno de Facundo
Un enorme alboroto se estaba generando en el puerto: gritos, golpes, algunos disparos aislados – o tal vez fuegos artificiales – se escuchaban retumbar por todo el pueblo. No era como las otras veces en que regresaba Facundo López de sus correrías marítimas, sin embargo. En esas oportunidades el alboroto era de alegría y regocijo. Hoy, era alboroto de ira y sed de venganza lo que se olía en el ambiente.
Roque Matute hizo de tripas corazón. No le hubiera gustado por nada del mundo ejercer alguna acción en contra de Facundo, pero dado el estado actual de cosas debía impedir que se produjera un soliviantamiento en el pueblo. Pasó corriendo por la jefatura, en donde tomó su pistola de reglamento y se la puso, bien visible, en el cinturón. “¿Fagúndez, donde coño estás metido?” “¡E…en el bababaño!” “¡Apúrate y busca tu arma. Vamos a arrestar a alguien.” “¿A…a…arrestar?” Preguntó el gago, tan poco estaba acostumbrado a eso. “Si, a López. Y no me repliques.”
La cara de Fagúndez era todo un poema. Hubiera preferido arrestar al cura del pueblo, o al propio jefe civil, antes que a Facundo. Sin embargo, no se atrevió a poner objeciones; conocía demasiado bien a su jefe y sabía que hubiera sido inútil.
Ambos hombres se dirigieron, a toda prisa y con decisión, hacia los muelles. Cuando llegaron al sitio, se consiguieron con una escena por lo menos curiosa: el velero de López estaba festoneado con tiras de seda negra entre los mástiles; la tripulación se encontraba encendiendo cirios por toda la cubierta, profiriendo gritos de furia y soltando disparos al aire. Y en medio de la escena, vestido de riguroso negro, con una pistola en cada mano, estaba Facundo.
“¡Facundo López, estás bajo arresto!” Gritó desde el muelle Matute.
“¿Por cuales cargos, Roque?”
“Alteración del orden público.”
Facundo soltó una sonora carcajada, y dijo: “Ven a buscarme, pues.”
A seguida de las palabras de Facundo, los tres miembros de la tripulación se pusieron al lado de su jefe, con las armas en ristre. Matute no se amilanó: empuñó su arma y apuntó a López, diciendo: “Yo me jubilo en dos meses, y no me importa un carajo irme del cargo con unas muertes a cuestas. Tú dirás si lo hacemos por las buenas o por las malas.”
En el fondo Facundo apreciaba a Matute, y trató de negociar: “Roque, estás muy viejo para la gracia. Tu sabes que no tengo nada que perder tampoco, y lo que me hicieron no son conchas de ajo. Tengo que vengarme.”
“¿Vengarte de quien? ¿Acaso sabes quien fue? Déjame decirte que no tienes la menor idea. Acompáñame por las buenas y vamos a hablar en un sitio más privado.”
No había terminado de pronunciar las palabras, cuando sonó un disparo detrás de él y López se desplomó, herido en el pecho.
Capítulo VIII-Un trance de muerte
“¿Que cará…?” exclamó Matute. “¿Fagúndez, fuiste tú quien disparó?”. Pero no fue necesaria la respuesta: al voltearse pudo divisar a una persona envuelta en una capa escapando del sitio, atropellando a su paso a quienes estorbaban su camino. ¿Tal vez un sicario enviado por la familia Morillo? “Fagúndez, persigue a ese cabrón. ¡Y ustedes, rápido, bajen a Facundo del barco! Hay que llevarlo enseguida a la medicatura.” Los tres ayudantes de López se ocuparon de bajarlo a tierra, y con una improvisada camilla que armaron con unos palos y unas velas viejas lo trasladaron al centro de salud.
“Esto se pone cada vez peor, si se llega a morir Facundo este pueblo va a incendiarse.” Éste, y otros pensamientos por el estilo, plenaban la cabeza de Matute mientras corría a la medicatura, para avisarle el hecho al Dr. Moncada. Pero no fue necesario: el habitual corrillo de curiosos se había formado de inmediato, a la espera de la llegada de López. Cuando llegó la camilla, la muchedumbre se partió en dos, para permitir el ingreso de la misma. Don Servando guió a los camilleros hacia el pabellón, y una vez instalado Facundo sobre el mesón de operaciones, los mandó a salir, pero con la advertencia de que no se fueran lejos, pues todo indicaba que sería necesaria una transfusión.
Mientras tanto, a las afueras del lugar la gente empezaba a rumiar una ira sorda. Facundo López, a pesar de su fama, era una persona muy estimada en ciertos círculos de la población, en particular entre los menos afortunados, con quienes muchas veces compartió sus ganancias. Poco a poco se fue aglutinando una fuerza que empezaba a pedir justicia, y venganza.
El Doctor Moncada salió varias veces del pabellón, solicitando sangre. Por fortuna, Facundo era receptor universal, por lo que no fue necesario hacer pruebas. Voluntarios no faltaron; puede decirse que por las venas de López circuló la sangre todo el pueblo.
Mientras tanto, Matute y Fagúndez se encontraban haciendo pesquisas para dar con el sicario. Interrogaron a todos los que estuvieron en el sitio, pero ninguno pudo dar alguna información útil, más allá de que el hombre abordó una potente motocicleta y salió por el camino principal del pueblo, rumbo a las montañas. Por supuesto, nadie supo dar alguna seña del individuo, dado que llevaba un pasamontaña que le tapaba la cara, y estaba envuelto en una capa que no permitía adivinar su contextura. Total, que nada que hacer. Regresaron a la medicatura para tener noticias sobre el herido, justo cuando Don Servando salía del pabellón, con cara de pocos amigos.
Capítulo IX-Conversaciones en la iglesia
Matute sabía que para continuar las pesquisas pertinentes al caso de los asesinatos le tocaba hacer una visita crucial, pero al mismo tiempo la estaba evitando como si fuera una sesión con el dentista. Debía entrevistarse con el Padre Cirilo, el cura del pueblo. Y el tío de su ex-mujer, para más señas. Desde el momento en que se divorció de su esposa, el párroco le tomó una enorme antipatía a Matute, y no lo excomulgó porque no consiguió un argumento suficiente para hacerlo; aunque en la práctica lo logró, ya que Matute no había vuelto a poner pie en la iglesia. Hasta ese día, cuando, sacando fortalezas de su debilidad, se acercó al templo.
“Ah, sabría que vendrías. Aunque le pedí a Dios con todas mis fuerzas que me permitiera evitar tu presencia a como diera lugar, algo tengo que expiar en esta vida, porque estás frente a mí.” El Padre Cirilo, un hombre de edad avanzada pero fuerte como un roble, soltó ese parlamento de pie, con los brazos cruzados y la mirada desafiante.
“Buenos días, Padre Cirilo. No le pido la bendición porque sé que le va a dar acidez tener que hacerlo.” Replicó con sorna Matute. Sin embargo a continuación trató de suavizar las cosas: “Padre, sé muy bien lo penoso que es para usted tener que conversar conmigo, pero trate de verme no como el ex-marido de su sobrina, sino como lo que soy, un policía buscando encontrar a un asesino antes de que vuelva a actuar.”
“¿Por qué dices eso?” preguntó alarmado el cura.
“Lo que le voy a decir forma parte del secreto sumarial, que es equivalente al secreto de confesión; no hace falta que le pida discreción, supongo.”
“Por supuesto, los curas estamos acostumbrados a guardar secretos. ¡Pero dime de una buena vez lo que sucede! “
“El asesino, dejó, digamos, una nota. Que nos hace presumir que puede actuar otra vez.”
“¿Un asesino en serie? ¿En este pueblo? ¡Válgame Dios!”
“Pues es así, por lo que es de vital importancia que me de todos los datos que pueda. Tengo cierta información sobre el padre de Filomena. Supongo que usted también la posee.”
“Sé lo que buscas, pero de antemano te digo que los secretos de confesión son indivulgables”.
“No voy a incitarlo a que viole el secreto. No hace falta que mencione lo que confesó Clarita, porque ya sabemos de quien era hija Filomena. Pero sí es necesario determinar quién más estaba al tanto de eso.”
“¿Y cómo voy a saber eso yo?”
“Piense, Padre, piense. Por ejemplo, los monaguillos. ¿Se acuerda usted quienes eran los muchachos que tenía aquí en la época en que escuchó la confesión de Clarita?”
“De memoria no, tendría que buscar en los registros de la iglesia.”
“¿Y más o menos para cuando me pudiera tener esa información? No quisiera presionarlo, pero el tiempo corre en nuestra contra.”
“Vuelve en media hora.”
“Otra cosa: ¿además de los monaguillos, quienes más pudieran haber estado en la iglesia en ese tiempo?”
“Creo que más nadie. No, espera: la muchacha que me ayudaba con la limpieza. Ahora mismo no me acuerdo como se llamaba, pero puedo averiguarlo.”
“Se lo agradezco mucho.”
“Por cierto, Matute… dime: ¿Desde cuándo no hablas con tu hija?”
Capítulo X-Recuerdos dolorosos
La pregunta del Padre Cirilo penetró como una puñalada en la mente de Matute. Lo miró con desconcierto, no pudiendo creer que el cura hubiera tenido la osadía de averiguar algo tan íntimo y tan hiriente para él, máxime conociendo los detalles de su historia familiar. No le dijo nada, y abandonó la iglesia a largos trancos. Anduvo vagando como borracho por un rato, hasta que se topó con el parquecito del pueblo (al cual tantas veces había llevado a Maritzita cuando niña) y se sentó a cavilar un rato. Y a recordar.
Formaban una pequeña y feliz familia, los Matute. Se había casado con Maritza Isabel cuando ambos tenían ventitantos años, y estaban enamorados a morir. Por supuesto, los casó el Padre Cirilo, quien estaba muy orgulloso de haber podido celebrar esa ceremonia, dado que Maritza era su única sobrina, hija de su hermana. Al cabo de un par de años, concibieron a una niña a la que pusieron por nombre Maritza, pero siempre llamaron Maritzita para diferenciarla de la madre. En esos tiempos Matute era apenas un policía de punto en el pueblo, por lo que su tren de vida no podía sino ser modesto: una pequeña pieza en casa de unos familiares lejanos de Matute, con derecho a cocina y baño constituía su residencia. Roque sin embargo era muy trabajador y diligente, por lo que fue escalando posiciones poco a poco dentro de la jerarquía policial de la pequeña localidad. Pudieron mudarse a una casita propia, muy humilde pero suya, al fin.
Sin embargo, junto con las primeras bonanzas económicas, comenzaron también las primeras fisuras en el matrimonio: Matute, cada vez más absorto en el trabajo, empezó a descuidar a su familia, y pasaba muy poco tiempo con sus dos mujeres, llegando al extremo de faltar durante varios días a su casa. Comenzó a tomar, además, para aliviar la presión del trabajo, y esa fue su perdición: un fatídico día, llegando a su casa después de una parada en el bar, vio salir de su casa a un vecino. En un rapto de celosa locura entró corriendo a la casa, y sin mediar palabra atacó a Maritza, propinándole algunos golpes. Su hija, que en ese momento andaba por los doce años, vio toda la escena, tratando sin éxito de evitar la golpiza que su padre le estaba dando a su madre. Cuando por fin Matute se calmó, la mujer pronunció las últimas palabras que le dirigiría en persona: “Eres un animal. Andrés estaba aquí porque Maritzita tiene fiebre, y le trajo un remedio. Te llamé miles de veces al trabajo, pero nunca contestaste. Te me vas enseguida de la casa: no quiero verte más nunca.”
Matute comprendió que esta vez había ido demasiado lejos, y rogó y suplicó perdón, sabiendo de antemano que por el carácter y determinación de su mujer sería inútil. Por fin,desistió de su intento y abandonó el hogar, mudándose a un cuarto en la comandancia de policía. Ni su hija ni su mujer lo pudieron perdonar; a partir de ese momento vivió solo, y perdió el contacto con los únicos seres que en verdad le importaban en la vida. Ocho años habían pasado desde ese fatídico día.
Capítulo XI-La carpintería abandonada
Al recuperar la compostura, Matute abandonó el parque para dirigirse a la comandancia de policía con la intención de darse un baño y cambiarse de ropa, ya que el clima veraniego del pueblo lo había hecho sudar con abundancia. Pero no pudo satisfacer ese deseo, ya que un nuevo acontecimiento volvió a sacudir la antes tranquila localidad.
El gago Fagúndez fue el encargado, otra vez, de darle la novedad:
“¡Cacaca…pitán, ooo…ooo…ootra vevezz!”
“No me digas…” empezó a preguntar Matute, pero su subalterno lo atajó:
“sss…si, hahahay dododos cadadaveres eeen la cacaca…carpintería ababandonada, en la en en la en en la papaparte vieja”.
“¿Quiénes son?”
“¡Agagarrese, caca…cacapitán: se tratratrata del dododooctor Gargargarmendia y su hihihija Dolodoro…dolorita!”
“¡…dita sea!” Exclamó el veterano capitán de policía. Nada menos que el juez del pueblo y su ventiañera hija, que estaba comprometida para casarse con el hijo del jefe civil.
“Vamos para allá, enseguida. ¿Quién te informó?”
“Dedede.. dejaron u u una cacacarta anoanoanónima en la cococomandadadancia, y yoyoyoyo la leleleí”
“¿Entonces más nadie lo sabe?”
“Crecrecreo que n..n..no”
Los dos policías se dirigieron a la comandancia para buscar algunos implementos, y a continuación se trasladaron al lugar indicado en el anónimo. Se trataba de una antigua casa, que hasta hace unos cinco años había funcionado como carpintería, pero que habían clausurado al morir su dueño. Matute, calzando sus guantes de látex, empujó con cuidado el pesado portón, que cedió sin resistencia y se abrió, dejando filtrar un débil rayo de luz dentro de la casa, ya a oscuras por estar cerca el anochecer. Ambos policías penetraron al interior de la vivienda, encendiendo sus linternas. Un grotesco espectáculo los aguardaba.
El asesino había recreado una escena propia de una ejecución: el juez estaba sentado frente a un escritorio, con una peluca blanca y su paltó levita, en la actitud propia de firmar una sentencia. Se mantenía en la posición pues lo habían empalado con una larga estaca de madera. Y a su lado, vestida con un elegante traje rojo, colgada de una cuerda amarrada de una viga del techo, la infortunada Dolorita.
Matute intuyó lo que vería a continuación: se acercó al cadáver de la muchacha, subió el vestido hasta la cintura y pudo leer, grabado sobre la carne, lo siguiente:
“Fuiste la primera, pero no la última”.
Capítulo XII-El ultimátum
Lo que al principio sólo era una insidiosa sospecha en el ánimo de Matute, ya se había convertido en incontrovertible realidad. Estaban lidiando con un homicida en serie que mostraba un patrón de comportamiento determinado: asesinar en conjunto padre e hija. Ahora, ¿cuáles eran sus motivaciones? Le correspondería al policía atar los cabos que unían los dos hechos, determinar las relaciones entre ambas situaciones. Tarea ardua, ya que a primera impresión las dos muchachas no tenían nada en común, más allá de la edad y la belleza (en vida habían sido de las mujeres más hermosas del pueblo) siendo de clases sociales tan diferentes. A menos que se tratase de una venganza en contra de los dos hombres.
Estos pensamientos rondaban la cabeza de Matute mientras se desplazaba hacia la medicatura, para poner al tanto al Doctor Moncada sobre los últimos acontecimientos. Las próximas horas se auspiciaban tormentosas para él: la presión que ejercerían la familias de Morillo y Garmendia, amén de la reacción del hijo del Jefe Civil, le hacían presagiar tiempos agitados. Dos poderes fundamentales dentro de la estructura del pueblo, el económico y el político, habían sido lesionados; esto tendría un costo, del cual le tocaría pagar una parte a Matute: de eso no le quedaba la menor duda.
Al llegar al puesto de socorro, vio que los ánimos estaban bastante caldeados. La gente enardecida pedía la cabeza del atacante de Facundo. El policía entró a prisa en el lugar, evadiendo como pudo la turba. Encontró al doctor en un pasillo, y se lo llevó a una habitación vacía.
“¿Como sigue López?”
“Está vivo, todavía.”
“¿Pero tiene posibilidades de salvarse?”
“Te voy a dar la respuesta clásica: la esperanza es lo último que se pierde. Está bastante mal, perdió mucha sangre. Por fortuna, la bala no le interesó ningún órgano importante, pero la hemorragia fue demasiado abundante. Lo que debemos agradecer es la generosidad de la gente; todos quisieron donar sangre.”
“Doctor, tengo una malísima noticia. El asesino volvió a atacar.”
“¿Cómo? ¿Otra vez?”
“Sí señor. Y esta vez su objetivo fue demasiado importante: mató al Doctor Garmendia y a su hija Dolorita.”
“Qué desastre. ¿Qué vamos a hacer?”
“Nada, traeré los cuerpos de la manera más discreta posible e iré a conversar con el Jefe Civil.”
“Buena suerte con eso. Ese hombre te va a comer vivo, más ahora que estamos en tiempo de elecciones.”
El veterano capitán realizó las acciones correspondientes a la recolección de los cuerpos, la pesquisa de la escena del crimen y el traslado. Fue una larga noche. Pero por fin llegó el amanecer. Ahora debería enfrentarse con Argimiro Primera, el jefe civil.
La conversación con este último fue como la había prefigurado Matute. Lo puso al tanto sobre la situación, y a medida que narraba los hechos notaba como poco a poco se le iba coloreando la cara, y se le hinchaban las venas del cuello. Hasta que estalló:
“Tú no vas a joderme la reelección. Te doy 24 horas para que resuelvas esta vaina, de lo contrario te destituyo y vas a acabar de vigilante nocturno en alguna fábrica.”
Capítulo XIII-Una carta reveladora
Eran las 7:30 de la mañana cuando Primera le dio el ultimátum a Matute. En 24 horas todo lo que había construido en su vida corría el peligro de desaparecer: la destitución acarrearía consecuencias indeseables, además de la afrenta moral que significaría. Por lo tanto el policía se puso en marcha sin demora.
Su primera visita fue a la iglesia. El cura lo recibió mejor de lo que esperaba, dado lo abrupto de su último encuentro.
“Hola, Roque. Supe que las cosas se están complicando para tí.”
“Ni que lo diga, padre. Las noticias vuelan en esta aldea, ¿no?”
“Pueblo pequeño… bueno, te tengo los nombres que me pediste. En esa época tuve tres monaguillos: Facundo López, Eustaquio Gómez y Lorenzo Amengual.”
“Caramba, no me imaginaba eso. A los dos primeros los tengo precisados, pero de Amengual no poseo información. ¿Sabrá algo de él?”
“Un tarambana, pendenciero y bebedor. Sé que no terminó ni siquiera la primaria, y desde los 12 años trabajó en varios oficios, sin servir para ninguno. Se desempeñó como panadero, repartidor de periódicos, ebanista…”
“¿Ebanista?”
“Si, en la vieja carpintería. Justo un tiempo antes de que muriera el dueño, estuvo de aprendiz.”
“Me interesa mucho hablar con él, ¿sabrá en donde puedo encontrarlo?”
“Creo que hace unos meses se marchó del pueblo, a la capital. Pero no estoy seguro. Te puedo dar las señas de su madre, que todavía vive aquí.”
“Se lo agradezco. Otra cosa: se que Menita vivía en una pieza que le arrendaba la parroquia, por aquí cerca. Necesito efectuar una inspección ocular en su habitación, pero no tengo tiempo para solicitar la orden de cateo, además de que quien me la puede dar está muerto también. ¿Usted me permitiría la llave maestra?”
“Imposible.”
“Padre, no me haga rogar. Si no me entrega la llave, tendré que forzar la puerta con un cerrajero.”
“Pues no te quedará más remedio que hacerlo. Cuando te dije imposible no es porque no quiera ayudarte, sino por la inexistencia de esa llave maestra, o de alguna copia. Esto no es un hotel, sabes. Pero si tienes que derribar la puerta para entrar, cuentas con mi consentimiento.”
Aliviado por las palabras del cura, Matute se dirigió a la casa en donde se encontraba la habitación que en vida ocupara la infortunada muchacha. No se anduvo con muchos miramientos: de un empujón tiró la puerta abajo, y penetró al sitio. Un cuarto modesto y desadorno: su mobiliario estaba conformado por una cama, una mesita de noche, una peinadora con el espejo rajado y su respectivo taburete, y un escaparate. Empezó por este último mueble: en él no encontró nada en particular, salvo algunos vestidos y ropa interior. El próximo sitio que registró fue la mesa de noche: abrió la gaveta, y al vaciar su contenido sobre la cama consiguió, dentro de un libro de versos, una carta escrita sobre papel azul. El texto contenido en ella llamó la atención del policía, y una vaga sensación de desasosiego lo embargó.
Capítulo XIV-Lo que leyó Matute
“Amor secreto y esquivo:
Hoy te volví a ver, caminando por la plaza, derrochando insolentemente tu belleza, sin darte cuenta del daño que me haces al no fijarte ni un segundo en mí. Pero no importa, tengo la seguridad de que en poco tiempo tus días y tus noches serán míos, y de más nadie. Lograré conquistarte, no te quepa la menor duda. Verás que sin mí tu vida carece de sentido, que siempre fui yo, y más nadie. Ese absurdo amorío que tienes no significa nada para mí, y de antemano te lo perdono, pues se que fuiste víctima inocente de los cantos de sirena de ese vagabundo.
Serás mía, como lo figuré desde el primer día que te vi, con tu vestido de colegial, paseando por las calles del pueblo tu figura impúber, en la cual apenas comenzaban a despuntar las curvas que hoy te engalanan: esas curvas en donde voy a disfrutar las mieles del amor recio y desenfrenado.
Serás mía, a despecho de lo que opine la gente, a pesar de las trabas que me ponga el destino para tomarte. Y sucumbirás a mis deseos, pues ellos son más fuertes que tu voluntad. Y serás feliz de ser mía por el resto de la eternidad: yo me encargaré de que sea así.
En poco tiempo me revelaré ante ti, de una manera de la que no podrás olvidar nunca en lo que tengas de vida, y conocerás lo que significa ser subyugada por un hombre de verdad, al que te entregarás sin reservas y sin remedio.
Espérame, estoy más cerca de lo que crees. Detrás de cada paso tuyo estaré observándote, vigilándote, cuidándote. No temas, nada ni nadie te podrá tocar mientras yo esté presente. Y siempre lo estaré.
Esta vez no fallaré. Sé que tú eres la indicada, que las otras dos fueron vanos caprichos que no vale la pena recordar, una distracción en mi búsqueda de la mujer ideal para mí. Mi objetivo serás tú, y solo tú. Aunque fuiste la última a la que me dirigí, serás la primera en mi vida. Y sentirás en tu carne y en tu espíritu cada momento que pases a mi lado, de una manera que nunca antes habrás sentido.”
Capítulo XV-Una terrible sospecha
Matute sacó dos conclusiones de la lectura de la carta. La primera, obvia: el asesino tenía a otra posible víctima en la mira. La segunda, que se trataba de un sicópata de suma peligrosidad, que seguía a sus víctimas desde hacía mucho tiempo. Alguien residente en el pueblo, por lo tanto. Y además tuvo una sensación: la letra de la carta le era muy familiar; inclusive intuía que era de alguien muy cercano a él. Pero por más que se esforzó no logró dar con el personaje. Tal vez el estilo de la carta, su redacción, se alejaba de lo que estaba acostumbrado a leer en esa caligrafía, por lo que se le hacía difícil relacionarla con su autor. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, por lo que corrió a la casa de la segunda víctima. Eran ya las 11 de la mañana, de un día que se prospectaba atareado y tenso.
No tenía por delante una labor fácil; como era comprensible, la situación en esa casa era penosa: la familia Garmendia, lo que quedaba de ella, estaba destruida por completo. La inesperada pérdida de los dos miembros de la familia, y de esa manera tan violenta y macabra, los había aniquilado. Lo recibió la viuda, tras una breve espera – que le pareció toda una eternidad al policía, no obstante. La dama ya vestía sus galas luctuosas, tal como lo prescribía el código tácito. Al principio la señora se mostró bastante hostil a los planteamientos de Matute, quien tuvo que apelar a todo su tacto para poder recibir el permiso de registrar la habitación de la muchacha, cosa que, luego de mucho argumentar, obtuvo.
Tras revolver bastante entre las pertenencias de la occisa, encontró lo que estaba buscando: una carta similar a la hallada en casa de Menita, tanto en forma como en contenido: el mismo papel azul, la misma caligrafía intrigante, las mismas amenazas veladas.
Una vez efectuado ese hallazgo, decidió hacerle una breve entrevista a la madre de la muchacha, en búsqueda de algún indicio sobre el posible victimario. Por más preguntas que le hiciera, la señora no logró darle ninguna información relevante: la muchacha acababa de terminar la secundaria, y estaba haciendo planes de irse a estudiar a la capital; mientras tanto pasaba la mayoría de su tiempo en la casa, recibiendo las visitas de su novio. No había comentado nada sobre la carta, que ella supiera.
Cuando Matute ya iba a terminar la entrevista, se le ocurrió indagar sobre las amistades de la muchacha. La respuesta de la viuda de Garmendia le heló la sangre al veterano policía y encendió todas sus alarmas: Dolorita Garmendia había sido íntima amiga de su hija Maritzita.
Capítulo XVI-La suma de todos los miedos
“¿Doña Garmendia, me permite usar el teléfono?”
“Cómo no, oficial. ¿Pasa algo malo?”
“Todavía no lo sé, pero tengo que evitarlo.”
Matute consultó una manoseada libreta de teléfonos que cargaba en un bolsillo, levantó el auricular, y marcó un número en el dial. A los pocos segundos, comenzó una conversación que iba a ser crucial.
“Hola, Maritza. Es Roque. Por lo que más quieras, no vayas a trancar. Se trata de Maritzita.”
Hubo una larga pausa por parte del policía, y se oyeron gritos desde la bocina del teléfono. Cuando cesaron, Matute empezó a hablar:
“Maritza, tienes razón en odiarme con toda tu alma. Pero déjalo para más tarde, vamos a cooperar en esto, ¿Quieres?” “…” “Está bien. Ponme atención: ¿Maritzita está allí?” Matute hizo un gesto de alivio con la cara, y siguió hablando: “Eso está muy bien. Quiero que hagas lo siguiente: pregúntale si en estos días no ha recibido una carta escrita en papel azul”. Pasado cierto tiempo, Roque palideció, empezó a temblar, masculló entre dientes “¡Maldición, no puede ser!” y siguió hablando con su ex-mujer: “No te voy a mentir. Creo que Maritzita corre peligro. Por lo que más quieras, tranca la puerta con cerrojo y encierra a la muchacha en su habitación. Cierra bien las ventanas. Te voy a mandar a Fagúndez para que las cuide, mientras llego yo.” “….” “Creo que el asesino está tras ella. Cálmate, mujer, que cuando llegue el gago las va a proteger. Voy a trancar ahora.”
Matute trancó la llamada y volvió a marcar un número, esta vez de memoria. “¿Fagúndez, eres tú?” “No me hables que me haces perder tiempo. Corre a casa de mi mujer con tu arma de reglamento, te están esperando.” “¡Haz lo que te digo sin revirar, gran carajo!” Trancó el telefóno, murmuró “cobarde de mierda” y, apenado por el taco que soltara, se disculpó con la viuda, quien le dijo: “No se preocupe, Garmendia no se cohibía tampoco cuando la ocasión lo ameritaba.” “Bueno, señora. Muchísimas gracias por su colaboración; no tengo que decirle que la conversación que escuchó no debe salir de estas cuatro paredes.” “Por supuesto: espero que su hija salga con bien.” “Ojalá”, dijo a manera de despedida.
Salió como una tromba hacia la que había sido su casa, que estaba en el extremo opuesto del pueblo, en el barrio pobre. Fagúndez debería llegar mucho antes que él. Atravesó lo más rápido que pudo la población, y llegó con la lengua afuera a la humilde casita que ocupara en sus años de casado. Lo esperaba una muy desagradable sorpresa.
Capítulo XVII-La pista final
La puerta de la casa estaba abierta, y en su interior se apreciaban signos de lucha: los muebles estaban desordenados y los adornos tirados en el piso. En medio de la sala yacía Maritza, su ex-mujer, con una gran herida en la cabeza, que le sangraba con profusión. Matute se le acercó para tomarle los signos vitales, y constató con alivio que todavía estaba viva, pero inconsciente. Le pareció que su pulso era demasiado bajo. Acordándose de los cursos de primeros auxilios que tomara en sus años de formación, procedió a parar la hemorragia con unos paños que consiguió en la cocina, e improvisó un vendaje mientras lograba trasladarla a la medicatura. Antes de hacerlo, registró todas las habitaciones de la vivienda con la esperanza de hallar a su hija, pero su búsqueda fue infructuosa. Tampoco había señales de Fagúndez. Este hecho lo intrigó sobremanera: no se explicaba como el policía no pudo evitar el secuestro de su hija. A menos que haya sido más de un raptor, y se hubieran llevado al gago también.
Con la ayuda de unos vecinos, llevó a la mujer a la casa de cura. No se quedó allí mucho rato, apenas lo suficiente para poner al tanto al médico sobre la situación y para enterarse del estado de Facundo. Moncada le comunicó que López se encontraba estable, e incluso daba señales de una lenta mejoría. Pero la mente de Matute no estaba para enfocarse en otro asunto distinto a su hija, por lo que dejó al galeno con la palabra en la boca, y regresó enseguida a la casa, en busca de algún indicio que le permitiera conocer el paradero de Maritzita.
Su olfato de policía le decía que, dados los antecedentes, el asesino buscaría la manera de reunirlo con su hija para terminar con la vida de ambos, por lo que no le asombró encontrar un papel azul, escrito en la caligrafía que le intrigaba, con el siguiente mensaje:
“Si quieres tener el privilegio de ver a tu hija con vida por última vez, ve al faro. Si veo que te acompaña alguien, la mato de una. A estas alturas sabes que no juego.”
Capítulo XVIII-Encuentro en el faro
Matute sabía que le estaba aguardando una celada mortal, pero al mismo tiempo conocía que era obligatoria su presencia en el viejo faro del pueblo. Estaba situado en lo alto de una colina: era una vieja estructura, abandonada hacía años, ya que se había vuelto obsoleto ante el moderno mecanismo que instalaran algunos años antes en un punto más favorable. Pensaban darle algún atractivo turístico, pero esa iniciativa había quedado en veremos, así que nadie se acercaba por esos lados.
Ya entraba la noche, por lo que el policía se apertrechó con su infaltable linterna. Se tardaría unos 20 minutos en llegar al sitio, 20 minutos en los cuales trató de maquinar un plan para rescatar a su hija y de paso salir vivo él también, pero no se le ocurrió nada en concreto. Debería confiar en su instinto de viejo sabueso e improvisar. Llegó al sitio, por fin, y vio que la puerta estaba abierta. Respiró hondo antes de entrar, y al hacerlo gritó: “¡Aquí estoy, deja salir a mi hija y no te vamos a hacer nada!”. Se oyó tan solo una carcajada.
No le quedó más remedio que subir por la angosta escalera del faro, iluminando su camino con la linterna. A medida que se acercaba al tope sentía que el corazón se le iba a salir del pecho, tal era su ansiedad y temor por la vida de la hija. Se imaginaba lo peor, pero nada de lo que pasó por su mente se pudo acercar siquiera a la horrible realidad que estaba a punto de presenciar.
Capítulo XIX-La hora de la verdad
Al principio una luz enceguecedora, dirigida hacia sus ojos, no le permitió distinguir mayor cosa. Lo estaban apuntando con una fuente luminosa muy potente; supuso que era el bombillo del faro. Caminó a tientas, cuando repentinamente la luz se apagó y sintió un poderoso golpe en la nuca, tan fuerte que lo tiró al piso, sin sentido.
Cuando lo recuperó, se hallaba sentado en una silla, maniatado y con una soga alrededor del cuello, y vio con horror que la silla estaba colocada encima de una endeble tabla, al otro extremo de la cual se encontraba, de pie, su hija, amordazada, quien también tenía alrededor del cuello una gruesa cuerda con el clásico nudo del ahorcado, amarrada de una viga del techo del viejo faro. La tabla estaba apoyada en dos travesaños, y debajo de ellos no tenían más que 20 metros de vacío. Matute entendió enseguida lo precario de su situación: cualquier movimiento suyo haría que colapsara la tabla, y con ello causaría la muerte de su hija. Atinó solamente a decir:
“¡Miserable!”
“¡Mi…mi…miserable es es…este pu…pueblo de porquería!”
“¿Fagúndez, estás allí? ¡Estamos salvados!”
“Se…serás pendejo, Ma…matute. ¿To…todavía n…no te das cucucuenta?”
La verdad sacudió como un latigazo a Matute. El asesino en serie, el monstruo de la pequeña localidad costera, era su insignificante y tartamudo ayudante. Solo atinó a balbucear:
“¿Tú? Pero, ¿Por qué?”
“¡P… por cuculpa de t…t…todos usustedes, cabrones! Si…siempre bu…burlándosese de mí, poponiéndome sososo….brenombres, ri…éndose de mi dededefecto… Pepepero ya mi ven…venganza está cococonsumada, ¡sososolo faltan tu hija y tú!”
“¿Porqué yo, y porqué mi hija? Siempre te traté bien…” dijo, a sabiendas que no tenía la razón; haciendo memoria, su trato con el subalterno había sido en ocasiones altanero y desconsiderado, y no se privaba de hacer mofa de su gaguera. “No entiendo, tú siempre tan tranquilo…”
“Tu ha…haces papapa….parrillas totodo el titiempo, ¿verdad? Y has vivisto los cacacarbones, que estatatán qui…quietecitos allí, pepepero con una brisita se preprenden y susueltan una llama. A…así me papapasaba a mí, es…estaba en apariencia cacacalmado, pepero por dedentro ardía de rarabia. Hasta quequeque exploté.”
Matute trató de sopesar la situación en que se hallaban. Estaban a merced de un asesino implacable, que ya había llegado demasiado lejos como para reconsiderar su posición. Se reprochó a sí mismo su falta de acuciosidad, su miopía al investigar el caso. Se acordó de pronto de la carta escrita sobre el papel azul, y se llamó imbécil repetidas veces: era obvio, ¡la letra no era otra sino la de su ayudante! Si se hubiera dado cuenta en ese momento, tal vez no estuvieran a un paso de la muerte. Pero ya era demasiado tarde para lamentarse. Tan solo un milagro los salvaría del fatal desenlace.
Capítulo XX-El desenlace
El tablón comenzó a crujir por el peso de Matute y el de la hija; el veterano policía no sabía cuánto tiempo más iba a resistir. Su fractura provocaría que ambos murieran por ahorcamiento. Y el criminal, Fagúndez, nunca sería descubierto, pues se había guardado muy bien de dejar alguna pista que pudiera entender alguien más. Matute, tratando de hacer los menores movimientos posibles, viró la cabeza hacia su hija: en sus ojos pudo observar el terror del que era presa. La impotencia que lo embargaba era absoluta y aniquiladora; no podía hacer nada, cualquier movimiento brusco precipitaría los acontecimientos. Sabía que era inútil tratar de negociar con el asesino, ya que había llegado muy lejos como para detenerse justo en ese momento.
Lo que ocurrió los minutos siguientes fue difícil de descifrar, y nadie se puso de acuerdo luego sobre el orden de los acontecimientos. Lo cierto fue que de la nada, como un relámpago, apareció por la ventana del faro una figura vestida de negro; no pudieron verle el rostro pues la penumbra lo tapaba. Fagúndez, sorprendido, se volvió hacia él, dándole la espalda al abismo, y atinó a disparar, pero con mala puntería, la cual por su parte no tuvo el repentino visitante: un tiro certero alcanzó al gago en medio del pecho, provocando su desplome hacia el vacío. Unos segundos después se escuchó el golpe sordo del cuerpo contra el piso del faro.
Una voz conocida exclamó:
“Caramba, llegué justo a tiempo, ¿no?”
El muy sorprendido Matute respondió:
“Facundo, ¿eres tú? ¿No estabas al borde de la muerte?”
“Bah, para acabar conmigo hace falta mucho más que una bala. Pero rápido, vamos a desamarrarlos…”
No acababa de decir eso cuando el tablón se partió, y Matute y su hija quedaron colgados del cuello, comenzando a sentir los efectos de la asfixia mecánica. Parecía que, aún después de muerto, Fagúndez cobraría dos víctimas más, tal y como había sido su plan desde el principio. Pero Facundo, como una exhalación, saltó hacia Maritzita, con el puñal presto, y en un movimiento calculado a la prefección la tomó del talle mientras cortaba la cuerda, y enseguida repitió la maniobra con Matute. Cuando estuvieron ambos depositados sobre el piso, notó con desesperación que ninguno respiraba. De pronto, una voz dijo:
“¡Apártate!”
Era el doctor Moncada, quien, con la respiración jadeante por la carrera escaleras arriba, procedió a darles reanimación. Primero a la muchacha, quien reaccionó bastante rápido, tosiendo y respirando con gran afán. Pero cuando fue el turno de Matute, ya parecía ser muy tarde: por más esfuerzos que hizo el doctor, no logró hacer que reviviera. Intentó todos los recursos que se sabía; hasta le aplicó respiración boca a boca, sin lograr resultado alguno. Con impotencia descargó un puñetazo sobre el pecho de Matute.
“¡Coño, me va a matar usted del golpe, matasanos!”
Una risa de alivio salió espontánea de Facundo, Maritzita y el doctor. Lo que parecía imposible se había producido, de una manera que tenía bastante de sobrenatural.
* * *
Había algo que no encajaba en los acontecimientos del faro, y tenía cabezón a Matute: ¿Cómo se habían enterado Moncada y Facundo? La respuesta la obtuvo del médico, unos días después, sentado en la misma salita en la que habían mantenido la primera conversación sobre el caso, y paladeando el mismo whisky.
“Nos avisó el cura, el Padre Cirilo”.
“¿Cirilo? Pero, ¿cómo se enteró?”
“Él vio una nota tirada en el piso de la casa de tu ex mujer, a donde había ido para visitarla. La leyó, y no se le ocurrió otra idea que venirme a avisar a mí. En ese momento estaba cambiándole la cura a Facundo, quién escuchó todo. Sin ponernos de acuerdo, salimos disparados al mismo sitio”.
“Caramba, entonces le debo mi vida a una persona más, aparte de ustedes dos. Tengo una visita pendiente”.
Treinta años han pasado desde los acontecimientos que sacudieron la pequeña localidad costera. La mayoría de sus protagonistas ya no están en el pueblo; algunos ni siquiera están en este mundo. Solo quedan, como mudos testigos, los lugares en donde se desarrollaron los hechos. La antigua carpintería fue convertida en un café temático para turistas, que acuden todavía, atraídos por el morbo de estar en la escena de un crimen. El antiguo faro sigue en pie, cada vez más derruido, y es meta frecuente de los muchachos del pueblo, en busca de emociones fuertes. Dicen que por allí anda el fantasma de Fagúndez, el asesino gago.