He decidido relatar los acontecimientos ocurridos en estas últimas horas con la mayor imparcialidad que me sea posible. Presiento que no me queda mucho tiempo de vida, y quiero partir de este mundo con las cuentas claras. Ya la desesperación que me embargó al principio cesó, dándole paso a la resignación, así que trataré de recordar con calma los hechos. No tengo muchas opciones, por otra parte: tal vez así pueda evitar volverme loco, cosa que me resultaría de utilidad si por casualidad logro salir vivo de ésta. Pero vamos desde el principio:
Ayer amanecí sin ganas de hacer nada: lo que los clásicos denominaran ‘tedium vitae’ me tenía atrapado en una maraña invisible, pero real, de pereza. Me tomó mucho más tiempo que de costumbre ponerme en marcha: permanecí un largo rato en la cama después de que sonara el despertador y, luego de la visita ritual al baño (mi regularidad en ese aspecto es proverbial) y las operaciones consuetudinarias de aseo y vestimenta, en vez de salir enseguida al trabajo, me dirigí a la cocina del apartamento, escogí de la alacena un envase de café de variedad arábiga, que me regalara un cliente hace algún tiempo y que nunca había abierto, y preparé la máquina de ‘espresso’.
Cuando el exquisito aroma de café recién hecho invadió el ambiente, lo serví en mi taza favorita, adquirida el invierno pasado en Vermont, en mi viaje anual dedicado al esquí, y fui al salón. Allí encendí el televisor para ver los noticieros matutinos, y después el computador, con la intención de revisar mis correos electrónicos; hasta me di el lujo de abrir Facebook, y curiosear durante largo rato las novedades de mis contactos. Por alguna razón estaba demorando la ida al trabajo.
En cambio de tomar un taxi, costumbre que había adoptado cuando empezaron a proliferar los secuestros express, decidí trasladarme en mi vehículo. Tomé por las veredas que bordean la ciudad en vez de utilizar la autopista: iba a tardar por lo menos el doble del tiempo, pero estaba visto que ese día no corría prisa en lo absoluto. Después del largo paseo por la periferia, llegué al centro, en donde está ubicado mi despacho, y comenzó otro pequeño vía crucis: la búsqueda de un puesto de estacionamiento (en el edificio en donde está ubicada mi firma están refaccionando las áreas del parqueo para propietarios, por lo que tenía que buscar otra opción); conseguir un lugar que permita estacionar vehículos del tamaño de mi Tundra es complicado, sobre todo en esa zona de la ciudad. Una vez dejado el automóvil a buen resguardo, me dispuse a desayunar en la cafetería de siempre: un croissant relleno de pechuga de pavo y queso emmenthal, y un jugo de naranja recién exprimido. La dependiente del local conocía de memoria mis gustos, y prácticamente me tenía el pedido listo, cuando me veía llegar por el pasillo.
Normalmente mi orden era para llevar, ya que la consumía en mi escritorio, allá en el despacho; sin embargo solicité que me lo sirvieran en un plato, y que me vendieran un ejemplar del periódico del día; tomé asiento en una de las mesitas del pequeño local, y con calma ingerí el desayuno mientras leía la prensa. Noté un sabor ligeramente amargo en el jugo, pero supuse que alguna naranja de las utilizadas en su elaboración estaría empezando a agriarse. Nada como para quejarse, no obstante. Cuando terminé, con toda la parsimonia del mundo, consulté mi Patek Philippe: eran las 9:30.
Llegué a la oficina, me senté en mi mullido sillón de cuero inglés, dije: “manos a la obra”… y a partir de allí, nada. Las horas fueron acumulándose sobre mi ancho escritorio de caoba, sin que algo de provecho saliese de él. Tenía algunos expedientes que revisar, pero fui incapaz de hacerlo. El tedio me impedía tomar alguna acción: era como una bola de nieve, que se hacía más grande a medida que pasaba el tiempo. Pensé en tomarme un descanso, ¿pero que más descanso necesitaba, si no había hecho nada en toda la mañana? Después decidí hacer algunas llamadas telefónicas, pero no tenía a nadie a quién llamar, realmente, y me daba fastidio levantar el teléfono. Ahora bien, no se si ‘fastidio’ es la palabra correcta: era prácticamente una imposibilidad física, así como si el teléfono pesara toneladas y la tarea de levantarlo se me antojara titánica.
En ese momento comencé a pensar que algo andaba mal. No sólo por lo del teléfono: quise agarrar un lápiz en el escritorio, y mi mano no respondió, sino que se quedó inerte sobre el brazo del sillón. Las primeras señales de alarma empezaron a funcionar: me estaba pareciendo que algo malo me ocurría, y esta impresión cobró más fuerza cuando traté de voltear la cara, pero ésta no hizo el menor movimiento.
Como es de suponerse, ya andaba francamente preocupado. Mi cuerpo no reaccionaba a las órdenes que mi cerebro trataba de impartirle: estaba como colocado encima del sillón, que debido a su forma lo contenía, de la misma manera en que la cáscara de un huevo partido por la mitad mantiene recogida la yema; traté de gritar, pero ningún sonido salió de mi boca. Únicamente podía ver lo que tenía en frente, una hermosa vista de la montaña guardiana de la ciudad, ya que ni siquiera tenía posibilidad de girar los ojos hacia los lados. Sin embargo algo me reconfortó: por lo menos el sentido de la visión funcionaba. Y me di cuenta de que también conservaba el del oído, pero de una manera sumamente inquietante:
—Caramba, caramba. ¿Problemas para moverse, abogado Vargas?
Alguien estaba detrás de mí. Pero eso no era posible: en mi firma no trabajaba más nadie sino yo. Había prescindido de todo el personal tiempo atrás, ya que me sentía totalmente capacitado para manejar el despacho de abogados que heredé de mi padre, sin ninguna ayuda adicional. Inclusive había despedido a la recepcionista, algunos días antes, porque me había parecido algo fisgona, y un día la sorprendí registrando mi oficina privada.
—No se esfuerce tanto, que no lo va a lograr. Ya la neurotoxina que ingirió más temprano tuvo tiempo de llegar a su sistema nervioso central. En este momento usted debe preguntarse “¿De qué demonios está hablando?”. Para dilucidar su duda, digamos que una mano no tan inocente le administró una especie de veneno: tal vez recuerde que el jugo de naranja de esta mañana tenía un sabor ligeramente distinto, un poco amargo.
Por supuesto recordé el sabor del jugo, al que no le hice caso en su momento. Traté de entender la situación: aparentemente estaba en manos de algún tipo de psicópata. Enemigos no me faltaban, pero nunca creí que podrían llegar tan lejos. Una especie de sexto sentido me había tratado de advertir esa mañana sobre la inconveniencia de acudir al despacho, pero no le llegué a hacer caso. Grave error.
— Vayamos al punto: un grupo de ciudadanos con intereses en común, constituido en tribunal, lo ha hallado a usted culpable de mala praxis en el desempeño de sus funciones como abogado: ha determinado que usted ha puesto sus conocimientos y habilidades jurídicas al servicio de personas de dudoso proceder, logrando su absolución, y por otra parte ha conseguido sentencias condenatorias para personas absolutamente inocentes… pero como no va a ir a ningún lado por los momentos, vamos al detalle de tres casos emblemáticos. Caso número uno: El estado y la Familia Linares contra Jacobo Monsalve.
Inmediatamente me acordé de ese episodio: fue uno de los primeros juicios de mi carrera, y uno de mis primeros y sonados triunfos también. En esa ocasión, a pesar de saber que Monsalve era culpable, pude convencer al jurado de que cabían los extremos para soportar la tesis de la duda razonable, por no haberse encontrado nunca el arma que finalmente le causó la muerte a la occisa.
—Jacobo Monsalve, un millonario depravado, violó y asesinó brutalmente a Cándida Linares, una muchacha de 21 años, de profesión secretaria, y que estaba estudiando en horas nocturnas para obtener la licenciatura en educación. A pesar de que varios testigos vieron como Monsalve introdujo bruscamente a Cándida dentro de su automóvil la noche en que posteriormente fue encontrada muerta, usted, utilizando argucias legales, logró obtener una sentencia absolutoria para ese monstruo. Y no es un término injusto o tremendista: las fotos que los forenses lograron en la escena del crimen hacen llegar a esa conclusión. Le preguntaría cuánto dinero le proporcionó esa aberración, pero en estos momentos no está usted en condiciones de responder.
Estaba en lo cierto, efectivamente: con ese caso adquirí mi primer apartamento, en un condominio de lujo del este de la ciudad. Conocía a Jacobo desde el colegio: era el típico hijo de papá, violento, mal estudiante, siempre provisto de dinero y de todos los lujos que se puedan imaginar. Cuando terminamos el bachillerato (él a duras penas, hubo sospechas de que sobornaron a la dirección del plantel para que pudiera hacerlo) no nos frecuentamos más, ya que entré a la facultad de derecho mientras él lo hacía al crimen organizado. Empezó distribuyendo drogas a los chicos de la alta sociedad, pero después se expandió, colocando estupefacientes en los liceos. Pronto se hizo de un emporio, cuya fachada era una compañía de importaciones. Cándida tuvo la mala suerte de conseguir trabajo justamente en esa empresa, y Jacobo se obsesionó con ella desde el primer momento en que la vio. Al principio trató de conquistarla por las buenas, pero nunca hizo caso a sus invitaciones; Monsalve cada vez se volvía más insistente, hasta llegar al punto de obligarla a introducir la carta de renuncia, por no poder soportar más el acoso a la que estaba sometida. La noche de ese mismo día ocurrió su asesinato.
Jacobo acudió a mí porque todos los abogados a los que recurrió previamente no quisieron tomar el caso: su culpabilidad era demasiado evidente. Faltaba un solo elemento para que su responsabilidad en los hechos no tuviera lugar a dudas: no se pudo encontrar nunca el arma homicida. Yo estaba ansioso de ganar mi primera gran defensa, por lo que tomé el caso con gusto. Y debo decir que me porté a la altura: me gané inmediatamente con el jurado gracias a mi innata simpatía, y mis alegatos fueron de tal calibre que logré convencerlo de que existía una posibilidad de que mi defendido fuera inocente. Por supuesto que el hecho de haber ayudado a mantener oculta el arma (un cuchillo de carnicero de 50 centímetros con el cual prácticamente desbastó a Cándida, cuyo escondite original me fuera revelado en la estricta confidencialidad abogado—cliente, y yo posteriormente pusiera a buen recaudo en la caja fuerte del despacho, sin limpiarlo de la evidencia manifestada en la sangre de Cándida y las huellas digitales de Jacobo, a manera de póliza de seguro para que a Monsalve no se le ocurriera la idea de silenciarme de por vida) ayudó en la absolución de mi defendido, y en la generosidad del pago.
—Caso número dos: Juan Rodríguez vs. Cooperativa ‘La Amapola’. Los integrantes de dicha cooperativa, constituida para solucionar el problema habitacional de sus miembros, juntaron todos sus ahorros y los pusieron en manos de Rodríguez, un emprendedor inmobiliario quien se comprometió a edificar un conjunto de town houses en el terreno que adquiriera anteriormente la cooperativa. El señor Rodríguez, una vez dilapidada la suma de dinero que le fuera confiada sin haber siquiera realizado el movimiento de tierra, exigió nuevos aportes monetarios, y al no obtenerlos por las buenas demandó a La Amapola, basándose en el contrato leonino que suscribieran. Es de hacer notar que tanto el contrato como la demanda fueron obra de usted. El juez falló a favor del demandante, y en consecuencia todas esas personas quedaron en la ruina. Inclusive dos de ellas, desesperadas, cometieron suicidio.
Si hubiera estado en capacidad de hablar, habría protestado: no fue mi responsabilidad que la cooperativa no buscara asesoría legal. Mi obligación era con mi cliente; nadie puede alegar en su defensa la propia torpeza, y la torpeza de ellos se convirtió en la riqueza de Rodríguez. Bueno, en parte de la mía también: no le cobré honorarios sino un porcentaje de la demanda. Con ese caso adquirí el apartamento en la playa, y pude posteriormente divorciarme de mi primera mujer sin quedar en la absoluta bancarrota.
—Caso número tres: Amanda Landáez vs Roberto Galíndez.
Al escuchar los nombres involucrados sentí una fuerte emoción: Amanda fue mi segunda esposa, y nos casamos después de que terminara ese juicio.
—Amanda Landáez es una mujer sin escrúpulos, quien sedujo a Roberto Galíndez, un ingeniero químico con postgrado en biomedicina, sumamente exitoso pero también sumamente ingenuo, y posteriormente lo incitó a casarse con ella, con el único propósito de enriquecerse. El juicio por el divorcio, hábilmente llevado por usted, quebró a Roberto, tanto material como moralmente; terminó vagando por las calles, alcoholizado y recogiendo latas para sobrevivir.
Amanda, tan bella como insidiosa. Creí que la estaba usando, cuando en realidad me utilizó ella a mí. La conocí en un club de streepers, en donde bailaba en los tubos. Aunque suene trillado, había algo diferente en ella, o por lo menos eso imaginé. El asunto es que empecé a enredarme con Amanda, aunque todavía no había concluido mi primer matrimonio. Al mismo tiempo en que salía conmigo estaba manteniendo una relación con Galíndez. Cuando me enteré de eso enfurecí, pero Amanda me tenía totalmente engatusado. Después de muchas discusiones le propuse el plan: había contratado a un detective privado para investigar al ingeniero, y el reporte que recibí indicaba que el hombre, sin ser millonario, había logrado un buen nivel de vida (algunas propiedades y bastante dinero en el banco), gracias a sus habilidades como investigador en el campo de las toxinas. Por ende, propuse a Amanda que lo convenciera de casarse con ella, y al cabo de cierto tiempo divorciarse bajo el argumento de que Galíndez anteponía el trabajo a sus deberes conyugales. Conociendo la naturaleza humana, suponía que él, para mantener el tren de vida que Amanda le iba a exigir, se deslomaría en el laboratorio, proporcionándole así el motivo perfecto para la separación. Al mismo tiempo empecé los trámites de mi propio divorcio, calculando que las pérdidas que me causara las recuperaría cuando me casara con Amanda. El divorcio de ésta última fue bastante feo: Galíndez entendió que había sido engañado y contrató al mejor abogado que encontró; sin embargo, yo tuve las de ganar, y el arreglo final dejó a Amanda en una posición económica privilegiada. Cuando salieron las sentencias de ambos divorcios, no esperamos mucho para contraer nupcias. Tuvimos un par de años de relativa felicidad, hasta que ella se aburrió, arrastrándome a otro divorcio que me costó una pequeña fortuna; por lo menos podía decir que en este caso yo también salí perjudicado, por carambola.
—Estos no son todos los episodios de su vida que están bajo juicio, ni mucho menos: apenas configuran una muestra de lo que sus perversas acciones son capaces de producirle a los demás. A lo largo de su carrera usted acumuló, tal vez sin notarlo, una gran cantidad de enemigos, algunos de ellos muy poderosos; estos últimos son los que proporcionaron la logística necesaria para llevar a buen puerto la acción que convinimos: todos los que resultamos negativamente afectados de una u otra forma por su infame manera de jugar con la justicia formamos una alianza, con el fin de destruirlo. A Roberto lo recuperamos de la calle, le fabricamos una nueva identidad y le conseguimos un trabajo en una trasnacional de medicamentos, en el exterior; fue él quien creó la sustancia que ahora lo tiene en ese estado que pudiéramos definir cataléptico, pero no lo va a matar: nosotros no somos asesinos. Simplemente usted no presentará signos vitales, ya que la biotoxina reducirá a niveles imperceptibles su pulso, los latidos del corazón y su respiración, además de dejarlo completamente paralizado, y lo que le ocurra en adelante será simplemente dictado por la suerte, o si lo prefiere, por el destino. Ya se acabó la charla: en este momento voy a buscar algo que necesito, y que debe estar por aquí.
Oí que movían la repisa que está detrás de mi escritorio, que tapa la puerta de la caja fuerte. Y sentí el típico sonido de la rueda de combinación. La estaban abriendo, pero no pude imaginar con cual propósito. Escuché el sonido de la puerta abriéndose, y posteriormente un ruido de papeles y de cajas. Por ultimo, un “¡Aquí está!” y a continuación el golpe de la pesada puerta de la caja fuerte cerrándose, y la repisa volviendo a su sitio.
— Bueno, mi visita ya va a acabar. Me falta solamente llamar a protección civil, que será el organismo encargado de usted a partir de ahora.
Sentí que tomaban mi mano y me presionaban los dedos en contra de una superficie rugosa. Posteriormente vi aparecer un brazo con un guante de látex a su extremo que tomó el teléfono del escritorio, y se lo llevó a algún sitio que escapaba de mi limitado campo visual; al rato escuché la voz anónima conversando con alguien:
—Quiero reportar un posible infarto: la persona está sentada en un sillón, inerte, y no presenta señales de vida. ¡Por favor, apúrense, creo que está en trance de muerte!
A continuación, indicó la dirección del despacho, y colgó el auricular. Volví a ver la mano enguantada reponiendo el aparato en su lugar original.
—Ahora me voy. No creo conveniente que me consigan aquí.
A los diez minutos, aproximadamente, escuché un escándalo a la puerta de mi despacho, y una voz gritando:
—Es aquí… veo la cabeza de una persona apoyada sobre un sillón.
A continuación, escuché unos pasos acercándose, y una mano me sujetó. El dueño de ella se dirigió a mí, tal vez por ver mis ojos abiertos:
—¿Señor, se encuentra bien?
Al no recibir respuesta, trató de obtener mis signos vitales, o como sea que se llame esa operación de tomar presión y auscultarme.
—Nada, no presenta señales de vida. Vamos a subirlo a la camilla, y tratar de hacerle un masaje cardíaco.
Me tomaron por las piernas y los brazos, y me subieron cuidadosamente a una superficie mullida, una especie de colchoneta. Sentí dos manos encima de mi pecho, presionando como si trataran de extraer petróleo de mi interior. El masaje duró unos diez minutos que me parecieron interminables; después de ello, alguien dijo:
—Creo que lo perdimos. Está muerto. Anota la hora: son las 5:21.
En ese momento traté de emitir alguna señal, algo que les hiciera ver el grave error que estaban cometiendo. Sin embargo, no pude hacer absolutamente nada. Vi una mano que se acercaba a mis ojos, y supe que me iban a cortar uno de los pocos nexos que me quedaban con el mundo exterior, la vista. Efectivamente me cerraron los párpados. A continuación, sentí que me arropaban, tapándome hasta la cara. Lo que anteriormente formaba parte del imaginario colectivo, visto en innumerables películas y series de televisión, se trastocó en terrible realidad: legalmente estaba muerto. La legalidad… súbitamente ese término adquirió otro significado: en el pasado, fue mi forma de vida, una manera de obtener importantes ingresos, y de inflar de paso mi ego, utilizando las herramientas que me proporcionaron en las aulas de la universidad y las triquiñuelas aprendidas en la vida real, sin tomar mucho en cuenta los aspectos éticos, o la justicia. Ahora, legalmente, estaba liquidado. Legalmente muerto, pero vivo en realidad. Y sin poder hacer nada para demostrarlo. Repentinamente tuve una revelación: ese asunto del karma, el cual siempre desdeñé, era cierto. ¿Cuántas veces gané casos porque mi oponente no pudo demostrar que tenía la razón? Describir, o simplemente tratar de explicar los sentimientos de horror e impotencia que sentía en esos instantes es tarea imposible; bástese con decir que se arriba a un punto en el cual es muy sencillo llegar a perder la razón.
Lo que ocurrió a partir de ese momento fue sumamente confuso: sentí que me trasladaban rodando en lo que supongo era una camilla, mientras escuchaba gritos y expresiones de sorpresa, que seguramente provenían de los vecinos de piso. Posteriormente, el sonido chirriante de las ruedas cesó. Sentí una presión leve en el pecho y en las piernas; creo que me aseguraron con unas correas. Percibí como la camilla descendió, conjuntamente con un sonido metálico, y después súbitamente ascendí: habían plegado la cama portátil para bajarme por las escaleras. Oí las quejas de los camilleros, haciendo bromas sobre mi peso. Claro, si supieran que estaba vivo a lo mejor hubieran sido más respetuosos. Pero para ellos era solo un cuerpo. Ese mismo hecho hizo que no tuvieran mucho cuidado en el transporte; tropezaron varias veces contra las paredes de las escaleras, y no tuvieron la delicadeza de mantener la camilla estable, por lo que hice gran parte del recorrido cabeza abajo y de lado. Eventualmente llegamos a la planta principal del edificio. Sentí como reposaban la camilla en el piso, y otra vez escuché el sonido metálico y tuve la sensación de elevarme. A continuación oí las ruedas chirriando, percibí como bajaba, rebotando, los dos escalones que llevan desde el hall de entrada del edificio hasta la acera, y después otra vez el descenso, el sonido metálico y el ascenso, y luego la quietud, y el ruido característico de una puerta de vehículo cerrándose. Poco después todo empezó a moverse. Supuse que me estarían trasladando en una ambulancia, pero no escuché el sonido de la sirena. Claro, no había prisa. Para llevar a un muerto a la morgue siempre hay tiempo.
Después de eso caí en una especie de sopor, al filo entre la vigilia y el sueño. Tengo vagos recuerdos de haber sido movido de lugar, levantado, sacudido. Eventualmente debo haber perdido el conocimiento, porque cuando volví a tener noción de mí mismo, estaba en un lugar cerrado, frío y metálico, y me encontraba totalmente desnudo. Escuché el atenuado sonido de unas voces hablando, pero solamente alcancé a entender que se estaban dando la hora: según lo que dijeron, eran las 2:30. De la madrugada, seguramente, ya que mi supuesta muerte fue decretada a las 5:21 (presiento que esa combinación de guarismos ya nunca abandonará mi memoria). Fue en ese momento cuando decidí recopilar todos los acontecimientos que he narrado, ya que creo saber en dónde estoy: una de las gavetas para cadáveres de la morgue. ¿Me irán a hacer una autopsia?, es decir, ¿me abrirán en canal, y extirparán todas mis vísceras, una a una, estando yo aún vivo? Dios, sabes que nunca había invocado tu nombre, y sabes también que no he creído mucho en ti. Pero de repente necesito creer: ¡No permitas que lo hagan!
Siento ruido, siento que me estoy moviendo y a pesar de tener los ojos cerrados percibo un cambio en la iluminación: están abriendo la gaveta. El momento más terrorífico está por llegar. Me cargan por los brazos y las piernas, y me depositan boca abajo sobre una superficie fría; el contacto de mis pezones, mi vientre y mi sexo con lo que debe ser la plancha de metal de la mesa de autopsias me da una profunda sensación de escalofrío.
—¿Seguro que es así?
—Esas son las instrucciones.
—Bueno, no se pierde nada intentando…Prepárese, jefe. Esto va a doler.
Alguien me inyecta en la columna. Siento el pinchazo como si lo hubiera causado una aguja de tejer, pero no puedo expresar ningún tipo de dolor. Vuelvo a perder el conocimiento.
—¡Abogado Vargas! ¡Abogado Vargas, despierte!
Esa voz me penetra en el oído como un taladro de percusión. ¿Por qué me llaman si me creen muerto? ¿Fue solamente un mal sueño? Abro los ojos, y me doy cuenta de que estoy en un cuarto que parece de hospital, y veo que unos cables me conectan a una máquina.
—De la que se salvó, abogado.
Quien me habla es una persona vestida con una bata, a la que no puedo verle la cara, porque está cubierta con un tapabocas y unos anteojos de plástico. Tiene a otras dos personas al lado, con el mismo atuendo. Trato de hablar, ¡y puedo hacerlo!
—¿Dónde estoy?
—Está en el hospital militar.
—¿Qué me pasó?—Aunque el “que” lo se, más bien me interesa el “cómo”.
—Aparentemente sufrió un infarto, o algo que nos hizo pensar que lo era. El médico de Protección Civil lo declaró muerto, y como dicta el protocolo fue trasladado a la morgue para proceder con la autopsia de rigor. Mientras eso ocurría, en la estación central de policía se recibió un paquete anónimo, que contenía dos cartas: una para el personal de policía y otra destinada a usted. Al principio pensaron que era una broma de mal gusto, pero dentro del paquete consiguieron adicionalmente una jeringa llena con un líquido, y un cuchillo ensangrentado.
—A partir de este momento, debo indicarle que tiene derecho a permanecer en silencio, ya que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. – Dice uno de los otros dos hombres.
—Perdón, no hice las presentaciones. Yo soy el doctor Ulises Brión, jefe del departamento de medicina forense de éste hospital. A mi lado está el agente Jorge Rendón, de la policía nacional, y el otro caballero es el doctor Javier Urosa, el abogado de oficio que le asignó el tribunal de control.
—¿Abogado? No entiendo… — digo para ganar tiempo, ya que estoy enterado demasiado bien de lo que ocurre.
—Verá, la carta destinada a la policía indicaba que usted estuvo bajo la influencia de una poderosa neurotoxina, y que la jeringa contenía el antídoto que contrarrestaría su acción. También decía que si analizábamos el cuchillo, íbamos a encontrar evidencias del caso Monsalve. Efectivamente lo hicimos, y hallamos sus huellas digitales en él, además de las de Monsalve y sangre que, según las pruebas de ADN, perteneció a la difunta Cándida Linares. Está usted acusado de haber participado en grado de complicidad en el asesinato de la señorita Linares.
Trato de decir algo, pero el abogado me hace una señal para evitarlo. Y me extiende una carta. La saco del sobre (que tiene mi nombre en el espacio correspondiente al destinatario), y leo lo siguiente:
“La justicia es como la muerte: puede tardar, pero eventualmente llega.”. No está firmada, simplemente tiene dibujada a pie de página una flor. Sin ser botánico, creo saber cuál es.