🖊️ MICROS DE HIERRO

Ella entra a la habitación, cierra la puerta y se desnuda. Se sienta en la mecedora y revisa su celular. Al rato, se sonríe y saluda con la mano. Es curiosa la rutina que hemos establecido, desde que me mudé a la casa del frente y la espío por la ventana.

La casa, que no existe más, es el recipiente ya intangible de los recuerdos que conservo con ella. Ambas desaparecieron, pero, inevitablemente, siguen a mi lado; implacables, severas. Inolvidables.

Nadie se asoma ya por esa ventana. Ni siquiera ella. Tanto que me mostró, y no hablo de desnudeces al descuido. No. Me interesaba su intimidad, su lenta disposición al orden y la limpieza. Los movimientos mínimos.

La casa, vacía, habitada solo por mí y por los recuerdos que ella dejó diseminados por todos sus rincones, con su desorden habitual, me cobija y me atormenta, a la vez.

Esa noche, la casa estaba sola. Sabía cúal era la ventana más frágil, la del truco para abrirla. Al cobijo de la oscuridad, la violé, y, ya en su interior, me dirigí a uno de los cuartos. Mi cuarto, el de la infancia.

Ella leía las cartas. De noche, junto a la ventana, se acomodaba en la poltrona y sacaba de una caja metálica sobres, al azar, que contenían confesiones, declaraciones de amor, amenazas, de desconocidos para desconocidos. Las robaba de los buzones de sus vecinos.

El niño, solo en la casa, se aburría. Su mejor amigo, más pudiente, había salido de viaje, en avión. Él también quería volar. Buscó en los armarios algo que se lo permitiera, y fabricó un par de alas. Nadie tuvo la precaución de cerrar bien la ventana.

Camino a casa, luego de una jornada dura y larga. La noche comienza a suplantar el atardecer, y se va encendiendo el alumbrado público, proyectando mi sombra sobre las aceras. No tengo prisa. Nadie me espera ya; ella se marchaba hoy.

Como en una canción de Los Beatles, ella entró por la ventana del baño. Lo que hizo, ya dentro de la casa, pertenece más a una canción de Black Sabbath.

Ella no solo me echó. Botó la casa por la ventana: todas mis pertenencias ofrecían un curioso espectáculo, regadas armoniosamente sobre el jardincito de entrada del edificio.

Ella no tiene brazos, sino tentáculos. De noche, me envuelven y se me pegan al cuerpo con sus pequeñas ventosas, hasta que la luz del amanecer penetra por la ventana. Entonces, se aleja presurosa, reptando, hacia el charco que es su casa. Despierto.

Ella llega a su casa tarde, en la noche. Yo estoy siempre allí para atenderla. A veces se tarda un poco más, y siento palpitaciones hasta que veo las luces de su carro parpadear, como lo acordamos. Entonces, salgo de la caseta y le abro la barrera. Está a salvo.

Rocío con estudiada parsimonia el vinagre balsámico sobre la ensalada. Nunca antes lo había utilizado, pero leí que su sabor se impone sobre los demás. La escucho caminar hacia el comedor; será su última comida, y yo alcanzaré, por fin, mi libertad.

El ministro sin cartera se sentía más inútil que un día de playa sin sol. Sabía que le habían dado el cargo como recompensa, pero sentarse todos los días frente a su portátil, para jugar infinitas manos de solitario, lo llenaba de vergüenza. Salvo cuando ganaba.

A la panadera no le gusta correr, así que se levanta antes que el sol. Pone a sonar un fado tristísimo, capaz de inducirle el llanto. Luego, amasa. Una par de horas después, hornea. Y dispone su producto en una cesta, bajo un letrero que reza “pan de lágrima”.

La mano da para todo. Sirve para acariciar, para golpear, para modelar el barro, para empuñar un arma. Para secar un llanto. Tus manos eran versátiles; me hicieron ver el paraíso y descender al infierno, a veces al mismo tiempo. Nunca olvidaré tus manos.

Utilizo colores para afianzar emociones. Mi bolígrafo de tinta roja lo destino para historias criminales. El verde, para escenas bucólicas. Tú tienes asignado el que considero más acorde para mis sentimientos hacia ti: el negro.

Escribes en bolígrafo sobre la hoja pentagramada. Soy analfabeta en esto de la música. Esos símbolos son como arcanos. Pero, al verte traducirlos sobre el teclado, los siento. El mar, el sonido de las olas, el viento, están allí. En esas notas incomprensibles.

Aporreabas el teclado con rabia, como si lo detestaras. Ser niño prodigio te destinó a eso, a no salir de esas cuatro paredes, para practicar hasta el cansancio. El día siguiente debutabas. Tú decidiste otra cosa. Con los dedos fracturados, sería imposible.

En la cartera guardaba el último recuerdo tangible que le quedaba de ella. El dibujo de una clave de sol, imagen del único vínculo existente entre ambos: el amor por la música. Casi nunca lo miraba, pero saberlo allí le proporcionaba seguridad; era su amuleto.

Tenía dos pasiones: la simetría, y, por extensión, los palíndromos. Pasaba todo el tiempo con su bolígrafo, combinado letras al azar. La silla verde de su escritorio ya reproducía su anatomía. Un día, entendió que su vida se leía igual en ambas direcciones.

El síndrome del impostor se juntó con el temor a la hoja en blanco. El bolígrafo se resistía a dejar algún trazo sobre el inmaculado papel. Nervioso sobre la silla, fumaba un cigarrillo tras otro. Desde el espejo le llegó una mirada de recriminación.

Nunca pudo escribir nada coherente, en tiempos de papel y bolígrafo. Las ideas estaban allí, pero no lograba plasmarlas. Todo cambió al adquirir una computadora. Con en teclado podía expresarse sin tropiezos. Las paredes del cuarto vieron nacer su primera novela.

El ya otoñal casanova, que solía mandar perfumadas esquelas de amor escritas con su costoso bolígrafo, tuvo que adaptarse a los tiempos y recurrir al teclado. Tinder es ahora su coto de caza, aunque el espejo le diga que llegó la hora del retiro.

Sentado en la silla de la barbería, me miro en el espejo que tengo al frente, y no me reconozco. El barbero ya tiene cogida por el mango la navaja de afeitar. Comienza el ritual de espuma y lociones, que me dará un aspecto civilizado tras dos años de encierro.

Comenzó a borronear con su bolígrafo lo que le sugería el espejo. Sobre el papel iba apareciendo una imagen, al principio difusa, que poco a poco fue definiéndose. Cuando terminó, pegó el papel en una de las paredes. Otro magnífico monstruo para la colección.

Para tu hijo, treparse a esa mata de mango y consumir sus deliciosos frutos, montado en una de sus ramas, era el entretenimiento favorito, unos años atrás. Hoy se resguarda bajo su sombra, en la silla de ruedas. Tú lo miras, conteniendo una lágrima.

Lo llevaron en su silla de ruedas hasta la orilla de la playa. Allí, podría contemplar -posiblemente por última vez- el mar. Pidió un bolígrafo y una hoja de papel. El poeta moribundo iba a escribir sus versos finales.

Ensayaba su coqueteo frente al espejo. Tal vez había exagerado con la sombra verde. Titubeó, pero decidió no corregirla. Se sentía exuberante. Tú la aguardabas, molesto por la demora. Verla pintorreada así, como un payaso, aceleró tu decisión.

Instalé una aplicación fabulosa en mi teléfono. Ya no necesito el teclado, ni hablar. Ahora, el celular capta mis pensamientos. Pero debo ser cuidadoso, poner paredes de por medio. Si tú recibes una llamada en medio de la noche, puede ser un sueño mío.

Mi asistente personal no es Siri, ni Alexa, sino Rocío. Habla con acento andaluz, y me pone a correr por las mañanas. Es implacable; no le importa que el sol raje las piedras o esté cayendo un diluvio. “¡Anda, holgazán, que la panza te cuelga!” exclama, iracunda.

La silla verde desentonaba con el resto del mobiliario, tan tú, tan de tu estilo. Te gustaban las cosas dispares, combinar objetos que parecían incompatibles. Como nosotros. Mi pasión por la simetría fue el detonante de nuestra relación. ¿Hice mal al destrozarla?

El teclado de mi vieja Olivetti verde era caprichoso. Se negaba a funcionar cuando no le gustaba lo que estaba tecleando. Era mi principal crítico. Pasaba horas sentado en mi silla, tratando de complacerlo. Con mi computador eso no pasa. Ahora no tengo filtro.

Tú te pierdes en un mar de contradicciones, levantando paredes donde había puentes. Pero yo soy hábil escalando.

El pizzero amasa con la sapiencia de tres generaciones. Tú sabes que las mejores pizzas las hacen allí, entre esas paredes adornadas con motivos italianos. Es tu casa. La silla ya no te contiene, y piensas que, tal vez, deberías limitar las visitas al restorán.

La cercanía del mar tiene el inconveniente del salitre. Se lo come todo. Hasta el espejo está corroído; ya casi no refleja. Para lo que te sirve, por otra parte. ¿Para qué vas a querer verte? Tú ya no le importas a nadie, incluyéndote. Vejetas en tu último refugio.

Las desnudas paredes de la celda tenían como único adorno un pequeño espejo. Tu distracción era mirarte en él. Constatar los estragos del tiempo en tus facciones. Tú fuiste hermosa un tiempo, sin embargo. Antes de que te encerraran aquí.

Y, si de fábulas se trata, ¿tú conoces la del espejo que se tornaba verde cuando alguien decía la verdad y rojo cuando mentía? El mentiroso lo partió en mil pedazos, pero lo único que logró fue multiplicar por mil al detector de mentiras.

Trepé las más altas paredes para llegar a tu lado, pero tú estabas muy ocupada admirándote ante el espejo.

En su reino, situado en el fondo del mar, Neptuno abolió el espejo. Solo él tenía uno, de mango dorado. No quería que los peces, ya dispersos por naturaleza, se distrajeran.

Encontraste un viejo espejo en el ático. Había sido de tus abuelos. Ya el borde estaba verde, comido el azogue original. Tú comenzaste a fantasear con ese objeto; en una ensoñación, viste aparecer en él imágenes del pasado. O, tal vez, no estabas soñando.

Las paredes verde oliva de aquel cuarto, sumergido en penumbras, me oprimían. Me castigaban encerrándome en él. El ambiente tétrico me sumía en un denso abatimiento. Mi única distracción era el espejo. Miraba mi reflejo en él, tratando de entender.

Cambié el azul celeste por el marrón café, pero, en mi descargo, puedo jurar que nunca había visto unos ojos como aquellos. Lo lamento, catira, pero el amanecer me encontró al lado de ella.

Tras abandonar el escenario, te despojaste de tu vestido azul, y, desnuda, te pusiste frente al ventilador, procurando secar el copioso sudor que goteaba por tu cuerpo. Ese calor pegajoso se había adherido a tu piel. El amanecer se anunciaba desde la ventana.

El río azul, el café en la rudimentaria mesa, el olor a guayaba, el teléfono olvidado en casa. Dios mío, qué aburrimiento en este monte.

En el simpático pueblecito de La Mesa, en las montañas trujillanas, le sirvieron un excelente café. Por supuesto, no perdió la ocasión de inmortalizar el momento con una “selfie” tomada con su teléfono. El “influencer” no podía defraudar a sus seguidores.

Todo es verde, aquí. Desde las hojas de los tupidos árboles hasta las quietas aguas del lago. Me espejo en ellas, en un momento de sosiego, antes de continuar la marcha hacia mi destino final, el ancho mar. Última frontera a alcanzar en este largo viaje solitario.

El mar, en esas latitudes, era verde. Nada que ver con el azul caribe de su infancia. Frío, helado, aún en verano. Una triste tarde, con el mango de su cuchillo, escribió algo sobre la gris arena de la playa. Antes de que la ola lo borrara, podía leerse “casa”.

Siempre quise saber cómo era la vida tras el espejo. Mi gemelo habitaba allí, y tenía mucha curiosidad. Pero nunca pude traspasar las paredes transparentes. Un día, harto, arrojé la silla contra él. Fue inútil. Mis gemelos se multiplicaron, esparcidos por el piso.

Marianella y Marisela eran gemelas idénticas. No necesitaban espejo. Además, inseparables, hasta que llegó la edad de los enamoramientos. Tú sembraste la discordia; no supiste decidirte por una, y lograste lo que parecía imposible: levantar paredes entre ellas.

Hilario y Alirio se odiaban. Tal vez por la asonancia de sus nombres, se profesaron antipatía desde el primer día. Pero, en el fondo, eran espejo el uno del otro. El encuentro final fue dentro de las paredes del colegio. El cuchillo entró hasta el mango.

¿Debo llamarla por teléfono? Estoy muy tentado, pero el ventilador de mesa, terco, sigue diciéndome “no”.

Era de la vieja escuela. Privilegiaba la hoja sobre el teléfono. Solía escribir elegantes cartas, en papel azul, que enviaba a políticos, amigos, familiares y amantes. Fue el último cliente que le quedó al Instituto Postal.

-¿Qué dice el libreto? -Te mueres al amanecer, envenenado con el café. -¿Y tú? -Quedo parapléjico, al caerme de la mesa por la ventana. -Maldito escritor.

Soy el ojo azul que todo lo ve, todo lo analiza, y todo lo anota. No juzgo, no río, no lloro. En la hoja quedan los apuntes, para la posteridad. Soy el ojo azul.

Calor. Calor denso, húmedo, asfixiante. No hay ventilador que lo disipe, ni agua fresca que lo apacigüe. Me dicen que el café humeante puede engañarlo, pero es una vil mentira. Igual, lo tomo. Para estar tan caliente adentro como afuera.

La tienda que acaba de abrir en el vecindario es muy novedosa. Despachan a domicilio, con un simple llamado por teléfono, desde el amanecer hasta la noche. Ofrecen “latte”, “latte vanilla”, “frapucchino”, “mocacchino”. Lástima que no vendan café.

Un último café juntos, luego la ceremonia del borrado de los recíprocos contactos en el teléfono, un apretón de manos, y la despedida. El ventilador voló la hoja de papel que no me atreví a darte. O fui yo quien la tiró al cesto. No lo recuerdo bien.

Anunciaron los resultados. El premio había sido declarado desierto por decisión unánime: ningún concursante supo hallar la relación metafísica entre los términos amanecer, hoja, café, mesa, teléfono, guayaba, ventilador, azul y río.

No me fue bien en el taller de cuentos. No tuve problemas con el café, la mesa, el amanecer y el ventilador. Pero no supe dónde poner el teléfono, cuándo escribir en la hoja, qué pintar de azul, ni quién tirar al río. Para colmo, ningún personaje quiso la guayaba.

La conocí en Río de Janeiro. Yo, un turista aturdido al amanecer. Ella, una pretendida “garota” a la pesca de incautos. Su minúsculo bikini azul fue el anzuelo, que piqué al instante. No hace falta decir que nos devoró: a mí, y al contenido de mi cartera.

Tenía todas las intenciones de tirar tu pañuelo al río, al amanecer, para mirarlo cómo se hundía. Pero Julio Iglesias me paró allí, amenazando con una demanda por plagio. Tuve que borrar el microcuento; no tenía otra opción sobre la mesa.

Borges hablaba sobre lo abominable del espejo. Lo entiendo; ver mi figura reflejada me repugna. Ya no tengo espejo; en la pared verde hay un rectángulo un poco más oscuro que el resto, huella imperceptible del paso de ese objeto despreciable por mi vida.

La paredes del laberinto eran altas. Para complicarlo más, había un espejo en cada esquina, lo que multiplicaba las posibilidades. Te guiabas -intentabas guiarte- por el sonido del mar, pero en realidad te perdías cada vez más. El minotauro aguardaba.

Se desvelaba por las razones más inverosímiles. El amanecer lo sorprendió sentado frente a la mesa del estudio, tratando de averiguar en su teléfono qué demonios había querido decir Borges con aquello de la unánime noche

El inmenso jardín tenía un sendero que se dividía. Uno de los segmentos transitaba entre matas de café y árboles de guayaba. El otro, pasaba al lado de un río de escaso caudal. Sabía que en algún lugar se interceptaban, pero se perdió en el laberinto.

Tenía un solo orgullo: su biblioteca. Carente de otro tipo de fortunas, se consideraba millonario. Desde el amanecer hasta el ocaso, se ocupaba de ordenar y limpiar los estantes. En la noche, colocaba sobre la mesa algún libro, y, café mediante, se sumergía.

No era escritor. Más bien, grafómano. Antes del primer café, solía haber llenado la hoja con lo que se le ocurría. Había acumulado la respetable cantidad de 500 cuartillas con ese método. Pero esa caligrafía, en tinta azul, la entendía solo él. Nadie la leería.

Los cascos de guayaba que ofrecía aquel restaurante parecían pertenecer a una cápsula del tiempo. Comerlos significó transportarse a la infancia, sentado a la mesa de algún comedor de hotel, tras haber pasado la mañana chapoteando en un mar increíblemente azul.

Despertó antes del amanecer, pero la ocasión lo ameritaba. Sobre la mesa de noche estaban los pases de cortesía. Llamó por teléfono a su mejor amiga, y le comunicó la noticia. Debían apurarse para llegar temprano al canal. Iba a ser un sábado sensacional.

No se perdía ni un solo amanecer. Había programado su teléfono para que comenzara a grabar todos los días a las 5:30. Cuando se levantaba, hacia las 9:30, disfrutaba el primer café viendo el espectáculo de la salida del sol, por los lados de Petare.

Se había ganado la lotería. En la hoja de resultados supo lo que le tocó en suerte: iba a se ejecutado al amanecer, y su cuerpo sería arrojado al río. Eso de vivir en la imaginación de un escribidor poco original era un incordio.

Bajó al río de la sabiduría para abrevar de la sapiencia de los grandes. Pero ni que se lo bebiera completo iba a alcanzar el genio de sus ídolos. Se tuvo que conformar con redactar inofensivos avisos de prensa, sentado en la mesa de un café de mala muerte.

Salvador dibujó sobre la hoja el boceto de una guayaba derritiéndose encima del auricular de un teléfono. Luego inició otro, con un ventilador sobre cuyas aspas giraba un Cristo. los desechó. Cada vez le costaba más encontrar motivos para sus obras.

“No llegará a amanecer”. Esa frase resonaba en su mente. No sabía qué hacía flotando en esa balsa sobre un río color azul petróleo, ni por qué tenía una moneda dentro de la boca. Lo entendió cuando, al detenerse la embarcación, vio al perro de tres cabezas.

Había llegado la hora de poner las verdades sobre la mesa. Tocaba revisar la accidentada y caótica hoja de ruta; compararla con la teórica, tan racional y ponderada. Debía darse prisa: la luz azul comenzaba a aparecer.

El barquero estaba harto de navegar en ese río, y de las quejas recurrentes de sus pasajeros, así que redactó en una hoja su renuncia, y se largó. Ahora disfruta del azul tropical en su peñero. Hace viajes turísticos a Mochima. Caronte halló su vocación.

Soy inocente. Porque no lo hice, pero también en la otra acepción del término. Me entramparon. Lo juro, oficial. El teléfono no es mío. Cuando la llamada, yo estaba limpiando una mesa en el café donde trabajo. ¿Puede apagar el ventilador? Me aturde.

Tras tus anteojos verde botella contemplas el mundo, juzgando, desde la silla del Gran Café. Sus cristales son espejo que refleja lo que ocurre a tu alrededor: escenas mundanas que a ratos te divierten, a ratos te escandalizan. En la mesa, se enfría tu “espresso”.

Hace poco, encontraste la caricatura que te hicieron en el Franco’s. Más eficaz que una fotografía: los trazos a bolígrafo, implacables, te mostraban tal cual eras entonces, a pesar de las exageraciones. Un espejo. Tú pensaste en quemarla, pero no te atreviste.

Con tu elegante bolígrafo, firmabas las facturas que te presentaban los camareros sin inmutarte. Todos te fiaban. Eras el rey de la noche; tus fotos adornaban las paredes de los restaurantes. Hoy te ahogas en deudas, pero tú piensas que nadie te quitará lo bailado.

Sentado en su mesa habitual del Gran Café, Papillón soñaba con cocos entre azules: el azul del mar, y el del cielo. Al rato, salió de su sopor, y volvió a la tarea interrumpida. La hoja recogería otra hazaña (¿real, imaginaria?) ocurrida en la isla del Diablo.

El ventilador espantaba las moscas sobre la mesa, pero siempre volvían. Tú mirabas, embelesada, su evolucionar metódico, su precisión al repetir el mismo comportamiento, tras cada barrido del aparato. Despabilaste cuando, desde alguna mesa, pidieron café.

Paseaba ligera por la Calle Real, con su breve top guayaba y su minifalda azul. Se paró frente a Cárnaby, donde está el teléfono público. Cayó como desmayada. La gente se arremolinó. Me bajé el pasamontañas, saqué la Uzi del morral, y entré a la agencia del banco.

Sentada en una mesa del Papagayo, lo aguardabas. No se distinguía por la puntualidad, pero esta vez se había pasado cuatro pueblos. Pediste otro café para matar el tiempo. Ese día no lo verías. Ni ningún otro. Yacía en el fondo de río, abaleado en la emboscada.

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