Esta es la historia de una infamia. Me fue referida por su perpetrador, en las mismas mesas en donde fue fraguada: las correspondientes al área frente al mítico bar que sirvió como punto de encuentro de toda la bohemia caraqueña; el de los cafés a media mañana, los cocteles a final de la tarde, y las noches interminables. Donde podían converger en la misma mesa poetas, pintores, escritores, periodistas y guerrilleros comunistas, pergeñando utopías, haciendo filigranas de palabras, contando chistes soeces, rumiando borracheras escandalosas y memorables. Supongo que ya se hicieron una idea sobre ese lugar al que hago mención. El legendario Gran Café.
Como todo aspirante a escritor, yo también fui asiduo de ese lugar. Al principio, me conformaba con observar a prudente distancia las tertulias que entablaban los que eran mis ídolos: Adriano, Caupo, Alfredo, Salvador, Renato, Yolanda, Sophía. Todos ellos, cuyas letras llenaban mi mañana de domingo cuando me estudiaba de cabo a rabo el Papel Literario, tratando de entender como era eso de escribir, se podían encontrar cualquier día de la semana, acodados en las sillas de tubos cromados y mimbre trenzado, típicas de las fuentes de soda y los bares al aire libre de los años 60 y 70, con un café, una cerveza o un trago en frente, fumando como carreteros y hablando, siempre hablando. O solos, como vi una vez a Julio Cortázar, ajeno al ruido y misteriosamente mimetizado en el entorno. Yo me instalaba en una mesa cercana, y podía pasar horas y horas estirando la bebida que hubiese estado a mi alcance, dependiendo del estado de mis finanzas. Generalmente era un refresco, pero en ocasiones excepcionales me daba el lujo de pedir una cerveza, que constituía mi ticket de entrada a ese espectáculo que tanto me llamaba la atención.
De tanto ir al Café, comencé a hacerme amigo de alguno de los mesoneros, que por alguna razón me había tomado simpatía a pesar de mis parcas consumiciones. Tal vez el hecho de dejarle siempre una propina proporcional a mi consumo, y mi fidelidad, lograron el truco. En las horas muertas, las de menor afluencia, sesteaba a mi lado y me daba conversación. Así supo de mis aspiraciones literarias. Y así fue que conocí a Papillón.
Bueno, no es muy precisa esa afirmación: a Henri Charrière lo conocía tanto por su fama, que la publicación de su libro había llevado hasta el estrellato, como de vista, pues se cortaba el pelo en el mismo sitio que lo hacía yo, en la barbería que estaba justo al doblar la esquina del Gran Café rumbo a la Solano, la de Gaetano. Fue el mismo Gaetano, mi barbero por más de 30 años, quién me lo señaló, y me contó, dicharachero como era, todas las infidencias que sabía sobre el personaje, que a partir de ese momento comenzó a interesarme muchísimo. Y mi repentina amistad con el personal del Café me permitió la satisfacción de estrechar su mano.
Estaba sentado, como acostumbraba, en una mesa apartada del centro del local, fumando su sempiterno habano. Por la hora, las dos y media de la tarde, el local estaba bastante solo, y a Charrière no lo acompañaba nadie. Mi amigo mesonero me llevó frente a él, y le dijo: “Patrón, este es el muchacho del que le hablé ayer, el que quiere escribir algo más arrecho que el librito suyo”. Yo quedé estupefacto ante esa presentación, pues me pareció que el mesonero me estaba echando al foso de los leones, pero Charrière soltó una risotada y contestó: “¡Vaya pretensión la de este garçón, carajjo! ¿Cómo se llama este atrevido?” “Luiz Javier Hierro”, respondí, con voz entrecortada. “Bueno, ya nom de plume tienes, pero, ¿cómo te llamas en realidad?” “Ese es mi nombre real”. “Ok, si tú lo dices… pero siéntate un rato conmigo, estoy más aburrido que una huître ”.
Ese día no charlamos mucho, pero me pareció que el mítico francés se encontraba a gusto en mi compañía. Tal vez se debió a que en mí hallaba un público atento a sus disertaciones, que lo interrumpía poco y nunca lo contradecía, más bien creía cada ocurrencia salida de su boca, por estrafalaria que pareciera. Poco a poco, entre nosotros fue surgiendo una extraña amistad, que tenía visos de mentoría, una relación en la que yo era el discípulo y absorbía con atención las enseñanzas que me impartía Charrière en las horas muertas de la tarde. Claro que esas charlas se disipaban en el momento en que llegaban sus verdaderos amigos, los pesos pesados de la sociedad de entonces. Allí, sin necesidad de que me lo indicara, desaparecía sigiloso, y me colocaba a una distancia prudente, en la que pasara desapercibido pero a la vez pudiera captar las charlas que sostenían esos señores.
Un día, tal vez un miércoles, tal vez a las cuatro de la tarde, tuve una conversación de esas que te cambian la vida, con él. Recuerdo que estábamos sentados en la mesa más apartada del café, casi llegando a la barbería de Gaetano, y que comenzó cuando yo le comenté que por fin había terminado su libro, gracias a una copia que me prestaran en la facultad en donde a duras penas seguía algunas materias de los primeros años de la carrera. Charrière me miró divertido, y me dijo: “Sabes que yo no escribí ese libro, ¿verdad?”. Yo me le quedé mirando con aire entre incrédulo y estupefacto, incapaz de creer lo que me estaba diciendo. Luego contesté que me estaba tomando el pelo. Entonces me refirió esta historia: él sí había estado en la Isla del Diablo, pero no era uno de los presos. En realidad era uno de los carceleros, que la pasaban casi tan mal como los prisioneros, salvo algunas ínfimas comodidades. Un día lo relevaron de su cargo, porque se le había ido la mano con uno de los recluidos y casi lo mató. Lo embarcaron en el primer navío que recaló en la isla, rumbo a por lo menos una baja deshonrosa, o la prisión en Francia. Al llegar a puerto, en Trinidad, se escabulló, y tras múltiples peripecias llegó a Caracas, en donde, tras varios años de ejercer los más variados oficios, por fin llegó a ser socio de el Gran Café. Algún tiempo después de que el local abriera, ocurrió un hecho extraño: una comisión de la policía secreta de ese momento se llevó a rastras a uno de los parroquianos, al que no le dio tiempo de recoger un objeto. Se trataba de un cuaderno empastado, que Charrière encontró debajo de la silla que ocupaba el hombre. Era un manuscrito, escrito en francés, que daba cuenta de un rocambolesco escape de la misma isla en donde él había sido carcelero.
“Ese manuscrito era un desastre, amigo mío. Sacre bleu, cuántos errores gramaticales, y eso que yo no soy un literato. Pero la historia era tres charmant, así que decidí meterle mano. Estuve seis meses transcribiendo, corrigiendo, dándole mi estilo, acá mismo y en esta misma mesa, hasta que salió Papillon”. Lo atajé allí: “Pero, no entiendo… ¿el tatuaje de la mariposa no se lo hizo en la Isla?”. “Jajaja, pardieu, ¡no! Ese me lo hice a propósito, en un estudio clandestino que está en el callejón de la poignarder “ . “Pero, ese hombre, ¿No supo más nada de él?”. “Shhh. De eso no se habla, la policía tiene oídos por todos lados”. “¡Qué historia!”. “Te la confío porque creo en ti, espero que sepas guardarme el secreto”. “Le juro por lo que más quiero que de mí nunca saldrá palabra de lo que me contó hoy”, le contesté de la manera más solemne que encontré, abrumado y halagado a la vez por esa confidencia tan extraordinaria.
Pasaron algunos meses, y yo continuaba mi rutina de visitar el lugar cada vez que podía. Pero, luego del episodio de su confesión, más nunca me topé con Charrière. Un día, de la nada, el mismo mesonero que me había presentado a su patrón me vino con un recado: “Carajito, estás de suerte. El círculo de escritores que se reúne cada viernes por la noche en el café te está invitando a una reunión. Parece que están buscando nuevos miembros, y te han visto tanto por aquí que piensan que tantas horas culo deben ser recompensadas. Sé puntual”.
Por supuesto ese viernes, quince minutos antes de la hora señalada, estaba ya en el sitio. Había buscado entre mis primos y mis amistades prendas que me dieran cierto estatus, y conseguí una boina y una chaqueta de cuero, toda apolillada, que me quedaba ancha. Un suéter cuello de tortuga, regalo de una tía española que no estaba al tanto del clima caraqueño, completaba mi atuendo. No me animaba a acercarme todavía a la mesa en donde sabía se sostenían las reuniones de esa peña, así que daba largos rodeos alrededor. Por fin, un silbido de uno de ellos, que a la vez me hacía señas, logró que hiciera mi aparición entre ellos. Abrieron un poco el corro, me ofrecieron un asiento, y me coloqué entre Orlando y Eduardo. Yo estaba, como es de imaginarse, en un estado de confusión beatífica; pensaba que había llegado al parnaso de los escritores, y que a partir de ese momento sería uno de ellos. En esa mesa se estaban sosteniendo conversaciones cruzadas a mil kilómetros por hora, y era casi imposible seguirle el rastro a alguna de ellas. Pero en un momento determinado tomó la palabra el inefable Caupo, quien se dirigió hacia mí. “Hoy estamos reunidos con la única intención de embriagarnos como lo hacemos siempre, y de paso incorporar en nuestras sesiones a esta joven promesa de las letras venezolanas, este mocito que se llama… ¿cuál es que es tu nombre, carajito?” “Luiz Javier Hierro”, balbuceé. “Luiz Javier, sí señor. A partir de este momento, si pasa la prueba iniciática que acostumbramos ponerle a los nuevos, Luiz podrá aparecerse por aquí cada vez que le provoque, o lo convoque. La prueba, mi querido amiguito, es a la vez fácil y difícil. Tienes que revelarnos el mayor secreto literario que conozcas. Y ni se te ocurra contarnos algo que hayas leído en el Papel Literario, que esa vaina la escribimos todos los cuatriboleados que ves a tu alrededor. A ver, con tu clara, alta e inteligible voz, ¿tienes algo que contarnos?”. Allí sí que la cosa se me comenzaba a poner delicada. Tenía en mi poder un secreto jugosísimo, algo que seguramente causaría estupor en aquella reunión, pero había empeñado mi palabra. El Caupo extrajo de su saco un cronómetro, y lo puso a andar. “No tenemos toda la noche, carajito, cuento tres y llevo dos…Te quedan diez segundos… Cinco…” “¡Sí tengo algo que contar!”, grité, cediendo a la presión grupal que me estaban aplicando. Y referí con lujo de detalles la historia que me había contado Charrière. Cuando terminé, el Caupo dijo: “¡Extraordinario, espectacular, estrambótico! Creo que no hace falta votar. Tráete la champaña, Julián”, le gritó a uno de los mesoneros, que llegó al rato con una botella dentro de una hielera. “Ahora, párese, Luiz Javier, que lo vamos a condecorar”. Obedecí como un autómata, aturdido, y vi como me ponían una banda que me cruzaba diagonalmente el pecho, a la usanza de las misses. “Te has ganado el galardón de EL SAPO DEL AÑO, por el pajazo que le acabas de echar a nuestro anfitrión y benefactor Papillón. Y ahora, tu bautizo”, dijo, mientras sacaba la botella de la hielera y me vaciara el contenido de esta última sobre la cabeza. Las risas a mi alrededor no cesaban. Desorientado, alcé mi cabeza, miré hacia el cielo, y pude ver, en los altos del Gran Café, la silueta de Charrière apoyado sobre la baranda, observando el espectáculo.