Sólo a una orquidiota se le ocurre regalar una Cattleya. No la flor: el espécimen íntegro, con hojas y raíces soportadas en sustrato de musgo y carbón, en una maceta plástica transparente.
Hay que sonreír y dar las gracias, mal disimulando el desconcierto, por más que internamente se desee gritar: «¡Vieja avara! Si quiere agradecer mis servicios, deme un cheque generoso; no una planta cursi que además hay que cuidar y mantener».
Así que salgo de esa casa con la maceta en la mano, buscando un basurero u otro lugar donde arrojarla o disponer de ella. Los municipios nos son muy eficientes en esto de distribuir tachos para basura y me da piquiña arrojar la maceta como se arroja una colilla en una cuneta o al borde de la acera.
Entro en el primer café que encuentro para paliar la frustración, la rabia y para pensar con calma en cómo deshacerme de mi carga. Los meseros y parroquianos me ven entrar y más de un gesto irónico o cínico o burlón se cruzan. Me hago el desentendido y pido un negrito fuerte como para hombres y discretamente dejo mi flor en la esquina de la barra.
Disfruto el café sorbo a sorbo y me demoro como perdido en las noticias que dispara un televisor que irrumpe entre las botellas de licor que decoran la estantería de vidrio que hay detrás de la barra.
Termino el café, me levanto, y voy y pago en la caja que hay a la salida del local. Salgo a la calle, y despacio me alejo, medio tenso y medio aliviado, con las manos en los bolsillos, casi que silbando, simulando despreocupación.
Tres pasos más y uno de los meseros me alcanza a la carrera: «¡Jefe, jefe! Olvidó su planta». Oculto la maldición tras de una sonrisa y con falsa sorpresa agradezco tanto el gesto como la honradez.
Continúo el camino, orquídea en mano, pensando que quizá lo razonable sea sacarle algún provecho. Destinarla de regalo a alguna jovencita interesante, a alguna señora con dinero que me pueda contratar, a la esposa de algún magnate al que le deba algún favor.
Avanzo por mi ruta, dándole vueltas al posible destinatario, sin atinar con un objetivo; sólo la imagen sucia y desgreñada del pordiosero de la cuadra de mi casa, el único mendigo del mundo que detesta a los canes.
¿Sería una opción? ¿Un orquidiota en potencia? ¿Qué gano yo con eso? Él, que ya no se anima ni a las prácticas básicas de la mendicidad, como alzar la mirada y hurgar en caridades potenciales o extender la mano, se despabila y me mira a los ojos por primera vez en los seis o siete meses en los que nos hemos cruzado diariamente. Sus labios se entreabren, como si esperaran por palabras embaladas y guardadas desde los días en los que entendió cuán inútiles iban a serle en un mundo que solo lo contacta mediante algún tropezón eventual o por medio de la caída libre de una moneda.
Me inclino frente a él sin saber qué decirle, hecho ya todo un orquidiota, porque si hay alguna cosa más estúpida que regalar una Cattleya (no la flor, el espécimen íntegro, con hojas y raíces soportadas en sustrato de musgo y carbón, en una maceta plástica transparente), es intentar contrabandearla como un artículo de caridad. ¿Qué se dice para dejar caer una Cattleya como una dádiva casual? “Hey, hombre, ¿qué tal una Cattleya?”. En esas dudas estoy, agachado frente al mendigo, cuando escucho un susurro, una brisa cavernosa y fétida que porta la palabra “epífita”. Toma la Cattleya y la deja a su lado, revelando una sonrisa ruinosa e intensamente amarilla, luego su expresión se cancela en su hieratismo habitual. Doy el asunto de la Catteya por terminado y procedo a levantarme para continuar el camino a la oficina. Hoy me urge llegar para poner finiquito al trámite de la venta del inmueble de la señora de generosidades florales, de forma tal que mi comisión me sea pagada este mismo mes. No logro pararme; una fuerza incontrariable me impide abandonar la incómoda posición de cuclillas. Observo que el mendigo me ha tomado del antebrazo izquierdo e intento zafarme. Es inútil. Mi serie de sacudidas no logra siquiera hacer vacilar el agarre. Le grito que me suelte, pero permanece totalmente inexpresivo y silencioso. Recuerdo mis clases juveniles de defensa personal y lanzo una serie de golpes de puño en el pliegue del codo del brazo que me sostiene, es como golpear una vara de metal. Cambio de blanco y le pego con todas mis fuerzas la nariz, ni siquiera logro alterar su expresión imperturbable. Grito pidiendo ayuda, pero nadie parece advertirlo; el bosque de piernas a nuestro alrededor continúa dando pasos. Es una puta línea de producción de pasos, diseñada para no detenerse jamás, mucho menos por alguna circunstancia acaecida bajo el metro treinta de altura, ese territorio de perros y mendigos.
Mi intensa pero inútil defensa me ha agotado por completo. “¡Qué buena vaina, precisamente hoy, que tengo que llegar a hacer el finiquito!”, pienso mientras recupero el aliento. Siento que soy halado hacia arriba, el mendigo se ha puesto de pie y me ha arrastrado con él a las regiones superiores de la acera. Trato de huir con un trote ligero, no intenta detenerme pero trota conmigo asido a mi antebrazo, sin una sola expresión, sin un solo gesto. Algunos transeúntes se tropiezan con él, quien no hace el menor esfuerzo por evadirlos, pero parecen no entender con que han chocado, se detienen con extrañeza y siguen su camino. Creo que no lo ven.
Ya estoy cerca de la oficina, lo mejor será tomar el riesgo de ir, si el mendigo ha pasado inadvertido en la calle, lo más seguro es que allá también lo haga. Supero la barrera de la recepcionista, que me recibe con su sonrisa habitual, luego alguien grita mi nombre. Creo que se han dado cuenta de mi acompañante, pero no, es mi jefe que me notifica un inconveniente más: debo hacer una breve presentación en la sala de conferencias para exponer los detalles de la venta que acabo de concluir. No tengo más remedio que acceder y voy al ascensor, donde me doy cuenta de otra complicación: si bien nadie parece ser capaz de advertir al mendigo, sí pueden olerlo. Al entrar al elevador, Alejandra, la consultora a quien siempre le coqueteo sin ningún éxito, ha dejado escapar un “¡¿Ay, qué huele así?! Nadie ha querido ser imprudente y dar una respuesta, pero varias manos son discretamente llevadas a las narices de sus jurisdicciones. Esto va a ser un problema; no puedo presentarme a la sala de reuniones con esta hediondez. Recuerdo el pequeño baño auxiliar del ala en remodelación. Está vacío y funcional, provisto inclusive de una ducha. Aseo al mendigo como puedo, es muy difícil limpiarlo mientras me sostiene del brazo, además debo evitar mojarme. Me deshago de sus harapos echándolos por el ducto de la basura, no me preocupa que pueda llegar a sentir frío en su desnudez, pues el agua helada de la ducha no hizo mella en su inexpresividad. Tampoco las magulladuras que pueda sufrir al caminar descalzo me parecen cosa a considerar, pues recibió todos mis golpes sin acusar la más mínima incomodidad.
La verdad, la presentación me ha salido muy bien, me las arreglé para moverme en espacios amplios y el mendigo no tropezó a ninguno de los asistentes. Dije que me había caído camino a la oficina y que tenía una molestia en la mano izquierda, lo que me permitió contar con ayuda al momento de instalar y manipular los equipos. Solo me preocupé un poco cuando Alejandra se me acercó al final de mi intervención para hacerme algunas preguntas. Su cadera llegó a rozar varias veces el pene del mendigo, pero este siguió sin reaccionar a nada, por fortuna. Hora de ir a casa. Estoy completamente agotado, empujo al mendigo hacia el lado derecho de la cama y caigo vencido por el sueño.
Un ariete de luz abre mis párpados y siento que vuelo fuera del colchón. El mendigo se ha levantado al amanecer y tira de mí como si fuera un muñeco, Va al baño, y logro verlo en el espejo mientras se cepilla los dientes, tiene una dentadura perfecta, blanca brillante. Me arrastra hacia la ducha. Estoy muy débil, creo que me voy a desmayar.
Una serie de golpes me despierta. Mucha gente tropieza conmigo, mientras el mendigo —que está impecablemente vestido con uno de mis trajes y pulcramente afeitado—avanza al frente tirando de mí. Una señora lo choca y le ofrece sus disculpas, él le sonríe en respuesta. Estamos donde nos encontramos la primera vez, la Cattleya sigue en la acera. El mendigo suelta mi brazo y no tengo fuerzas para sostenerme, caigo y no puedo incorporarme. Él me sienta y recuesta mi espalda sobre la pared, toma la Cattleya y se aleja. Yo no tengo más remedio que permanecer aquí, sin poder moverme, incapaz de un gesto, de una expresión, embalando palabras y esperando a que un orquidiota tenga a bien regalarme una Cattleya. No la flor, el espécimen íntegro, con hojas y raíces soportadas en sustrato de musgo y carbón, en una maceta plástica transparente.