Fue atropellado, pero aún no quedaba claro si todas sus lesiones habían sido producto del impacto contra el auto y finalmente contra el pavimento. Había heridas que parecían haber sido producto de una labor repetitiva muy extenuante, resultado de meses, quizá años. Un dedo pulgar roto, la cicatriz de una apendicitis, un tatuaje en el hombro izquierdo de la carta de tarot El colgado.
Desde que llegó, a pesar de no ser extranjero se sentía como si lo fuera, no había visto nunca ese rostro de su propio país.
1,80 m cabello castaño claro y revuelto, pegado por el sudor a las sienes y a la frente formando hermosas culebras, el marco perfecto de un busto romano pétreo, de labios angulosos y entreabiertos. Semejaba un sensual San Sebastián lacerado, terso, cubierto por sábanas delgadas y baratas de hospital, auspiciado jocosamente por la caridad católica regional. Así es como el clero guarda sus reliquias hoy en día, un bello hombre de mármol sin dueño.
– ¡No eres una persona, no sé que eres! ¿sabes de dónde vienes? Yo tampoco, somos la misma mierda, hijos de semen de turista.
H miraba a la enfermera con vehemencia, con los ojos pelados casi desnudos, vociferando siempre que le daban esos periodos cuando le subía la fiebre. Hablaba incoherencias hasta que ya no tenía más fuerzas y se quedaba dormido en una posición casi imposible. La muchacha que hacía la limpieza en el horario nocturno siempre lo veía antes de que cualquier enfermera pudiera darse cuenta, cuando ya estaba a punto de caerse de la camilla.
Llevaba semanas en el hospital, nadie había ido a buscarlo desde el accidente, era posible que no tuviera familia en la ciudad y su condición era aún delicada.
– Bueno, le recomiendo que descanse, le voy a poner su medicamento y verá como duerme bien esta noche.
– Sabes que, que en este momento estoy durmiendo, mira, así duermo yo, con los ojos abiertos, hablando, haciendo mi vida paralela. Yo despierto siempre en otro lugar.
Por la mañana la habitación estaba fría y húmeda, pero después de las fiebres era un regalo al amanecer. H miraba al suelo con indiferencia sobre su costado derecho, difícilmente acomodado por sus dimensiones.
Escucha la llegada de alguien pero no se molesta en girar la cabeza, huele a látex, a yodo, a orina de la cama contigua. Un halo de luz entra desde la única ventana de la habitación, pasando por cada una de las tres camas anteriores y se cuela por entre las cortinillas que dividen a los pacientes, solo para pincharle las pupilas, para convertirlas en cristal por un segundo.
Entra ella, por su olor la reconoce, y vuelve la sensación que le congela los huesos.
La cortina se recorre con violencia
– Buenos días, ¿cómo estamos?, le traje su medicamento…
No hay contacto físico ni visual, ella se limita a revisar el suero, cambio de medicamento…
H no sube la mirada, finge indiferencia por agotamiento.
– Me escuchas, volví otra vez.
H la mira con terror. Piensa para si mismo:
– Puedo escuchar lo que dices, te escucho cada palabra y no has abierto la boca.
Ella lo mira, sonríe con malicia. Unas pestañas arácnidas, abiertas en todas direcciones, mal pintadas y largas, sobre los ojos delineados de negro, una Sophia Loren de bajo presupuesto. Sigue con lo suyo. La gruesa tela blanca de su uniforme, casi para forrar sillones, esa tela resistente daba a los botones del pecho una tensión especial, solo una tela así podía contenerlo.
Le comparte una sonrisa con nulo grado de complicidad.
– En un momento vuelvo.
Salio de la habitación con discreción dejando su perfume detrás.
– ¡Eso si pudimos escucharlo todos maldita bruja!
H Piensa – Te escucho, Puedo escuchar lo que dices todo el tiempo. Donde quiera que estés, me escuchas lo que pienso y lo sé. Seas lo que seas.
Pasaron los efectos del medicamento y H volvió a sentir dolor, empezaba a ser insoportable cuando ella entró de nuevo. Dos de las camas estaban vacías y su única vecina era una mujer mayor, sola como él, no identificada, una sombra a la luz del sol, la única que tenía el privilegio de acceder al paisaje de la ventana desde su camilla. La vista desde el quinto piso del nosocomio.
– Voy a ventilar la habitación, parece que necesitas aire fresco. Estamos a 30 grados afuera.
Sin dejar de clavar la mirada en ella empezaba a manifestar el dolor que volvía cada vez más agudo.
-¿Sabes cuantas enfermeras estamos aquí arriba? Hoy es tu día de suerte, no hay personal. Todos están abajo me parece que hay una amenaza de bomba en el hospital ¿no escuchaste las sirenas? Los bomberos están evacuando a la gente. Yo ya no bajo, prefiero cuidarte, si algo pasa nos morimos juntos ¿te gusta la idea?
Todo esto dicho con desenfado mientras lo ronda tranquilamente.
– Abre la boca bruja, no estoy alucinando, habla ya y ponme algo para el dolor ¡joder! Y deja de inventarte historias que no hay bomba ni hay bomberos.
H habló sin mirarla, atrapado en su cama como un bajorrelieve.
Ella se acercó delicada y lentamente, exhalando en su oído con voz suave y pausada:
– Lo mejor para el dolor… es el placer.
Se quitó el uniforme y lo puso silenciosamente en una silla, tan rápido que H entre el dolor y su indiferencia fingida no pudo percatarse del momento en el que ya estaba deslizándose sobre él. Primero más dolor, el peso de su cuerpo sobre sus heridas, fue como perder la respiración por unos segundos y luego descubrirse rodeado, atrapado, aplastado, absorbido, hecho pedazos bajo la suavidad de la carne tibia, calambres y perfume, suavidad y comezón, irritación y sudor salado sobre suturas descosidas.
Lo mejor para el dolor es el placer. Apretó los dientes en un intento por negarse a ambos o a uno pero sin saber a cual. La tomó del cuello torpemente, tratando de detenerla.
– Vamos a poner un poco de orden.
Ella bajó de la camilla, le desconectó el suero y con la aguja le pinchó la mano en un acto infantil seguido de una sonrisa enferma y sarcástica.
-Niño malo, no me lastimes.
Sus carnes ondulando en cada movimiento sencillo y casual, como si H fuera su reliquia y perversión, la contemplaba como una ninfa jugueteando alrededor de su cama.
-Dame un minuto querido…
Ella volvió con un vaso de agua en la mano, le permitió beber lo suficiente.
H la miraba fijamente. Empezaba a asomarse la sangre a través de sus sábanas.
Fue a ducharse rápidamente en el baño contiguo. Se puso su ropa dejando algunos botones sin cerrar, su cabello aún medio controlado, se había arrancado la cofia para dejarla en una silla y algunos pasadores quedaban ahí, solo un mechón salía de orden. Empapó un paño en agua caliente, tomó gasas estériles y su charola con desinfectante para las heridas, pinzas, tijeras, hilo de sutura y demás. Se acercó compasiva a limpiar sus heridas con cuidado y paciencia. Remendó a H con el amor de una madre, como un enorme calcetín. Inyectó el antibiótico y el analgésico en dosis potentes, aceleradas pero suficientes. Para él era el momento de la tregua, la paz de sentir un poco de alivio, al cabo de un momento el dolor se iba y él se rehusaba a dormir.
– Eres hermoso, lo sabes, sabes cuanto me gustas, te haría esto todo el tiempo.
Ella pensaba para si.
– No importa, nada en mi vida importa.
Respondiendo indiferente sin abrir la boca.
– Casi listo.
Ella bajó las sábanas de H hasta las piernas, adoptando la posición de una gárgola y arremetió contra él con vehemencia, abrió sus botones hasta el diafragma para recibirlo. Tibio, líquido, delicado. Pasa un dedo en medio de su escote y se lo lleva a los labios con ternura, sigue un momento recostada, casual cual topless en la playa sobre de él. Estáticos, ella y H permanecen así unos minutos. Los últimos rayos de luz de la tarde han vuelto el hospital color de rosa, mientras el cielo da un espectáculo tan dulce como la paleta de colores de Monet.
La muchacha de la limpieza del turno nocturno pide ayuda de un camillero para ponerlo de nuevo en su posición, llega como siempre, cuando está a punto de caer.