No recuerdo una época en la que la que no hubiera diseccionado al mundo, tampoco muchas ocasiones en las que sus minúsculos detalles no fueran capaces de angustiarme. He intentado controlarlo a través de una alquimia particular: contabilizando, categorizando, estableciendo relaciones que permitan conocer cuáles elementos pueden ser capaces de neutralizar a sus contrapartes dañinas. Todo ello sin descanso porque el mundo no descansa, porque todo el tiempo se reacomoda, como una obra puntillista capaz de revelar una mueca diferente en cuanto el observador se arriesga a la más mínima variación de su perspectiva. Entonces, toca volver a aplacarlo, a contar rayitas, saltar baldosas, reproducir y complementar el ritmo de los picotazos de un pájaro carpintero, conjurar visiones angustiantes pronunciando en voz alta una palabra alquímica. Solo mi relación con Amanda pudo ser un bálsamo eficaz.
Para el trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad, fluoxetina, fue el conjuro del psiquiatra infantil. “Fluoxetina rima con tina, tómese de manera continua, Conticinio…teniendo un amooooor, sabiéndolo amaaar”. Esa es la frase en la que tengo que pensar todos los días mientras saco la pastillita del blíster. De no repetirla adecuadamente, la angustia me paraliza con la pastilla en la mano, incapaz de llevármela a la boca y tragármela. Inclusive una alteración en los tiempos de la canción es capaz de desvirtuar el proceso y me obliga a comenzarlo de nuevo.
Pero yo ya sabía vivir con eso, coño. Ya había logrado —bueno, entre la fluoxitina (tina) y yo—, ocultar mis rituales, encubrir mis inacabables conteos y tener más o menos una vida normal, teniendo un amooooor, sabiéndolo amaaar. Habría quizás seguido así, de no haber sido por mi profesor de Lengua y Literatura; nos dijo que el lenguaje es un sistema de diferencias, que cada vez que decidía usar una palabra elegía dejar de usar decenas de otras. Para mis condiscípulos fue un apunte más, para mí la idea de trastocar el mundo cada vez que tomaba la resolución de usar una palabra y no otra. ¿Era la adecuada, la exacta, la justa? Yo hacía vivir a esa palabra con un lengüetazo caprichoso, como el dedo de Dios que toca al de Adán, a expensas de la vida de muchas más que podían ser útiles, quizá imprescindibles. Desde ese día he sentido decenas de palabras que se me derraman por la Lengua (Sic. Sixtina, fluorexitina, tina, Conticinio, y teniendo un amooooor, sabiéndolo amaaaaar) cada vez que favorezco a alguna de sus congéneres. Trato después de recogerlas y salvarlas a todas desesperadamente, mandándolas al mundo cada una en una frase, como bebés en canastas río abajo; no vaya a ser que una de ellas esté destinada a liberar a todo un pueblo de palabras que atraviese el silencio del desierto.
El resultado es que hablo mucho. Mi cerebro funciona como un esófago incompetente que produce una arcada inmediatamente después de construir una idea y vomita frases irrelevantes subsiguientes a la oración que realmente quería decir.
Vomité a mi padre en su lecho de muerte después de decirle que lo quería. Empapé su cama con ideas complementarias, contingentes y hasta opuestas a mi declaración de amor y no lo dejé hablar. No logré atender al deseo de silencio que podía leer en sus ojos, ni al hilito de voz con el cual pretendía indicarme su última voluntad, la cual supuse referida al uso que debía dar a mi inminente herencia. Cuando mi hermano me inmovilizó y me tapó la boca fue demasiado tarde: mi padre se puso el dedo índice en el medio de los labios para hacer la señal que asociamos a la petición de silencio, dejó caer suavemente la mano sobre su pecho y murió. Teniendo un amoooor, sabiéndolo amaaar, me vi obligado a pensar unas veinte veces seguidas frente a la cama.
La muerte de mi padre y la riqueza recién heredada causó consecuencias muy distintas en mi hermano, Omar, y en mí: Omar, que siempre fue un idealista, optó por salvar el mundo y yo por acondicionarlo para poder vivir en él sin causar mayores extrañezas. Fragüé un emprendimiento en el que mi errática verborrea no solo pudiera pasar inadvertida, sino que además pudiese representar lo que en el mundo de los negocios se conoce como una ventaja competitiva. Así que me certifiqué por medios virtuales como pastor en la Iglesia del Sagrado Amor (…sabiéndolo amaaar), seccional Florida, y acondicioné la casa de mi padre, que en poco tiempo se convirtió en uno de los templos más concurridos de la ciudad.
Omar, por su parte, donó la mayoría sus bienes a La Unión Libertadora Humanista, un pequeño partido conformado por muchachos deseosos de justicia social, hermandad y conocimiento filosófico. Con el objetivo de dar cuerpo a su identidad política humanista, realizaron durante meses una serie de talleres de trabajo en materia de Filosofía, Literatura y Ciencias Políticas. Al concluirlos, decidieron que debían poner una bomba en el metro. Omar vino a decírmelo un viernes en la noche y vomité sobre sus convicciones durante unas ocho horas. Creo que logré persuadirlo, o que el grupo padeció otro viraje ideológico, porque no supe nada de explosiones subterráneas, aunque tampoco de Omar.
Por esos días, en los que tanto me preocupaba su sostenida ausencia, apareció Amanda, justo al terminar el sermón dominical. Se me acercó como solían hacerlo los fieles en busca de orientación, por lo que la recibí con mis acostumbradas palabras de bendición, que finalmente estallaban como un fuego artificial a lo Disney en decenas de ideas luminosas y efímeras, capaces de proporcionarles regocijo inmediato y redundante. Pero algo en la mirada y en la voz de Amanda (Amanda, amada, teniendo un amoooor, sabiéndolo amaaar) me dejó —por primera vez en mi vida— sin palabras. Habría querido que no pasara en aquel entonces, justo cuando mi seccional de la Iglesia del Sagrado Amor ganaba tanta proyección. Pero aquello fue inevitable: tuve que salir con ella, abandonarlo todo.
Nuestra relación fue breve, pero sin duda la más trascendental de mi vida, la que me hizo estar en paz con el silencio y disfrutar de él como un juguete de provocaciones. Frente a ella no quería hablar, siempre la especté callado. En silencio disfrutaba del fuego en sus ojos, de la pasión con la que parecía querer atravesar mi cuerpo y arrancar algo de mi alma, acércate y no temas mi cariño, que es todo tuyo mi corazón. Pero entregar por completo mi corazón no fue lo que le dio aquel frenesí a lo nuestro; fue reservarlo, parapetado en mi mutismo. Quizá fui injusto, porque aquella recién estrenada capacidad de mezquindad con mis palabras que tanto llegó a excitarla, era sosiego para mí. El deseo es falta, se extingue con la satisfacción, por eso su deseo se exacerbaba con mi parquedad. En algún momento, el de sus embates más apasionados, casi cedí a renunciar a mi papel de esfinge y estuve a punto de vomitar todo cuanto su ego quería escuchar, casi cedí a ser por completo suyo. Pero no podía renunciar a simplemente verla hurgar en mí…y callaba.
Como era de esperarse, una relación tan desigual no pudo sostenerse por mucho tiempo. En casos como este, la frustración llega a superar al deseo que no se satisface por completo, la gente llega a ofenderse, a extralimitarse, a herir. Por eso, la teniente Amanda Estrada se extralimitó con el voltaje y la duración de los choques eléctricos, por esa frustración cometió la torpeza de matarme sin que yo llegara a decir una palabra sobre la Unión Libertadora Humanista, el paradero de Omar o el plan de la bomba. Sublime conticinio, todo está en calma no hay un rumor.