Desplazamientos.
“El deseo es siempre deseo. La falta genera al deseo. El deseo nunca se satisface del todo. El sujeto está sujetado al deseo.”
Jacques Lacán.
Conocí a Jacques Lacan cuando se llamaba Philippe y conducía un taxi en París. Siempre fue un hombre de pocas palabras y por eso le gustaba a Miller, quien aprovechaba el silencio del trayecto a casa para meditar sobre las reuniones de estudio de los miércoles. El mutismo de Philippe acompañaba el nuestro, mientras Jaques-Alain Miller reflexionaba sobre la reunión que acababa de finalizar, como siempre sin preguntas o con algunas retóricas que se le rendían como homenaje. Si por alguna causa extraordinaria Philippe no estaba disponible la noche de un miércoles, Miller suspendía la reunión, no sé si porque atesoraba esos sosiegos o si para evadir más testigos de la inexorable decadencia del psicoanálisis, que la mengua de interrogantes venía anunciando.
Una vez, me pidió que me bajara en su casa para que lo asistiera. Antes de subir al taxi y nos sometiéramos al voto de silencio tradicional, me dijo que se proponía hacer un ejercicio de sistematización, que nos permitiera seguir el rastro de una duda legítima, mediante el examen y la vinculación de las pocas preguntas que había recogido en el último año.
Al llegar, sirvió un par de copas de coñac y nos sentamos en dos butacas que había dispuesto frente a una pizarra. No cruzamos una palabra. Transcurridos unos quince minutos, apartó a su gato- un animal ocre y obeso, que como todas las noches, se había arrellanado en su maletín, amalgamándose con el color del cuero- abrió el portafolios y tomó un cuaderno de arabescos dorados ya bastante decrépitos. Comenzó a listar las preguntas en tres columnas que dibujó en la pizarra. “¿Puedo ayudarlo en algo?”, pregunté y negó con la cabeza. Las categorizó de muchas maneras, condensó las listas, intentó formalizarlas reduciéndolas a signos, bebió más coñac, y se dejó caer en la butaca con las primeras pistas del amanecer. “No hay manera” , dijo para sí mismo. Lacónicamente, como si solo lo hubiese acompañado por unos quince minutos y no durante toda la noche, me dijo, “Nos vemos en la próxima sesión. Muy probablemente sea la última” , y me acompañó hasta la puerta.
El miércoles siguiente, Miller permaneció toda la reunión en silencio y ningún miembro del grupo de estudio se atrevió a interrumpirlo. Para mi sorpresa ni siquiera habló para comunicar la disolución.Tampoco convocó a la siguiente. Todo aquello me perturbó mucho, por lo que me quedé parado frente al carro de Philippe, indeciso sobre si debía acompañarlo y compartir el taxi como todos los miércoles o tomar el metro. “Sube, por favor”, dijo desde el asiento trasero.
Iniciamos el viaje como siempre, sin cruzar palabra, pero esta vez la situación me hizo sentir incómodo. Como me resultaba difícil poner la mirada en Miller, la refugié en el espejo retrovisor, desde donde nos contemplaban inexpresivamente los de Philippe. Permanecimos así todo el tiempo que duró una luz de alto. Sentí un destello de la mirada de Miller sobre mi hombro, luego gritó, “¡Eso es! Debes bajarte conmigo en casa”, con los ojos poseídos por una expresión exaltada que nunca había visto en él. Al llegar se despidió efusivamente de Philippe, le dijo que yo lo llamaría mañana a propósito de un asunto muy importante.
Apenas entramos a la sala, Miller intentó explicarme su idea, sus palabras eran una masa abigarrada que se precipitaba sobre mí. Tardé mucho en entender su propósito, y una vez que lo hube comprendido, tardé mucho más en darle crédito. Su plan era nutrir al psicoanálisis de las preguntas salvadoras que le dieran vitalidad, y la mejor forma de hacerlo era presentarlo como un cuerpo teórico lo suficientemente obscuro para que inevitablemente las provocara. Para ello se proponía inventar un psicoanalista profundo y abstruso, un hombre proveniente de una historia de rupturas con la ortodoxia, alguien capaz de plantear ideas tan abiertas que pudieran ser interpretadas e interrogadas hasta el infinito, pero sobre todo, debía ser alguien que se sintiera en paz con el silencio, que devenía como la pasta fundamental para moldear todo el proyecto. A su juicio, alguien así solo podía ser encarnado por Philippe y de esa manera se lo expliqué a nuestro taxista la tarde siguiente, ante la presencia de un Miller demasiado emocionado para hacerlo con claridad.
Para mi sorpresa, Philippe lo escuchó todo con completa tranquilidad, como si le propusiéramos un contrato de traslado similar al que manteníamos desde hacía años. “¿Está seguro de que entiende, Philippe?”, le pregunté, desesperado por su silencio. Me explicó que comprendía correctamente y mencionó que había cursado la escolaridad completa en filosofía y que inclusive había comenzado su tesis de grado, cuando se vio obligado a abandonarlo todo y trabajar a tiempo completo. Se había propuesto un tratado sobre Tomás de Aquino, en el que revisaría a la diversión lúdica como descanso del alma, por lo que la idea no solo le parecía muy clara, sino además sumamente interesante.
“Obviamente se establecerán unos honorarios”, dijo Miller y anunció una cifra nada despreciable, frente a la que Philippe se mantuvo hierático. “Claro que la tarifa podrá variar, de acuerdo a lo que usted vaya a decir, o a lo que le hagamos decir”, agregó. Un parco “está bien” desencadenó un mes de trabajo frenético.
Lo primero que necesitábamos era un nombre, probamos muchos, pero siempre resultaban poco contundentes, enrevesados o capaces de sugerir la impostura. Recomendé que probásemos con una suerte de anagrama y Miller empezó a pergueñar cosas a partir de su propio nombre. Lo hacía con la rapidez que las películas conceden al movimiento de las manos de los mediums cuando toman el dictado urgente de un texto del más allá. Se detuvo de golpe, se levantó del escritorio, retrocedió unos pasos para contemplar desde lejos la hoja de papel, me vio a los ojos, sonrió y articuló el nombre de Jacques Lacan. Su expresión era plácida, como si súbitamente el dedo de Dios se hubiese puesto sobre él. Abrió la vitrina de la sala para tomar la botella de coñac que ya nos había recibido en un par de oportunidades, pero de inmediato la colocó de nuevo en su sitio, para desempolvar una orgullosa edición de Maison Ferrand . “Dicen que Haendel se encerró un mes completo en su estudio, prácticamente sin comer, para escribir El Mesias”, me dijo mientras terminaba de manipular su tocadiscos y las primeras notas del oratorio empezaban a sonar. “Yo voy a encerrarme en mi estudio -continuó- a escribir de un tirón la obra de Jacques Lacan. Pero esa obra no podrá ser presentada de manera tan acabada, debemos construir también una vida para ella. Una vida, con sus tropiezos y sus incertidumbres, y ese será tu trabajo.”
Miller me entregaba bloques de la obra de Lacan cada cinco días y yo las llevaba a la sala -que había convertido en mi centro de comando- para desperdigarla en escritos, seminarios y destruir algunas partes muy importantes que pasarían a la historia como reflexiones surgidas en conversaciones con alumnos, y posteriormente recogidas en conferencias y seminarios dictados por terceros. Hice todo esto bajo la mirada silenciosa de Philippe, quien ya se había acostumbrado al caos que yo intentaba regentar en la sala y a la calidez del coñac de Miller. Yo había calculado que su presencia era necesaria porque tenerlo como interlocutor de mis comentarios , mientras traía a la vida a su obra, facilitaría que se apropiara de las circunstancias en la que cada elemento había aparecido o desaparecido.
Hicimos el primer ensayo en la sala dos meses después, Philippe habló magníficamente; su fuerza y cadencia permitían suponer a un hombre atrabiliario e incisivo en la defensa de sus ideas. Además hacía grandes pausas, que concedían un muy buen efecto dramático, y seguramente permitiría el asentamiento de las preguntas en sus interlocutores. Inclusive acuñó un recurso de su invención, dijo “voy a dejar esta pregunta en el aire”, y jamás volvió a ella. “Es perfecto”, dijo Miller.
Fuimos el siguiente miércoles a nuestro grupo de estudios, esta vez a presentar a este psicoanalista llamado Jaques Lacan, bastante temerosos de las incertidumbres que pudieran nacer sobre sus orígenes. Pero aunque hubo decenas de preguntas, ninguna apuntó a este asunto, todas estaban ansiosas por desentrañar este psicoanálisis apasionante y nebuloso que Lacan les presentaba.
Llegamos a casa con el valioso cargamento de incógnitas que Miller tradujo en teoría lacaniana, mientras yo la repartía en momentos de su vida. Repetimos este ejercicio en muchos auditorios, cada vez más variados, diversos y universales. Con el fin de cada jornada, urdíamos más profundamente el pasado y el presente de Lacan y prefigurábamos también el futuro de su obra. A veces, Philippe incurría en alguna inconsistencia, pero Miller aprovechaba estas cosas para desarrollar los seminarios propios que lo promovieron como gran organizador de la obra de Lacan.
A los pocos años, debimos mudar la sede de nuestro clandestino quehacer a otro lugar, que terminó siendo la propia casa y consultorio de Lacan. Una mañana, el repique del teléfono del estudio nos petrificó. Era normal que la linea del consultorio de Lacan recibiera llamadas de los pacientes – cuyo análisis era escrupulosamente supervisado puertas adentro por Miller- pero la línea del estudio era prácticamente un ornamento, el teléfono de una fantasmagoría. Coincidimos en que Philippe debía tomar la llamada, en que eso sería lo más natural. Así lo hizo y permaneció mudo durante varios segundos, después de escuchar su nombre en el auricular. “Deben dejarme solo”, ordenó, pareciéndose mucho más a Lacan que a Philippe y eso nos hizo obedecer de inmediato. Permanecimos afuera una media hora, hasta que un Philippe de aspecto grave nos pidió que pasáramos. No. nos atrevimos a formular pregunta alguna, pero no fue necesario, al instante, nos dijo, “era mi hermano”.
La noticia nos sorprendió sobremanera porque nos había dicho que su breve familia había muerto hacía tiempo, y que nunca había estado casado o en una relación de pareja formal. Aunque habíamos hecho correr la información de que la mujer con la que Miller se había casado era hija de Lacan, siempre pensamos que Philippe y Lacan estaban solos. Nos informó entonces de la existencia de un hermano, del que se había separado en su temprana juventud, cuando este tomó los hábitos y se fue como misionero a las selvas venezolanas. De alguna manera supo acerca de su nueva carrera psicoanalítica y encontró los datos necesarios para llamarlo. Nos pidió que olvidáramos todo el asunto, lo tildó de irrelevante y nos pidió que continuáramos con el trabajo. Mintió. No volvió a ser el mismo.
Sus seminarios fueron cada vez más escasos en palabras. En una oportunidad, se le invitó como ponente a un foro sobre comunicación humana; se sentó frente al micrófono y permaneció en perfecto silencio. Miller y yo pensamos que todo estaba perdido, pero al llegar el último minuto de los treinta que se habían concedido para su intervención, el auditorio estalló en un aplauso unánime. Se habló de la más elocuente intervención de Lacan acerca del problema de la comunicación humana. Philippe no quiso comentarnos nada acerca del incidente del foro, como tampoco sobre ninguna trivialidad durante lo que fue el resto de nuestra permanencia juntos. Solo se dirigía a nosotros para clarificar cualquier detalle inherente a la preparación de sus intervenciones, sofocando así cualquier rescoldo de jovialidad en nuestra relación. Así permaneció para siempre.
“No puedo hacerlo más” nos dijo un día en el avión hacia Caracas, el lugar donde -según había insistido- debería realizarse el próximo seminario. “Debo decir quien soy y debo decirlo públicamente”; su mirada expresaba tal determinación que supimos que sería inútil intentar persuadirlo. Esa noche, ya en la capital venezolana, Miller y yo sellamos el final de nuestra aventura no con coñac, sino con un magnífico ron, digno de filibusteros temerarios.
Llegamos al auditorio como convictos ansiosos del cadalso expiatorio y Philippe comenzó a hablar. Quizás no encontró las palabras necesarias para escapar del discurso que lo poseía, o quizá sí, y solo nosotros dos las entendimos cabalmente cuando dijo, “Quien hace que haya yo enseñado algo, son ustedes con su presencia” . Se dice que fue ese el seminario que unió todas sus escuelas y que inscribiría definitivamente, con pasos diáfanos y precisos a Lacan en la historia del psicoanálisis. La muerte de Jacques Lacan fue comunicada al mundo poco tiempo después.