- Siempre he pensado que es por los silencios —dijo Erik mientras improvisaba una melodía perezosa sobre Round Midnight
- ¿Cómo así? —preguntó Cristina luego de unos segundos, sin lograr librarse por completo de aquella sustancia asedada y cálida en la que el fraseo de Erik la envolvía.
- Un sentido de la intimidad como el de Monk solo se logra a través de la forma en que construyas los silencios. Si reconocemos que la escultura es intervención sobre el espacio, ¿no es la música intervención sobre el silencio? ¿Cuál es su materia prima, la vibración o el silencio? ¿Cuánto tiempo nos vimos en silencio en el café? ¿De no haber durado ese silencio justo lo adecuado, habríamos construido esa sensación de intimidad?, ¿me habría atrevido a acercarme a tu mesa?, ¿habrías aceptado que me sentara?
Las preguntas revelaron a Cristina una idea que quizás no podría expresar con precisión, pero que había comprendido profundamente y que sabía innegable.
- Mira a Marcel —dijo Erik y volteó su mirada hacia el barman del Alba Opéra Hôtel, el acogedor tres estrellas arrellanado al final de una callejuela del distrito IX de París—. Sabe hacer dos cosas muy bien: conversar y preparar el mejor Manhattan que conseguirás en la ciudad. Sus dos virtudes están enemistadas, jamás lo he visto conversar mientras prepara un Manhattan; es una ceremonia silenciosa que comienza cuando pica la cáscara del limón, siempre del mismo tamaño, tres por dos centímetros. Míralo, va a invertir casi un minuto en girar la copa y rociar el borde con el zumo. Luego, con solemnidad, el Bourbon, el Martini rojo y el amargo de Angostura. Mandó a construir sus propios dedales de medidas con ciertas variaciones, como si hubiese modificado la escala musical para que sus tragos fuesen distintos desde el mismo momento de la afinación. —Marcel sirvió el trago a una joven asiática sentada en la barra y continuó su conversación con ella exactamente en el mismo punto en el que la había interrumpido y con el mismo entusiasmo.
- Tú no eres español y mucho menos francés, ¿me equivoco? —preguntó Cristina, mientras constataba la perfecta uniformidad de la llovizna de zumo de cáscara de limón que Marcel había distribuido en su copa momentos antes.
- Mi madre era francesa, regresó conmigo hace unos quince años. Era murió hace diez, desde entonces vivo aquí.
- ¿Aquí, en el hotel?
- En los sótanos, para ser precisos. Los dueños me permitieron hacerme un espacio ahí a cambio de tocar el piano en las noches. En estos momentos, Cristina, estoy trabajando.
- ¡¿Me has traído a tu trabajo?! —preguntó Cristina con una sonrisa y cierta incredulidad.
- Y seguramente, lo próximo que vas a preguntar es por qué vinimos a París —Erik interrumpió su comentario con una larga frase musical que terminó en lo que se fue configurando como el inicio de la pieza Blue Monk y empezó a interpretarla en el más ortodoxo estilo de Thelonious, incluso con los dedos completamente estirados. Si conservó algún matiz personal en la ejecución fue para acentuar aun más algunas disonancias.
Cristina permaneció en silencio, simplemente atestiguando aquella transmutación estilística, pero Erik continuó conversando como si ella hubiese expresado la curiosidad a la que él se adelantaba.
- Mi papá era un hombre sistemático para todo: un trabajo de burócrata, horarios invariables para las comidas y el baño, una esposa devota y sumisa. También era muy sistemático al momento de emborracharse: un día sí, un día no, así que yo tenía que lidiar con dos hombres muy diferentes. Uno era callado, tímido, ausente. El otro… tenía varias caras.
- Como tú al piano.
- Quizá. Con los primeros tragos simplemente se hacía más afable. Recuerdo varias conversaciones muy gratas de esos momentos…, pero luego prefería estar solo. Buscaba un viejo grabador y comenzaba a escuchar tangos. Aquel cacharro distorsionaba horriblemente. Transformaba la música en una vibración metálica sorda, mamá se encerraba conmigo en el cuarto porque sabía que él también se estaba desfigurando junto con la música. Entonces, el grabador dejaba de sonar… poco tiempo después abría la puerta de mi cuarto y comenzaba a insultarme. Nunca supe la causa. Recuerdo que mamá me abrazaba llorando y entonces la insultaba a ella también… Un día sí, un día no.
Cristina tomó la botella que Erik había puesto en la mesa cercana al piano y le sirvió otro whisky. —Debió ser terrible— dijo, mientras le acercaba el trago al piano.
- Mamá a veces trabajaba como niñera y una vez tuvo que quedarse en una casa hasta tarde porque la pareja sufrió un pequeño percance en la calle y no llegó a la hora convenida. Ese día papá comenzó a tomar muy temprano y la vibración del grabador tomó la casa a eso de las cuatro de la tarde. Me insultó como nunca y luego se sentó a fumar y a hablar solo en el sofá. Logré quedarme dormido, hasta que un olor a quemado me despertó. Vi humo pasando bajo mi puerta, la abrí y ahí estaba papá dormido en el sofá. Imagino que dejó el cenicero muy cerca de la cortina que ardía. Me quedé un rato observando callado y salí de la casa. Cuando mamá llegó el fuego lo había consumido todo.
Cristina se puso de puso de pie sin saber muy bien por qué.
—¿Soy un monstruo? —preguntó Erik mientras su improvisación evolucionaba hacia un enérgico pasaje de la Música para cuerdas, percusión y celesta, de Bela Bartók.
—Sí…No, no lo sé.
—Una vez toqué con un rumano que decía que Monk es el Bartók noir y viceversa. Tuvo que irse apresuradamente a Venezuela por haber sido… digamos muy vehemente en la defensa de una cuestión de honor. Allá se dedicó a la publicidad y, obviamente, también al jazz, bajo un nombre falso…Jacques algo, no recuerdo. El asunto es que solía comentar también que la armonía era un asunto de Dios, pero las disonancias son construcciones humanas. Hermosas construcciones humanas. Somos disonancias, Cristina.
Erik comenzó a tocar una melodía que Cristina no pudo reconocer. Su estilo se hizo completamente distinto otra vez: delicado, de frases apenas insinuadas que parecían disolverse en el aire.
—¿Sabías que Louis Amstrong se hospedó en este hotel?
—Sí, vi la placa en la entrada. Erik, creo que debo irme —dijo Cristina dubitativa.
—Un periodista de un diario sensacionalista lo abordó en este bar y trató de indagar más de la cuenta sobre sus tiempos en el correccional. Eso lo molestó mucho y tuvieron que contenerlo, lo iba a golpear… Claro que Armstrong no era afín a las disonancias, pero la verdad es que nadie es un hombre de Dios, mejor arriesgarse a Monk.
La melodía de Erik revelaba a Cristina una dulzura cautivante que nunca había conocido. “Canta para mí”, le pidió viéndola a los ojos. Ella sintió que esa mirada compleja estaba hecha de la misma materia que la música había escuchado a lo largo de la noche. Se paró atrás de Erik, que no había dejado de tocar, y comenzó acariciar sus hombros en silencio.
Excelente. Simplemente cautivador…