“Los burakumin no forman una minoría étnica estrictamente hablando. Precisamente, lo que ellos desearían es su plena integración en la sociedad japonesa. No se distinguen ni por el color de la piel, ni por la religión, ni por la lengua ni -salvo algunas excepciones de cariz muy local- por los apellidos que llevan. Pero ser burakumin implica rechazo social y discriminación, menos oportunidades de trabajo o dificultades en el momento de escoger la pareja para casarse. De hecho, los burakumin son conceptualmente los descendientes de los eta, estrato de la población que en el Japón histórico ocupaba uno de los niveles más bajos de la sociedad, toda vez que se dedicaban a trabajos considerados impuros, por estar asociados a la muerte (carniceros, peleteros, sepultureros), y con características que nos hacen recordar las de los parias indios. Actualmente, los burakumin se encuentran esparcidos por todo el Japón, pero sus principales núcleos se hallan en las zonas urbanas de Hyogo, Osaka, Kyoto y Fukuoka.”
LOS BURAKUMIN EN LA SOCIEDAD JAPONESA·
JOSEP MARTÍ
El Hombre Par.
Un héroe sin tareas es un paria. Lo sabes bien, Mitzuo; y no hay fuego que entregar a unos humanos tan tecnificados que dialogan con sus hornos. Cualquier intervención tuya es inútil o inconveniente. Cuando, por ejemplo, decidiste actuar después de un terremoto, solo lograste un desbalance en el preciso y efectivo cálculo de los organismos que inmediatamente se abocaron al rescate. En Fukushima, unos cincuenta hombres comunes y corrientes contuvieron una catástrofe mayor, no te dieron tiempo a aparecer. Ocurre, Mitzuo, que aquí el heroísmo funciona como el resto de las cosas: emerge sutilmente en lo cotidiano, sin tu máscara ni tu capa. Es como levantarse para ir a clases o a trabajar.
No eres necesario ni bien apreciado. Para dejártelo claro de una vez por todas, el gobierno te prohibió intervenir por iniciativa propia en cualquier contingencia, desde grades catástrofes a la modesta captura de un ratero. Tu heroísmo es una forma de impureza, una impertinencia en este denso y doloroso equilibrio social.
Quizás tuviste algún sentido hace sesenta años, cuando la nación apenas comenzaba de nuevo a diseñarse. Fue por esos días cuando el Hombre Pájaro te entregó la máscara, la capa, el robot y el dispositivo para comunicarte, toda una pieza arqueológica hoy día. Resulta una cosa burda y torpe frente al más humilde de los Smatphones que se hacinan en Osaka. Incluso los de esta comunidad Burakumin.
Comienzas a pensar que los Burakumin son mejores que tú. Ellos han sido apartados durante siglos porque ancestralmente han practicado los oficios peligrosos sucios y duros, los trabajos de la sangre y de la muerte. Pero tú no tienes nada que hacer. No hay haceres de ningún tipo para Mitzuo Suwa, y ese es el peor deshonor que se pueda padecer en Japón.
¿Quién fue el último que te vio a los ojos? ¿El robot? Era un dispositivo sencillo: pararse frente a él y apretar la rojiza nariz. Entonces el monigote asumiría la forma y la voz de la persona en frente, aunque conservaría el rubor de la nariz en su nuevo semblante. Su misión era convertirse en Mitzuo Suwa mientras actuabas como el Hombre Par para así proteger el secreto de tu identidad, pero terminó siento una referencia de tu anonimato. Solo el robot sabía que eras el héroe que fue convirtiendo a Mitzuo Suwa en su residuo. El ser que lo fue sustrayendo de sus obligaciones académicas hasta llevarlo al fracaso escolar, a crear las condiciones para que solo pudiera conseguir un trabajo apenas más presentable que el de estos burakumin, a arrinconarse en una soledad irremediable.
La relación con el robot comenzó a enrarecerse cuando comenzaste a ser inútil. No puedes reclamárselo, tú eras el gestor de una vida que él debía asumir regularmente sin mayores posibilidades de cambiar las cosas. Poco a poco todos comenzaron a retirarte la mirada. Solo eras reconocido por él, por un sujeto a quien día a día arrastrabas a esa misera también.
Cuando decidieron que ningún avión volara a la altitud en la que lo haces, el robot te abandonó. Imaginas que para él fue sencillo: solo tuvo que apretar su nariz por ahí, volver a la forma de monigote y esperar que por un azar alguien la oprimiera de nuevo para replicarlo. Es muy probable que cualquier posibilidad fuese mejor que tú: una estudiante, un policía, una enfermera. Quizás hasta haya tenido mucha suerte y haya logrado atravesarse en el camino de algún empleado bancario, un funcionario público o una maestra.
Los Burakumin son los más condescendientes contigo; están acostumbrados a no ser vistos y a no ver. No voltean la cara como los demás, solo no te hablan. Tampoco te molestan cuando te sientas en la colina de su barrio a ver el océano.
Vienes todos los días a otear el mar en espera de alguna forma de otredad. Podría venir del mar, en las islas gran parte de las desgracias y algunas buenas venturas vienen del mar. No te resignas a pensar que seas la única sobrenaturalidad en Japón. Si tú existes, ¿por qué no un Kaiju?, un monstruo gigantesco, todo escamas y cola, ganoso de derribar ciudades; un coloso salido de las aguas al que pudieras combatir y entonces justificarte.
“Regresa a casa, Mitzuo. Los Kaijus no existen”, te sorprende una voz cercana. Se trata, sin duda, de un Burakumin. Te mira directamente a los ojos y viste aún ropa de trabajo: un delantal largo, manchado de sangre del matadero. Su rostro curtido es una trama de arrugas, y sus ojos profundos lucen como el centro de una tela de araña. Tiene la nariz roja.