CAPÍTULO 1
Techo e vinil
Detenido en la mitad del túnel, César Marino intenta evadir el peso. La señora, de unos cien kilos, se había dormido profundamente, como si la parada del Metro antes de llegar a la siguiente estación la hubiera fulminado sobre su hombro, encapsulando su cuerpo menudo en el pequeño espacio del asiento que aún logra ocupar, sofocándolo con olores de condimentos y humedad. Atrapado bajo el aluvión adiposo, le cuesta mover el brazo para intentar algún codazo u otro recurso físico más eficiente que sus respetuosos “¡señora, señora!, ¡señora, despiértese, por favor!”. Frente a él, en ese espacio sin distancias, un niño viaja de pie junto a su padre y se ríe viéndolo fijamente a cinco centímetros de su cara; deja escapar un eructo y luego ríe con más fuerza.
Un pequeño estremecimiento del cuerpo de cien cabezas que habita el vagón, anuncia la continuación del viaje. El peso se hace mayor por la inercia justo en el momento en que Marino intenta escapar del asiento para bajarse en la estación. Coloca su mano izquierda en la cabeza de la señora para evitar que se golpee una vez que pueda levantarse, e intenta escabullirse entre el niño de enfrente y el panel que delimita el asiento. Justo en el momento en que logra escaparse según el plan, el Metro da un pequeño frenazo antes de abrir sus puertas y César suelta la cabeza de la mujer para asirse a un tubo. Escucha el golpe seco contra el panel en el momento en que parte del monstruo de las cien cabezas comienza a filtrarse a través de la puerta y lo arrastra. Ahora sus movimientos están gobernados por el cuerpo unánime que avanza hacia las escaleras hasta, finalmente, emerger en la avenida San Martín, donde se deshace en individuos silenciosos.
La estación Artigas no es la más cercana a la notaría donde ha trabajado durante los últimos veinticinco años, pero le gusta hacer a pie el trayecto desde ahí porque creció en esas calles. Recuerda la inauguración del Metro, los golpes rítmicos que asentaban las bases de los centros comerciales enfrentados en la avenida, la emoción de verlos emerger como la promesa de una nueva vitalidad. Durante unos tres años, antes de que todo saltara en millones de vidrios rotos en medio de un sacudón social, el camino de su casa al colegio, el mismo que recorre ahora, se abría paso a través de los signos de una transformación vibrante. No puede encontrar ya ninguno de ellos; los dos centros comerciales le hacen pensar en dos colmenas resecas, en dos grandes depósitos divididos en casillas blindadas, inconexas e incoherentes, sitios arqueológicos que hablan de una ciudad impedida.
Se detiene a comprar el periódico en el quiosco frente a las láminas de hierro que defienden lo que alguna vez fue la formidable vitrina de la librería Brújula, donde solía esperar el autobús que lo llevaba a la universidad, mientras curioseaba ese pasaje a la modernidad, comics españoles, aventuras de Ásterix, revistas actuales, modelos de barcos de guerra y autos deportivos. Nunca debió esperar más de diez minutos por el autobús de Gramovén; un colectivo que, como muchos otros, cubría largas rutas y contribuía a conectar la ciudad en muchos sentidos. Si tenía suerte, lograba compartir parte de la ruta con el hombre del mentol Apache, un viejo que abordaba una o dos paradas después con su espectáculo de mercadeo callejero:
“Señoras, señores, les ruego un minuto de su precioso tiempo: La casa Apache, la casa que pierde y ríe, ha lanzado al mercado su producto, el mentol Apache.
Mentol Apache contra el resfriado; mentol Apache, para dolores musculares u óseos; mentol Apache, para las quemaduras de sol; mentol Apache, para dolores de cabeza; para la juventud que se levanta, mentol Apache, contra barros y espinillas.
La casa Apeche, la casa que pierde y ríe, ha lanzado al mercado su producto, el mentol Apache, por la módica e irrisoria suma de cinco bolívares. Mentol Apache, es una cajita que no estorba en ningún lado.
¿Quién dijo Mentol? ¡La señora dijo mentol! ,¡El joven del fondo dijo mentol!, ¡El señor dijo mentol!”
̶̶ ¿Quién dijo que tenías que venir todos los días en tacones? No, chica, puedes traer tus sandalias bajitas, lo único es que no puedes venir en blue jeans. Yo sí vengo en corbata porque considero que soy la primera imagen que la persona encuentra en la notaría, the first person. Que la gente sepa que está en un lugar serio, con gente seria, que formaliza decisiones serias. Aunque ahora que lo pienso, de repente a ti te va a tocar suplirme mientras llega alguien más, porque yo estoy prácticamente ido a la empresa privada; si es así, de pronto sería bueno que te vinieras con tus taconcitos mientras tanto.
– ¿Y, bueno, disculpe mi ignorancia, pero cuáles son sus funciones, Sr. Troncone?
– La exactitud, Carmenhemberg. Notaría es exactitud y yo me ocupo de eso; de que no haya el más mínimo error en ningún documento, del correcto procesamiento de toda la parte de lo que viene siendo sellar el documento. Dejarlo en condiciones óptimas para que el abogado ponga una firmita y ya. Ellos ni ven. Déjame presentarte a Oneida , que sería la persona cuya asistencia tú vas a hacer mayormente. Y, por cierto, perdona la confianza y el trato tan aperturado, pero ¿ese nombre tuyo es de origentritónico?
– ¿De origen, perdón?
– Tritónico, tú sabes, alemán.
– Ahhhhhhh, no, no. No es teutónico, es compuesto. Mi papá siempre estuvo muy enamorado de mi mamá, que se llama Carmen y la cortejaba cantándole canciones de un cantante llamado Engelbert Humperdinck, entonces me puso Carmenhemberg.
– Muy bonito, muy bonito. Bueno, acompáñame. Oneida está en el piso de arriba.
Troncone se puso de pie, ajustó su corbata de bacterias de tonos marrones y dio un par de tironcitos a sus pantalones a la altura de los muslos, para que los ruedos volvieran a cubrir sus medias deportivas blancas; los bolsillos laterales permanecieron sobresalientes, intentando acomodarse a un cuerpo al menos una talla más grande, describiendo dos curvaturas abultadas a los lados de las caderas. Salió del asiento de su escritorio dando pasos laterales, que era la única manera de moverse en el angosto espacio entre su puesto de trabajo y la pared, para guiar a Carmenhemberg a la escalera de caracol. La estrechez del pantalón estorbaba su ascenso, porque la improvisación con la que había sido construido el segundo piso del local, conllevaba unos peldaños exageradamente altos e irregulares, así que Troncone los trepaba a zancadas lentas y esforzadas.
El segundo piso había sido improvisado sin mayor sensatez, alojaba los registros y a su archivista en un pequeño escritorio circundado por los muebles archivadores, como una especie de monumento megalítico, donde se oficiaba gran parte de las ceremonias burocráticas. Allí se encontraba Oneida, quien desde hacía tres años ostentaba el cargo de Jefe de Fichaje; el último eslabón de una cadena de cargos que inició como Auxiliar de fichaje tres, continuó como Auxiliar por dos niveles más, llegó a Coordinadora de fichas y continuó a Adjunto de fichaje, antes de llegar al título actual. Ninguna de esas denominaciones alteró nunca la naturaleza del trabajo que Oneida había venido ejecutando durante los últimos doce años. Ahí estaba, una vez más, Oneida comenzando el día entre sus archivadores, concentrada en un intercambio de mensajes de chat, que se habían venido haciendo más frecuentes e intensos de un tiempo para acá.
¡Pajúo!, pensó y apagó el teléfono celular, justo antes de escuchar a Troncone anunciar su presencia mientras emergía por el hueco de la escalera.
̶ Neeeegraaa, buenos días.
̶̶ ¿Qué carajo quieres, Troncone?, le gritó con una ira imprecisa.
– Okey, mija – dijo Troncone a Carmenhemberg- mejor venimos luego, esto está no good.– Date una media vuelta con cuidadito para que podamos bajar.
Carmenhemberg juzgó que la maniobra era imposible, dada lo comprometida de su situación: Troncone, que lideraba el ascenso, se había detenido de pronto, y su trasero, a punto de hacer ceder las costuras del pantalón, ocupaba todo el espacio visual por sobre su cabeza; su lado derecho estaba amenazado por una pila de cajas que se recostaba del pasamanos, haciendo muy difícil asirse con seguridad; y su brazo izquierdo apenas podía extenderse para tomar el tubo central de la escalera. Además, debía girar cuidando que sus tacones no se atoraran en el piso de rejillas de la escalera.
– Dele, mija, dele, go ahead– , insistió Troncone.
Inició la vuelta muy despacio en medio de una sensación de vértigo, a pesar de que solo seis escalones la separaban del piso, y apenas se hubo movido, perdió el equilibrio, ocasionando el derrumbe de la pila de cajas.
– ¡Coño! ¿Que pasó? ¿Qué coño hiciste ahora, Troncone?- Volvió a gritar Oneida, odiando sin saber por qué a Troncone, cuya cabeza sobresalía por el hueco de la escalera, como un hongo regordete a ras del suelo.
̶ ¡Yo nada , cálmate! ¡Esta carajita mató a alguien seguro…no veo, no sé!
Camino a la notaría, César piensa en los primeros cadáveres que había visto en su vida: los muertos del sacudón social. El primero había sido un muchacho de unos diecinueve años, su propia edad por ese entonces. Lo vio desde la ventana de su antigua casa, a unos metros de donde está ahora. Vestía pantalones cortos, zapatos deportivos y franela, estaba tirado en medio de un charco de sangre en el que se dibujaban huellas de resbalones y caídas del tropel de gente que de seguro huyó sobre él; ya para entonces no quedaba nada en la calle, solo los vidrios rotos, los muebles de las tiendas tirados en la vía y el cadáver. A lo largo de todos los años posteriores, ha guardado esa imagen como la única representación posible de aquel evento salvaje, desesperado y vil que desfiguró el país para siempre, pero sobre todo a su San Martín natal. Cuando los vidrios fueron barridos, arrastraron con ellos a la mayoría de las casas de familia, de los amigos, de los cines, de las cafeterías y heladerías . Dejaron un campo arrasado, propicio nada más para la construcción de galpones industriales y comercios al mayor, dejaron gente recelosa de hacer vida en sus calles.
En San Martín todo fue reducido. Inclusive, el edificio Maracaibo, donde jamás una tienda ha logrado realmente prosperar, y donde hoy la notaria en la que trabaja hace vida como puede. Creció sobre las ruinas prematuras de una espléndida sucursal de SEARS. Si bien, en ese entonces ̶ que también correspondió a sus años de comunista y de la convicción de estudiar derecho para dar bases justas a su revolución ̶̶ Sears Roebuck and Company le sirvió maravillosamente como ejemplo de los agentes de alienación del capitalismo, también le fue útil a su padre para comprarle su primera biblioteca, donde las obras de Marx descansaron cómodamente en un lecho pagadero en veinticuatro cuotas no menos cómodas. Mientras camina por la avenida, trata de recordar cuándo convino en que SEARS debía pasar a inscribirse para él como otra añoranza de un San Martín habitable.
Por fortuna, los daños en la notaría no habían sido de consideración. Como era muy temprano en la mañana, la oficina estaba prácticamente sola y cayeron sobre un escritorio sin usuario, tirando al piso y haciendo añicos un portarretrato.
– ¿Estás bien? preguntó Oneida a Carmenhemberg, aún muy asustada por el derrumbe. -Disculpa mi grito, no era contigo, bueno, no era con ninguno de los dos. Es que estaba resolviendo un asunto personal que me tiene muy molesta. Voy a la panadería para comprarte alguito para que pases el susto. ¿Qué quieres?
– Un agüita estaría bien, muchas gracias.
Una vez que Oneida salió de la oficina, Troncone continúo su inducción.
– Tienes que irte acostumbrado a este poco ‘e locos. ¡Y eso que no has visto a los más raros, Marino y el mudo Calderón! Marino es abogado de aquí, pero es un nerd, un loser… A mi me desespera. No es mala gente, pero es medio caído de la mata. Con el otro, no te vayas a asustar.
̶ ¿El mudo?
– Sí. Je, je, . Ese si es un caso, le dicen techo ‘e vinil, cuando lo veas vas a saber el motivo. Tiene toda la vida aquí. Bueno, ni siquiera trabaja aquí formalmente, sino que lleva y trae cosas, le damos propinas y lo ayudamos. Ese es un tipo bien raro, dicen que ni mudo es.
– ¿Cómo que ni mudo es?
– El se puso loco de tanto estudiar, eso es lo que dicen. El estudiaba Filosofía o Filología, una de esas cosas científicas y, en uno de esos discernimientos se quedó loco. Bueno, eso lo dijo hace años un tipo que dice que lo conoció cuando era joven.
– Ah, ¿no es un muchacho? ̶ Interrumpió Carmenhemberg.
– No chica, es tremendo viejo. Decía el tipo que un día hizo una exposición en la universidad, que el trabajo que presentó fue muy bueno, que lo premiaron y todo, pero que desde ese día no fue más a clase y decidió no hablar más. Y, la verdad, yo jamás lo he escuchado decir ni pío, pero para mí que ese carajo es mudo y ya.
Es muy cómico: llega con un maletín, saca una libretica y se comunica por escrito. Y si tratas de quitarle la libretica de las manos para anotarle algo, te pega un grito como de mono; tienes que anotarle mientras él te la sostiene. Pero como te digo, es inofensivo. Llega, hace las diligencias del día, regresa y se pone a leer algún libro raro o a escucharle los cuentos a la señora Gladys, que por cierto te la tengo que presentar también.
El ruido de un frenazo prolongado interrumpió la conversación y sobresaltó más a la muchacha, que saltó en su silla.
– Tranquila, mija, keep calm, que si no hay golpe no hay choque y si no hay grito no hay muerto. Deje los nervios.
En la calle, arrastrado de nuevo a la acera por una mano que lo tomó por el cuello del saco en el momento preciso, César ve por fin al carro que casi lo mata al pasar la calle distraído con sus pensamientos. Cuelga de la mano salvadora que aún lo sujeta, como un muñeco, tomado por un ventrílocuo muy extraño. Un hombre de unos sesenta años, alto y muy flaco, gibado, con facciones agudas, cara de pájaro y lentes redondos, envuelto en un traje gris algo sucio y desvencijado. La parte superior de su cabeza rapada estaba cubierta por completo por una elipse de betún negro, cuidadosamente dibujada. El Mudo Calderón ha salvado la vida de un distraído César Marino.
Capítulo II
El fin del mundo.
Finalmente el teatro había sido inaugurado. Durante su construcción, los cristales del apartamento temblaban a un ritmo que permanecía en la mente y en el cuerpo incluso durante la noche, la casa se sumergía en un polvillo imbarrible, una variedad de bramidos del bestiario mecánico entorpecía todas las conversaciones, y poco a poco, la demencia incipiente de la madre de Gladys, lograba pergueñar un motivo para anunciar el fin del mundo. Gladys no estaba segura de comprender bien la importancia que esa obra tenía para la ciudad, como no descifraba para qué podían servir esas especies de periscopios enormes que se elevaban sobre ella y constituían ahora el elemento central del paisaje en su ventana; eran un espacio muy pequeño para albergar algún espectáculo, inneCésariamente alto para ser una oficina, con ventanas orientadas hacia donde el paisaje citadino era más breve. El arte es raro.
Lo que sí le resultaba muy claro era que la zona se había hecho mucho más transitada y compleja, sobre todo en la noche. El teatro Teresa Carreño y el nuevo ateneo organizaban una invasión de luz y concurrencia capaz de prorrogar la agitación del día por unas cinco horas más. La gente no solo era mucho más numerosa, también más variada: jóvenes estudiantes, formales huéspedes del cercano Caracas Hilton, gente de teatro, señoras vestidas para la noche de concierto, pintores, aficionados y consagrados de las letras, los artesanos de siempre, vecinos. Los Caobos era ahora otro punto de referencia en la vida nocturna de la optimista Caracas.
Fucho Márquez había quedado en verse con Gladys en las cercanías de la Galería de Arte Nacional, a unos metros del teatro y el ateneo. Desde ahí, Gladys vio definirse su silueta, como si fuera un pedazo de luz que se iba separando del bullente haz del gran centro cultural: sonriente, el cabello plateado y extraordinariamente lacio, la nariz perfilada, menudo, no muy alto, quizá un aire a Mastroianni. Sobre él, un gran cartel anunciaba la próxima visita del Preservation Hall Jazz Band, a su derecha, un grafiti admonitorio: La cultura mariquea.
– Disculpa la tardanza, encontré a unos amigos.
– Uno de ellos te dejó pintura de labio en el cuello.
– Vamos, vamos, tengo el Jeep parado por aquí.
Gladys hizo la observación de la marca de pintura como un mero gesto burocrático, pues lo sabía seductor y lo intuía imposibilitado para la monogamia. Además, Fucho era un erudito y un sibarita cosmopolita, con una variedad de apetitos intelectuales y sensuales que ella se sabía incapaz de satisfacer. Sabía también que, por alguna razón, había decidido permanecer vinculado a ella desde hacía más de cuatro años, y que guardaba escrupulosamente las buenas maneras de un novio formal, con visitas a su madre incluidas. Desconocía por completo la causa por la que Fucho regresaba a puerto regularmente, y eso no le preocupaba porque jamás se propuso seducirlo de ninguna manera; ella simplemente había actuado con absoluta autenticidad, desde la primera vez que lo vio. Los presentó su cuñado, que también participaba en los grupos literarios a los que asistía Fucho.
– Gladys, él es Fucho Márquez, el hombre que va a curar tu ronquera. Es otorrinolaringólogo.
– ¡Ay, Dios!, atinó a decir Gladys, muy poco acostumbrada al efecto de un par de copas sociales, y abrumada por el intento de atinar el significado exacto de esa especialidad, cuyo nombre le resultaba familiar solo por lo largo.
– No padece ronquera alguna, Armando- diagnosticó de inmediato Fucho- tiene una voz ronquita muy hermosa.
Ese diálogo inició una historia de citas quincenales con un programa variado de cenas, cafés, visitas a la madre de Gladys, cine y sexo; esa noche sería de cena. La inquebrantable caballerosidad de Fucho encomendaba a Gladys la escogencia del sitio, que solía circunscribirse a una opción gastronómica sencilla.
– ¿A dónde vamos hoy?
– ¿ Te parece a la Pizza Royal?
– ¡Caramba, nuevamente italiano!
– ¡Ay Fucho, a mi no me gustan mucho esas cosas, y no como así, exagerado, como el pato de la china de la vez aquella.
– Pekinés.
– Bueno, ¿eso no está por allá , pues? Claro, si tú quieres vamos a otra parte.
– No, por favor. La Pizza Royal estará muy bien. Vamos, dejé el jeep por allá.
El trayecto desde el Teatro Teresa Carreño hasta el Boulevard de Sabana Grande podía cubrirse en unos quince minutos, pero la impericia de Fucho como conductor, le obligaba a una velocidad muy baja y una extrema prudencia que lo demoraban mucho más. Aunque solía permanecer callado al conducir, esa noche su silencio estaba enmarcado en una expresión muy pensativa, que produjo cierta inquietud en Gladys.
– ¿Te pasa algo?
– No, en lo absoluto, para nada. Es que quiero hablarte de algunas cosas, pero sabes que no me gusta distraerme mientras manejo. Si no te importa, lo conversamos en el restaurant.
– Claro, no te distraigas, que tú no eres muy ducho.
– ¿Perdón? – interrogó Fucho y su gestualidad se endureció.
– Nada, nada, que conversamos allá.
El Boulevard era la consecuencia superficial de la primera línea del metro de Caracas y sustituía a la antigua Calle Real de Sabana Grande. Se extendía luminoso, como un dragón chino, a lo largo de varias cuadras en las que se sucedían cafés, restaurantes, librerías y lo mejor de las tiendas caraqueñas. En el extremo este, se ubicaba el Centro Comercial Chacaíto, con el único estacionamiento de la zona lo suficientemente espacioso como para que Fucho lograra aparcar sin mayores contratiempos; desde allí comenzaron la caminata hasta la Pizza Royal.
– ¿Cómo está tu mamá?
– Yo no la veo bien: se confunde mucho y ahora dice que viene el fin del mundo.
– Gladys, tienes que estar consciente de que eso no va a mejorar, por el contrario, va a ir empeorando. Lo que podemos hacer es enlentecer el proceso un poco con la medicación que está tomando.
– ¡Muy gracioso! ¡Voy a tener que aceptar así de fácil que mi mamá se va a volver loca y que no hay remedio…¡no, vale! ¡Algo se podrá hacer!
– Se le pueden dar los cuidados que necesita. ¡Permiso! ¡Pista! ¡Pista! ¡Pista!, urgió una voz gangosa desde atrás. Fucho y Gladys voltearon al mismo tiempo y vieron a un hombre alto, flaco y andrajoso, con los brazos estirados por completo a la altura de los hombros: era “el avión”, el loquito que regularmente atravesaba varias veces el boulevard, imitando ser una aeronave. Los caminantes se separaron por un momento y el avión continuó su viaje, emitiendo un sonido parecido al ruido de una turbo hélice a máxima potencia.
– Como te decía, podemos darle todos los cuidados que necesita y, sobre todo, los que va a necesitar. Nos va a hacer falta una enfermera, o dos, porque otra la tiene que cuidar los fines de semana.
– Sí , o mejor tres, pero yo no tengo plata para pagar eso, Fucho.
– Por favor, déjame hablar. Vamos a formalizar esto, vamos a casarnos, yo puedo arreglarlo todo para que tu mamá esté bien cuidada. Yo quiero tu compañía.
– ¡Fucho!- gritó Gladys y sintió una parálisis súbita, un dolor antiguo que la emboscaba tras la puerta de la notaría, al ver el retrato de Fucho en el piso, rodeado de vidrios rotos y semi sepultado bajo capetas.
– Cónchale mi Gladys, discúlpanos, fue un accidente con una caja que se cayó, no me dio tiempo de recoger tu retrato, se disculpó Troncone. Intentó acercarse a ella, que estaba arrodillada en silencio entre los cristales como si una carga que hubiese arrastrado por mucho tiempo finalmente la hubiese hecho caer resignada, incapaz ya de sentir nada. El graznido y la garra que atenazó su hombro, detuvo el paso de Troncone: el mudo Calderón lo estudiaba con la actitud de un ave rapaz a punto de engullirlo, Troncone era un sapo expectante. La mirada enajenada de Calderón, se serenó hasta hacerse de advertencia y apartó al sapo del lugar, luego el mudo se arrodilló al lado de Gladys, le acarició tiernamente el cabello y comenzó a ayudarle a juntar los vidrios.
– Vamos a dejar a esta gente en lo suyo, Carmenhemberg- croó Troncone. Ven para presentarte a César Marino, que acaba de llegar.
La de César era una oficinita resignada, empotrada en un lateral del pasillo que conducía al cuarto de archivo principal, apenas capaz de alojar la silla y un pequeño escritorio de metal con dos torres de papel y un reloj de arena que no se había volteado desde su día inaugural; postulaba que el tiempo era una dimensión inneCésaria en una notaría. Solía acomodarse en ella mediante una rutina de encogimientos, elongaciones y pacitos muy precisos que había automatizado a lo largo de diez años, cuando le fue asignado este cubículo provisional, pero esta vez, el temblor de sus piernas, que habían escapado por un pelo a las ruedas del camión, traicionó el procedimiento y le hizo derribar los papeles.
– ¿Qué me le pasa my doctor?- preguntó Troncone con un volumen de voz, ligeramente por sobre el que sería cortés, y que siempre tomaba por sorpresa a César, sobresaltándolo un poco, quizás atemorizándolo. – ¿Está nervioso hoy? Ya Oneida va a traer un cafecito para que nos calmemos, take it easy. La mañana ha estado como rara. Mire, ya mi ida a la empresa privada es un hecho, esta es la muchacha que me va a sustituir, al menos por un tiempo, si no le sale el cargo: Carmenhemberg Hernández.
– Encantada Doctor.
– César por favor, César Marino, un placer, bienvenida. ¿Me dijo que tenemos café por aquí?
– Si es que Oneida consigue en la panadería.
– ¿Gladys no consiguió en el mercado popular del Teresa Carreño? Dijo que iba a ver si conseguía un medio kilo.
– No sé, y mejor no le pregunte. Hace rato se cayeron unas cajas y le tumbaron la foto del novio, está de mírenme y no me toquen.
– ¿Hay un mercado en el Teresa Carreño? –preguntó Carmenhemberg.
– No son fijos, lo han puesto algunas veces, pero hacia adentro, casi no se ven, me parece que los hacen cuando hay actos del gobierno, creo que con las comunas populares y eso. No sé muy bien como es la cosa, sólo vi una foto de puestos de verduras al lado de las escaleras. Gladys dice que los han puesto un par de veces y que estaba anunciado otro para estos días.
El café iba a tardar en llegar, porque Oneida no soportó el impulso de encender el teléfono de nuevo y representar una vez más la escena de su vida: decirle a ese coño de su madre que hasta aquí llegó la vaina, que no me la calo más, que si tú crees que yo soy pendeja, que no seas patán, que no me llames y ni se te ocurra aparecerte por mi trabajo, que no seas hijo de puta. Oneida no conseguía hombres como Fucho Márquez, tan ateo él y todo, y aun así le había prometido a Gladys una boda religiosa como gesto de aprecio hacia su madre. Cuando la dejó en su casa y manejaba a la suya, sonreía pensando en sus amigos: ¿cómo es la vaina?, ¿que te casas? ¿Por la iglesia? ¡No me jodas!
La cosa iba a parecerse mucho a aquella vez que fue nombrado – como muchas otras veces- padrino de la promoción de bachilleres del único liceo de su pueblito natal y había puesto a punto más o menos el mismo discurso de siempre: un discurso ampuloso. Era mucho mejor orador que eso, pero sabía que el contexto del pueblito requería enterarse de tres o cuatro palabras nuevas, de un exordio exaltado, de una conclusión moralizante; de lo contario, la gente pensaría que el doctor estaba perdiendo condiciones o no se había esmerado. Y la verdad, el discurso habría funcionado muy bien, si dos colegas suyos no hubieran estado casualmente visitando el pueblo, visto el anuncio del discurso en la plaza y asistido a este, sin notificárselo para no arruinar lo que prometía ser una veta explotable durante meses de mamaderas de gallo, como lo fue.
Él mismo no logró contener la carcajada cuando, se disponía a iniciar el narratio, anunciando: “¡estoy hondamente preocupado por…”, y escuchó el grito socarrón: “¡Tronco e preocupación, te la pasas en el Da Sandra!”
Pero la decisión era sensata, tan sensata como sus tías: Rafael Emilio, ya tienes cincuenta y cinco; necesitas a alguien que esté contigo, pero que te cuide de verdad. No una de esas mujeres que te gustan y que son como tú, una mujer que sepa ser mujer, que esté a tu lado cuando necesites algo, que te obligue a verte con el médico, que tú seas médico no te va a salvar de una cosa, que aunque sea pueda levantar el teléfono para llamarnos a nosotras o a una ambulancia.
Aunque el talento sexual de Gladys era innegable y novedoso para él, porque lo abrumaba por explayarse con una fuerza absoluta, sin mediaciones, sin una palabra final, que le diera la oportunidad de devolverla en los términos de galantería, ingenio o erudición en los que se sentía tan cómodo, la decisión había sido racional. No debía angustiarlo, pero algo de inquietud le perturbaba, por eso la meditó con un trago, estuvo seguro de ella y se relajó, hasta que sintió que no podía respirar. Intentó ponerse de pie y llamar a un colega. No pudo. La idea de Gladys a su lado había llegado tarde. No estuvo ahí para pedirle que revisara el dolorcito intercostal que sintió operando, no pudo ella preguntarle qué te pasa, Fucho ni levantar oportunamente el teléfono para llamar a sus tías o a una ambulancia.
Cuando la demencia empeora, se sabe a gritos, y la madre de Gladys gritó que el mundo se estaba acabando segundos antes de que ella recibiera la llamada que lo corroboraba. La tía le decía que Fucho estaba muerto y ella sintió por primera vez ese dolor absoluto. Se fue a cuidar lo que sería la larga agonía de su mamá, a pensar con quien dejarla y a preguntarse cuántas mujeres famosas iban a estar en el velorio y si sería prudente llorar en la funeraria.
Capítulo 3
Cuidado con la plaza Bolívar.
“¡Cuidado con la Plaza Bolívar, que el que se que se para en la Plaza Bolívar, se queda en la Plaza Bolívar!” El grito del jodedor causó una nube histérica de palomas y comprometió la dignidad de la estatua ecuestre, pero apenas distrajo a los viejitos, que se mantuvieron escrutando sus periódicos, como si fueran capaces de leer un segundo código, minucioso y más profundo, disimulado por las líneas evidentes. Quizás también sirvió para acelerar el paso de Carlos y sacarlo de ese ritmo natural que le era inevitable cuando caminaba por el centro de Caracas; una zona que lo llevaba a su niñez: a paseo por casa natal de El Libertador y a su padre comentando cargas libertarias y proclamas bravuconas; a mírele el tamañito de los pantalones, con ese tamañito y libertó a América completa, ¡cualquier pelo e culo canoso!; a visita a la piñatería, helado y a cierre del día dándole cotufas a las palomas de la plaza. La grandeza de un hombre, César, se mide de la frente para arriba; así le dijo algún jala bolas a Napoleón, pero tenía razón, el talento lo es todo, y usted tiene talento, César, y va a ser una vergota. Entonces el viejo sacaba una botellita del bolsillo del saco, se empinaba un trago, encontraba un amigo y se sentaba para siempre en la Plaza Bolívar. La cita de hoy iba a ser con uno de esos amigos, mándame al muchacho, Juan Bautista, que algo se le consigue para que empiece.
Algunas cuadras hacia el norte de la plaza, en El Mesón de Caracas, lo esperaba el Dr. José Ángel Hernández, un hombre enorme, parapetado tras un pescado enorme: un pargo poché que acababa de ser servido muy protocolarmente. En una mesa cercana a la barra, con la corbata introducida en el interior de la camisa, para evitar salpicaduras y el botón del cuello desabrochado, enfrentaba el pescado como un ballenero a su presa rendida.
̶ Dr. Hernández, buenas tardes.
̶ ¡César, muchacho! ¡Qué cambiado estás!
Hernández comenzó a levantarse de su silla y la geografía del restaurant a sufrir una modificación cataclísmica: la luz que provenía del salón principal se derrumbó a sus espaldas, mientras que las mesas y las sillas se hacían diminutas. Quedó parado frente a Marino, con una sonrisa que se multiplicaba tres o cuatro veces en los pliegues de su papada y los brazos abiertos, como si fuera la crucifixión de la gula, para finalmente, hacerlo encallar en un abrazo sin escapatoria posible.
– Siéntate, hijo. Discúlpame que haya ordenado antes, pero este plato tarda y yo tengo una reunión en una hora y media. Pero esto te va a encantar, este pargo lo hacen aquí mejor que en cualquier lado, yo conozco al chef de toda la vida. Señor, si es tan amable, póngale un servicio al doctor, por favor- ordenó suavemente al mesonero, cuidando la pronunciación de cada palabra y deteniéndose en cada pausa, con una amabilidad viscosa. Te decía lo del chef, Manolo, porque en este momento estaba pensando en tu padre; veníamos aquí con frecuencia y Manolo nos hablaba mucho de cómo se estableció en Venezuela. Solía decir que en Caracas, por un buen tiempo, se hizo la mejor paella del mundo, porque era posible importar los mejores ingredientes, y se tenía un arroz superior al de Franco en ese momento. Adicionalmente, vino mucha gente que sabía cocinar muy bien: ¡la combinación perfecta! Pero cuéntame, hijo, cómo está tu padre, casi no pude hablar con él cuando me llamó, por favor, hazle llegar mis más apenadas disculpas, ¿sigue en la fiscalía?
– No. Le salió la jubilación hace dos meses.
– ¡Ah caramba! ¿Y le ha afectado?
– No lo creo, está tranquilo, sacando sus crucigramas.
– Juan Bautista es un hombre muy culto, y puedo decirte que sabe más de derecho que muchos abogados. ¡Que lástima que no quiso graduarse! Me dijo que tú lo habías hecho con honores.
– Sí, Cum Laude.
– ¡Esa inteligencia es de familia! Bueno, vamos a ir al punto, para después hablar tranquilos. Te conseguí una oportunidad en una notaría. Eso sí, es para empezar mañana mismo.
-Gracias, doctor, en verdad , muchas gracias. No sé si mi papá le comentó que yo estoy en la búsqueda de algo medio tiempo, para poder hacer la maestría en derecho penal.
– Mire mijo, lo que me dijo es que usted se quiere casar. ¿Es así?
– Sí.
– Entonces, lo que necesitas es una base económica sólida, y no vas a conseguir ahora un trabajo mejor que este. Como sabes, un porcentaje de lo recaudado se asigna al personal; imposible con tu experiencia actual conseguir una remuneración mejor. Después que te salga el nombramiento, ves lo de la especialización- sentenció, y dejó caer su arpón sobre el lomo de Moby Dick.
– Se los tragó el mar…el mar prendido en candela. Era un gringo loco que se murió salvando vidas de venezolanos. Un héroe, digo yo. Ese día yo no lo acompañé porque … – Troncone estuvo en silencio por unos segundos, incapaz de esquivar ileso ese rescoldo personalísimo del incendio de Tacoa.
– Pero ¿él era su papá?- preguntó Carmenhemberg, básicamente por no saber qué decir frente al repentino desfallecimiento de la euforia empecinada de su interlocutor.
– No. Mi papá trabajaba para él en la Electricidad de Caracas y me llevaba mucho a su casa, le hacía también trabajos personales. Mr. Kee se encariñó conmigo, me empezó a llevar a las prácticas del grupo de rescate, que era su pasión y claro, me enseñó toda la parte del inglés.
– Y usted es bilingüe…
– Of course, I am, y precisamente es el conocimiento que me está permitiendo dar el salto a la empresa privada. Ese y toda la parte del manejo de la formalidad en los procedimientos. Lo que pasa es que la empresa privada es muy buena para hacer las cosas rápido, pero se saltan el orden de los procedimientos, que sería mi aporte. Yo voy a hacer el management de toda la parte de la mensajería, en esas empresas hay mucha informalidad; yo he ido a entregar mensajes y cuando los entregas, te ponen un sellito y ya, hacen falta formatos, recursos para documentar toda la actividad, documentar y archivar. Por cierto, me falta enseñarte un área crucial, ven ahora antes de que abramos.
Troncone condujo a Carmenhemberg hacia el final de la notaría, donde estaba la oficinita de César, dio un golpecito en su escritorio que sabía lo sacaría de la concentración en el documento que empezaba a revisar, siguió de largo hasta la pared final del pasillo y se volvió hacia la muchacha.
̶̶ ¿Cualquiera cree que la notaría acaba en este pasillo, ¿verdad? Pero no; esta oficina la diseñaron unos locos. Mira- señaló a su izquierda y Carmenhemberg se percató de la de que el pasillo tenía una muy estrecha continuación tras una curva en noventa grados. Ambos tuvieron que caminar de lado los pasos neCésarios para atravesar la prolongación- Este espacio se le compró a la tienda de atrás durante la administración del loco Zamora que era el notario anterior . Él insistía en que hacía falta un cuarto de archivo principal pero la gente de la tienda de al lado no quiso vender y la opción fue comprar un pedacito de espacio a la tienda de atrás. Como en el medio de los dos hay unos elementos estructurales que no se pueden derribar, hay que comunicarse por este pasillito, y a alguien se le ocurrió hacer esta misicurva.
– ¡Qué fue lo que hicieron?
– La misicurva esta pues.
– Y ¿qué es eso?
– Esto, una media curva.
– Semicurva, masculló Carmenhemberg.
Los tres metros oscuros y angostos recordaron a la pasante el día que descubrió su claustrofobia, calada en una miríada de japoneses inamovibles e inmunes a la estrechez sin ventanas de los pasadizos interiores de la cúpula de la Basílica de San Pedro. Habían recorrido nueve mil setecientos veintiocho kilómetros para rodearla, disputarle la soga que sirve como único agarradero en la escalera en espiral, convertir el preciso equilibrio entre cálculo y sueño de Miguel Ángel en el metro de Tokio y convencerla de que no existía un solo centímetro cúbico disponible de oxígeno. Comenzaba a reproducir aquella sensación de opresión sobre su pecho cuando el pasillo se ensanchó bruscamente ante una sólida puerta de metal que, a juzgar por el esfuerzo de Troncone para abrirla, debía de ser muy pesada. Conducía a una habitación sin ventanas, de unos treinta metros cuadrados, cuyo espacio se reducía considerablemente por los archivadores y las cajas que agotaban las paredes, pintadas de un amarillo ocre y mugroso. Una pequeña abertura de unos treinta centímetros por lado, obturada por una rejilla metálica tapizada en polvo húmedo y compacto, tramitaba la única circulación de aire disponible al cerrar la puerta. Sintió que el aire viciado poco a poco la absorbía, penetraba hasta sus pulmones e instalaba dentro de ella un olor entre acre y rancio, que le recordó cuando descubrió horrorizada una colonia de chiripas en el sótano de su abuela.
– Te va a costar abrir la puerta. El Dr. Zamora como que creía que esto era un banco; mandó a poner esa puerta a los meses de construida la ampliación, nadie sabe para qué, porque aquí sólo hay papeles. Lo bueno es que no vas a tener que venir casi nunca; esto es archivo muerto.
Al otro lado de la “misicurva” de Troncone, César observaba entrar a Oneida una vez más; un ritual que había cultivado a lo largo de doce años, como un devoto cristiano, arrobado por el poder del Espíritu Santo que el pastor proyecta sobre los fieles de la primera fila. Recordaba, como cada día, la primera vez que la vio entrar a la notaría, en compañía del Dr. Zamora, envuelta en un vestido rojo ajustado que prologaba todas las maledicencias de las demás habitantes de los escritorios chiquitos.
– César, lo que pude traerte fue un café con leche muy clarito. No quisieron venderme leche caliente, la que tienen la están usando sólo para el café.
– Gracias, Oneida. Un cafecito no me va a caer mal.
– Claro, tómatelo tranquilo. Te compré galletas también.
– ¡Oro en polvo!, ¡Gracias!
– Me gusta verte comer galletas, pareces un carajito. ¿Y Troncone y la chica nueva?
– Están en el archivo muerto, Troncone le está haciendo el tour completo. No sé cuál es la necesidad de conocer personalmente el archivo muerto.
– No la hay ̶ dijo Oneida secamente y con una expresión de desagrado, como si en lugar de un sorbo de café, hubiera tomado un líquido ofensivo. ̶ Voy a dejarles aquí sus cafés, ya es hora de abrir.
Oneida caminó hacia la puerta, tongoneando viejas glorias, que para César tenían la frescura de siempre, de su primera entrada con el vestido rojo, de ese día en que le sonrió generosamente y él no supo qué hacer; cómo nunca ha podido saberlo en cada día inútil para hacerse un hombre convincente, para facilitarse una salida ágil de su escritorio y abrir la notaría de una buena vez. Siempre era estar atrás de ella, como si la simple tarea de abrir la puerta requiriera de su asistencia inadvertida y tardía. Era sonreírle a nadie y acomodarse como un segundo anonimato atrás del anonimato de Oneida. Nunca antes había sido escuchar los graznidos frenéticos de Calderón en un revoloteo cegador, ni ver a Oneida hecha un montón de pelos y gritos viniéndosele encima, nunca había sido ver a Gladys sentadita y gritando en su silla, ni las armas, ni las caras flacas y rabiosas, nunca fue escuchar los gritos, ¡métete, métete, que te doy un tiro!, nunca fue ver venir el golpe en la frente y que todo se borrara en tonos rojizos
Capítulo IV
El misterio del cuarto amarillo.
Con el hotel Dallas se había inaugurado, en pleno este de Caracas, un laberinto de alfombra roja, neón rosado y escaleras imprevistas, infestado de serigrafías en tonos pasteles y pocos méritos artísticos. El sitio introducía novedades pletóricas de la voluminosa estética de los años ochenta, como camas que colgaban de cadenas asidas a bóvedas de espejos y neón, esta vez verde esmeralda, o una colección de muebles fijos o bamboleantes, capaces de prefigurar una variedad de posturas para el placer. En el sistema de música ambiental, Rocío Durcal anunciaba su indomeñable intención de casarse vestida de blanco, en un contexto donde ninguno de los presentes podría honrar un compromiso como ese.
El espejo de la habitación ciento uno abovedaba las figuras desnudas de César y Alejandra mientras comentaban los pormenores de la oferta del Doctor Hernández, que lucía como la única opción capaz de hacer posible su matrimonio en el corto plazo. Los argumentos de Alejandra atravesaban el entendimiento de César como a una gelatina, porque no podía atender más que al reflejo del cuerpo de su novia, redundando en la serie de espejitos de la bóveda; su belleza le resultaba inexplicable, para una mujer dispuesta a ser su pareja. Se sabía irremediablemente retraído y jamás había ejecutado una aproximación seductora; si en ese momento se acostaba una vez más con Alejandra, era porque ella había decidido besarlo, hacía más de un año, cuando quedaron solos en el bufete donde trabajaban como asistentes.
– ¡Hey, loquillo! ¿Me estás escuchando? No te quiero forzar, quiero que te sientas bien, que nos sintamos bien ̶ le dijo y acarició su rostro.
– Yo estoy claro, yo estoy claro, tranquila. Lo importante es casarnos.
– Mira, vamos a ver que nos dicen las cartas.
Alejandra se levantó y caminó hasta la mesita en la que había dejado su cartera, de donde sacó una bolsita de terciopelo violeta y extrajo un mazo de cartas, luego se lanzó a la cama boca abajo, justo al lado de César.
– Alejandra…¿las cartas?
Alejandra se llevó el dedo índice a sus labios, ordenándole silencio, en el marco de la sonrisa pícara que podía hacer naufragar cualquier intento de resistencia. Una esfinge sobre una rueda dorada, seguida por una comparsa, formada por un hombre a caballo, un emperador que sostenía un símbolo fálico, y quien parecía ser su consorte, daban, según Alejandra, el dictamen definitivo: Era neCésario aceptar inmediatamente; había que darle un golpe de mano al azar, según un revoltijo de razones que involucraban la audacia, la inminente y sicalíptica felicidad de la pareja, la responsabilidad y el liderazgo.
César la abrazó y sintió el efecto inevitable de acariciar esa piel, cuya textura y aroma rebullían su sexualidad de inmediato. Alejandra no respondió a la nueva convocatoria sin antes decir: “me molesta que no tomes en serio esto; la astrología es una ciencia y el tarot es saber milenario”. En ese momento, César no le dio mucha importancia al comentario y volvió a sumergirse en su cuerpo. Cuando abrió los ojos, vio una serie de figuras imprecisas moverse como peces opacos y perezosos en aguas rojizas, de donde emergía una forma enorme y tosca que poco a poco se fue transformando en la cara de Troncone: “ aquí, viene, aquí viene, está devolviendo en sí”, anunció Troncone a todos en el cuarto. Se sentía inmerso en un rumor indescifrable, desde el que se asomaban palabras sueltas como herido, pobrecito, Dios, permítenos, fractura, Marino, agua, inmóvil, amén; poco a poco logró centrar los ojitos saltones de Troncone en su rostro, reconocer las paredes amarillas con sus manchas de humedades movedizas y la pregunta de Oneida: “¿estás bien, César?
̶̶̶ ¿Qué pasó?- Preguntó, mientras trataba de incorporase.
– No te pares my doctor, que el coñazo fue precioso- le dijo Troncone mientras lo contenía suavemente.
– Parece que es un asalto, respondió Gladys desde una esquina disponible entre los archivadores, sentada en una caja que le había procurado el mudo Calderón.
– No, Gladys, esto es otra cosa, aquí no hay nada que robar- respondió Oneida, cuyas piernas en posición de loto habían venido albergando la cabeza de César, desde que los hombres armados los encerraron a todos en el cuarto amarillo y lo arrojaron, incosciente y sanguinoliento, a los pies del grupo.
Troncone se puso de pie, respiró profundamente, se paró en el centro del cuarto con el mentón ligeramente levantado y expresión severa, entonces estiró sus brazos con las palmas apuntadas hacia los presentes, como si estuviese a punto de dirigir una sinfonía de Mahler:
– Señores, la situación es la siguiente: aquí han penetrado al menos dos hombres fuertemente armados, no podemos ponernos a adivinar qué es lo que quieren, ni podemos saberlo porque aquí no se escucha nada de lo que pasa afuera. Les voy a pedir que mantengan la calma y esperemos la intervención de las autoridades. Esto es un centro comercial concurrido y ya deben haber tomado cartas en el asunto. Lo fundamental es no perder la composición, estar en calma…
̶ ¡La compostura, coño! ̶̶ gritó Carmenhemberg, sentada al lado de la puerta metálica, con su cola de caballo completamente despeinada y con el rostro ennegrecido por el aluvión de lágrimas y maquillaje que se le había estado viniendo encima desde el inicio del asalto ̶ ¿Es qué tu crees que va a venir SWAT o el F.B.I, gafo? ¡Lo que va a venir es el mismo grupo de locos que ha llegado a todos los secuestros, se caen a plomo con los malandros y no queda nadie vivo en esta vaina! ¡Nos van a joder a todos! ¡Y habla bien, coño!
̶ ¡Cónchale! ¿Por qué no se quedan callados a ver si se van?- dijo Gladys con la expresión de tristeza y fastidio que era lo único que le dejaba el mundo cada vez que la embestía. Desde esos párpados caídos, su mirada flotante atestiguaba siempre, también desde esquinitas perdidas en salones, los rituales escénicos de su hermana, la nena Acuña, su inevitable y trágica compañía a todas las fiestas de su juventud, unos cincuenta años atrás. Mucho más hermosa que ella, extrovertida y de una ridiculez que la animaba a asumir cualquier protagonismo a la mano, “La nena” era la principal atracción de las reuniones: “Es que La nena es tan simpática, bellísima, ¡tan animada ella!, y esos vestidos de La nena, tiene un parecido con Sarita Montiel…¿y vas a venir con La nena, no?”
La preparación para la salida se apegaba siempre al mismo guion: Gladys lista y esperando, mientras La Nena llegaba a sala y estallaba en un arranque de malcriadez porque encontraba algún detalle insatisfactorio en el vestido que su tía había bordado espléndidamente, lo que ameritaba un último arreglo angustiado por parte de la habilidosa señora; luego un “¡mija, maquíllate un poco mejor!”, severamente dirigido a Gladys, y finalmente, el estruendoso recibimiento al caballero que las acompañaría esa noche, a quien obsesivamente advertía: “¿Te dije que Gladys viene, no? Tú sabes que yo sin ella no voy a ningún lado.
El galán de turno esa vez era Otero; un joven optometrista de un metro ochenta de estatura, que resultaba sorprendente en la Caracas de 1953, ojos verdes y tez morena: un sujeto premonitorio de las tipologías que las migraciones europeas estaban por inaugurar en Venezuela. También todo un caballero, con el tacto neCésario para leer la incomodidad de Gladys e intentar hablar con ella desde su espejo retrovisor a lo largo del trayecto hacia el hotel Ávila, aunque incapaz de sortear las interrupciones de La Nena, que empujaban la conversación a cualquier lugar lejano de la que comenzaba a entablarse y, sobre todo, lejano a Gladys. El tema del soberbio vestido bordado en fantasía, diseñado por una inexistente modista francesa a quien solía atribuir las creaciones de su tía, gobernó la tertulia con mano de hierro hasta el final del viaje: las fatigosas sesiones de prueba; el indescifrable acento de la madame, que entorpecía las pruebas hasta la desesperación; el ritual de selección de las lentejuelas; las expectativas de Mildred Pittaluga y sus amigas por ver cómo le luce puesto.
Algo de desfile en alfombra roja tenía la llegada al hotel Ávila; Wallace K. Harrinson había diseñado un hotel que aprovechaba al máximo el clima y la vanidad caraqueña. El carro hacía fila a lo largo de un frondoso jardín, hasta llegar a la escalinata de acceso, bordeado por faroles de sobria luz amarilla, cuyo reflejo destacaba el brillo del piso de damero de la entrada a la recepción. Unos 17 grados centígrados favorecían el revoloteo de chales en crochet y pedrería, en medio del olor a bosque tropical y los desmesurados fogonazos de los equipos fotográficos a través de los cuales navegó La Nena hasta alcanzar al cardumen presidido por Mildred Pittaluga, que se alistaba a entrar al salón.
El alboroto de la recepción fotográfica y las loas al vestido, que ya había sido bautizado como fantasía en rosa, hicieron que La nena se olvidara un poco de Otero, quien encontró en Gladys una grata compañía y en los alrededores de la piscina un ambiente más calmado para la conversación.
– Me dice tu hermana que estás estudiando bachillerato.
– Bueno empezando, mamá no quería.
– Siempre es bueno, no creo que esté reñido con ser una buena mujer.
– Eso dicen.
– ¿Y qué te gusta hacer?
– Esto no. Venir a estas fiestas, no.
Otero encontró en el hastío de Gladys una sinceridad muy exclusiva en el contexto, y se sintió cómodo para hablarle de su pasión: las lentes de aumento. Comentó fervorosamente cómo su oficio había sido uno de los pocos puntos de iluminación durante la edad media, cómo prácticamente había cambiado al mundo al extender la vida laboral de los artesanos y técnicos, permitiendo mayores acumulaciones de experiencia; se sintió ingenioso cuando le dijo que tanto mérito debía concedérsele a la invención de la lente de aumento como al de la imprenta, pues todos los libros necesitan lectores, y poco a poco, fue interesándose también por saber acerca de ella, que tan pacientemente había comprendido su entusiasmo, y hasta le había preguntado sobre algunos detalles de su profesión.
Ya Gladys tenía cierto tiempo hablándole sobre su interés en estudiar administración cuando, en una pausa de la orquesta, se escuchó una petición secundada por varias voces masculinas: “¡Que cante La Nena!” Entonces Fantasía en rosa se hizo visible en la tarima y una voz aguda e incompetente entonó: “Sireniiiiiita, tu boquita delicada, tan chiquita y tan callada, ha nacido para amaaaaar”, mientras una ronda de caballeros, más interesados en la lejana posibilidad de retirar Fantasía en rosa del cuerpo de su portadora que en sus posibilidades líricas, discretamente pedía silencio en la sala a las pocas personas ajenas de lo que amenazaba con convertirse en un recital. Entonces, la canción dio un giro inesperado hacia un crescendo súbito que la intérprete burlaba bajando arbitrariamente varios tonos, pero que le servía para adoptar una expresión dramática, como de inocencia sorprendida por la petición de un beso, tal como podía leerse en las entrelíneas de la letra. En este momento, que era también el de mayor descalabro de afinación, los dos hombres más desfachatados, o quizás más optimistas, lanzaron sendos gritos de bravo. Estos excesos descomponían a Gladys, y su conversación con Otero le había hecho sentir la confianza para comentarle por primera vez este desagrado a un extraño, pero cuando intentó hacerlo se percató de que Otero la animaba a acompañarlo desde el círculo de hombres que aplaudían.
̶ ¡Callándose la boca no se va a ningún lado, Sra ! ¡No se van a espantar porque nos quedemos callados, coño! ¡Son todos tarados! ̶ gritó Carmenhembergh y comenzó otro episodio de llanto sin control, el mudo Calderón le lanzó un graznido de advertencia y acarició la cabeza de Gladys.
– Quiero sentarme ̶ dijo César, quien ya podía ver con foco y escuchar con claridad.
̶ ¿Seguro que puedes? ̶ preguntó Oneida, y fue cuando César se percató de que había descansado su cabeza en sus piernas durante su desvanecimiento. En ese instante, se hizo consciente de la temperatura de su cuerpo y la suavidad de aquellos muslos humedecidos por el sudor e inexpugnables a los años. Tuvo una intensa sensación de vergüenza porque creyó que el segundo de toma de consciencia había sido larguísimo, y que todos habían podido leer su pensamiento. La voz de Oneida lo trajo a la realidad.
– Los tipos entraron cuando estábamos abriendo la puerta, yo vi dos. No sé si son más porque entre lo rápido, el susto y la angustia por el golpe que te dieron, todo se me hizo muy confuso. Nos encerraron aquí y no han vuelto.
– La verdad, ni sabemos si se han ido- respondió Troncone, con la oreja pegada a la puerta metálica. De repente, ya robaron y se fueron.
– ¿Robar qué, Troncone? ̶ preguntó Oneida ̶ ¿Nuestros pedazos de celulares y tres computadoras viejas que hay en la notaría? Esa gente entro por otra vaina.
– ¿Y si se estén escondiendo? ̶ dijo César mientras palpaba su herida, burdamente vendada con la bufanda de Gladys.
– ¿Escondiendo de quién, César?
– No sé, Oneida, de otra banda, esos tipos viven cayéndose a tiros entre ellos en El Guarataro, no sé, trajeron la plomaza hasta aquí, que sé yo.
– ¿Y si es de la policía?, ¡Dígame si es que la policía los viene persiguiendo y se metieron aquí ̶ se preguntó Gladys.
“¡Coño!ˮ, gritó Troncone desde la puerta y se tiró al suelo mientras se escuchaban una serie detonaciones secas y muy seguidas que se repitieron durante varios segundos. Cuando llegó el silencio, todos estaban tendidos en el suelo. Troncone había rodado al otro el extremo del cuarto, Calderón cubría a Gladys con su cuerpo, Oneida y César eran un solo cuerpo abrazado en el centro de la habitación, y Carmenhemberg seguía echada a un lado de la puerta, pero ahora reía frenéticamente.
̶ ¡Esa vaina fue plomo! -gritó Troncone.
– De bolas que fue plomo, pendejo!- contestó Carmenhemberg entre carcajadas.
El ruido de la cerradura de la puerta al iniciar su proceso de apertura pareció mil veces más fuerte que el de los disparos de hacía un rato, el sonido les quitó el habla y los petrificó. Un muchacho flaco, con los ojos casi fuera de sus órbitas, las fosas nasales totalmente dilatada y los dientes apretados, apareció apuntándolos con una pistola, mientras su compañero arrastraba a Carmenhemberg, tirándola de su cola de caballo y la hacía desaparecer por el pasillo. Cerraron la puerta con llaves.
Capítulo V
El miedo es la brújula.
“Las cosas que crecen geométricamente ocupan la totalidad de los espacios de un día para otro: hay una planta acuática que crece el doble de su tamaño diariamente, termina por cubrir el lago que habita y ocasionar un desastre ecológico. El día que creemos que aún contamos con la mitad del lago, es su último día de vida.” A Alejandra le encantaba usar este ejemplo en los talleres de crecimiento personal que comenzó a dar cuando su interés por la espiritualidad empezó a crecer geométricamente, a expensas de los espacios que César ocupaba en su vida: “Géminis rige la mente, y la mente rige al pensamiento. Ahora estamos teniendo mucha actividad en Géminis. Cuando unimos esto a la luna nueva, que está en Géminis, y a las intenciones de luna nueva que vamos a hacer, surge el momento de preguntarse ¿Qué voy a hacer con la luna nueva en Géminis para examinar mi mente y motivarme internamente?” El grupo de estudio, arrobado por la lucidez cósmica de Alejandra, permanecía a la expectativa de la apertura del debate. Usualmente, era inaugurado por su sonrisa, que desde hacía unos tres años, se esforzaba por abundar en placidez, entendimiento, armonía. Esta vez, la acompañó con un gesto de su mano que apuntó a uno de los asistentes: un muchacho alto, flaco, barbado que amusgaba su expresión como tratando de extraer cada detalle en las palabras de su coach astrológica.
̶ Eduardo, ¿Qué nos puedes decir de tus intenciones de luna nueva?
̶ Bueno Alejandra, como sueles decir tú: el miedo es la brújula.
̶ Es verdad, el miedo puede ser como una brújula: ahí donde están mis miedos, ahí debo trabajar. ¿Qué dice tu brújula?
̶ Que voy a trabajar en alejarme de las personas tóxicas.
Eduardo contestaba enfático desde el sofá de la sala y César sentía que profanaba el mausoleo de su vida sexual con Alejandra. Lo atestiguaba desde la cocina, con un café en la mano, con el silencio como única opción de participación en un mundo que ya no podía comprender. No sabía en cuál preciso momento el sofá había dejado de ser la invitación al encuentro urgente, para convertirse en la gradería del foro astrológico. Intuía que debió haber signos inadvertidos al principio, quizás todas aquellas palabras y expresiones nuevas que se fueron introduciendo hasta que los dos llegaron a hablar idiomas muy diferentes. Constelación familiar, carta astral, Kabbalah, aquí y ahora, insight , inteligencia emocional, coachee, Psicomagia, se atiborraron en el discurso de Alejandra, entorpeciendo cualquier posibilidad de entendimiento entre los dos. Lo peor ocurrió cuando las palabras que aun compartían pasaron a tener significados diferentes para cada uno. César se percató del desastre un domingo a la hora del almuerzo.
La mañana del domingo solía embargarlo en una sensación optimista y reconfortante, sobre todo porque era el preludio a un almuerzo distendido que penetraba la tarde y le concedía una pequeña dosis de irrealidad, amablemente administrada por los pousse-cafés. La selección del lugar solía ser la coda de un encuentro sexual tan brioso y creativo como el ocio dominguero lo propiciaba. Además, gracias a las generosas bonificaciones que en ese entonces recibía por su gestión en la notaría, la escogencia podía realizarse sin que el dinero fuera una variable a tomar en cuenta, la decisión era causada enteramente por el antojo, la curiosidad o la nostalgia, y esa mañana el antojo se inclinó por el chivo en coco de la Cervecería Río Chico.
Parapetado al fondo de las Galerías Valencia de Chacao, el restaurant había soportado muchos cambios. Inclusive, su aviso luminoso había escapado milagrosamente al furor transformador del gobernador Diego Arria, quien en los años setenta intentó constituirse en una suerte de Barón Haussmann caraqueño con más empuje que buen gusto. En su afán modernizador, sepultó en concreto alguna parte de la memoria de la ciudad y arrasó con la inmensa mayoría de los avisos luminosos, bastiones de la vitalidad de la noche de Caracas No obstante, por alguna razón, las dos jarras desbordantes de la Cervecería Río Chico aún anunciaban tozudamente el negocio y cantaban a la idoneidad de la temperatura de las cervezas que había servido durante décadas.
César venía pensando en las dominicanas de la cocina, cuyas ejecuciones serían tan beneméritas en Madrid o Montecristi como en la exigente Caracas de los años noventa. Un chivito en coco venía rondándole desde que salieron de la casa; lo acompañó mientras condujo su Corsa ̶ aún con los plásticos protectores desplegados en un asiento trasero que jamás había sido utilizado ̶ le hizo más llevadera la faena de conseguir dónde estacionarlo, y le ayudó a decidir rápidamente los tragos y las tapas preparatorias. Él pidió un güisqui en las rocas, unos pimientos fritos, unos boquerones a la vinagreta, una cesta de pan con ajo, preguntó a Alejandra qué quería pedir, y ella pidió perdón.
– ¿Qué te perdone qué, amor?
̶ Ya tenemos casi tres años juntos, yo necesito tu perdón.
̶ Pero, ¿qué pasó?
̶ Han pasado dos años de convivencia, dos personas y sus desencuentros naturales, dos egos. Supongo que alguna cosa desagradable has visto en mí, eso es inevitable. Entonces, pido la generosidad de tu perdón en lo que creas que sea pertinente.
̶ ¿Me quieres confesar algo?
̶ ¿Cómo puedes ser tan básico? ¡No seas tan elemental! Has vivido dos años conmigo, yo soy humana, tengo un lado oscuro, seguramente te lo he mostrado y quiero que me perdones.
̶ Pero si yo me siento bien contigo, yo no tengo nada que perdonarte.
̶ César, lo único que no podría perdonarte es que después de este tiempo no tengas la valentía de reconocer que hay cosas por las que debes perdonarme.
César, no encontró nada que perdonar y Alejandra no encontró nada de qué hablar. Un chivito en coco cumplidor pero muy silencioso le hizo saber a César, en medio de un olor a aceite bien curtido en frituras y de salteados de mar y tierra, que su relación había sido tomada por alguna confluencia astral o por ciertas prevenciones crípticas a las que jamás lograría acceder[1]
̶ ¡Somos rehenes, no hay duda! ̶ dijo Oneida, en tono de resignación.
̶ ¿Ay, caramba, por qué lo dice? ̶ le preguntó Gladys, casi recriminándole su conclusión.
̶ Señora Gladys, los disparos…a alguien le estaban disparando, y luego sacan así a Carmenhemberg…Querían mostrarla a la policía.
̶ Después no ha habido más disparos- razonó César ̶ Deben de estar negociando.
̶ ¡Coño, César¡ En algo tenía razón Carmenhemberg, allí afuera no debe de estar SWAT, allá está la Guardia Nacional o la Policía Nacional Bolivariana y van a arreglar esto como arreglan todo. Estos malandros nos van a matar antes que los maten a ellos, si no es la policía la que nos mata en el tiroteo.
Gladys intentó ponerse en pie tan rápido como podía y trabajosamente lo logró, impulsada por la rabia, el único afecto que podía construir cuando enfrentaba sostenidamente la frustración. “¡No todos los policías son como ustedes dicen, yo he conocido policías muy buenos!” Recordó a un andino, seguramente tachirense, de unos cuarenta años, sentado en la sala de su casa con los antebrazos descansando en sus piernas y ligeramente inclinado hacia ella, esperando pacientemente su versión de lo ocurrido; recordó a su vecina de toda la vida dándole una infusión de tilo; recordó los llamados de su madre desde su cuarto de inválida, recordó a dos vecinas más, “tranquila Gladys, nosotras la estamos atendiendo, tú tranquila”; recordó una sensación de vacío en el estómago y un aturdimiento general, sus vecinas, sus vecinas hablándole al hombre, “yo la oí gritar y después el golpe”, su madre que no paraba de llamar, gritaba su nombre como siempre, “vi pasar una sombra por la ventana, muy rápido”, “Ay, mi amor, ¿y si te tomas uno de los tranquilizantes de tu mami?”; recordó la expresión serena del andino, su tono suave: “imagino cómo se siente, pero quisiera que me contara lo que pasó.” Gladys recordó también que el carillón de pared de la sala anunció inútilmente las dos de la tarde.
La voz del detective fue como un hilo que la condujo de nuevo a la realidad. Se reconoció en los espacios de su casa, abarrotada de gente, con su cuñado que acababa de llegar de Valencia parado en mitad del comedor, con sus vecinas de toda la vida tratando de encontrar los medicamentos de su madre, con el policía judicial sentado en el sofá y dos agentes más en el balcón, pero era su casa, estaba posegura. También podía organizar los hechos con más claridad con la visita semanal de La Nena: “Gladys , tienes este cuarto lleno de polvo, eso le hace daño a mamá. Con esa lentitud tuya no se puede. No, niña , yo no tengo estómago para limpiar esa escara, tú eres la que sabe de eso. Dile que se calme, que me vuelve loca con esos gritos! ¡Pero cámbiale esa sábana! ¿Dónde está el Gerdex? Yo lo busco. Si vamos a esperar que tú vayas no se termina nunca.” Y el Gerdex estaba en el armarito del balcón, y hacía falta montarse en el banquito para alcanzarlo, y La Nena llamó a gritos, pero los gritos de la demencia son más obstinados, más urgentes que cualquiera, no dejan lugar para otros gritos.
̶ Yo no sentí nada, yo estaba atendiendo a mamá. Ella grita todo el tiempo, y cuándo se le hace el aseo, grita más. La Nena fue a buscar el antiséptico para la escara, y después la vecina empezó a tocar el timbre… fue cuando me dijeron. Yo no sé, no sé qué pasó…mi hermana…
̶ Entiendo, señora Gladys- dijo el P.T.J.- Todo indica que perdió el equilibrio y cayó, con la mala suerte que fue hacia la baranda, que es muy baja. Hay muchos trámites que hacer, por las circunstancias del deceso. No se preocupe, su cuñado puede hacerlo solo. ¿Usted tiene quien la acompañe hoy?
̶̶ Señora Gladys, los policías ya no son como los que usted conoció ̶ dijo Oneida. Lo que debe de estar afuera es la misma gente de las O.L.P. Mi mamá es de la Cota Mil, señora Gladys, esa gente entra sin importarle nada, no importa si eres malandro o no, ellos disparan. Simplemente entran y disparan.
Una mota de polvo corría por las rejillas del extractor como una pelota de pinball casi ingrávida, se enredaba temblorosa con la costra de polvo del pequeño enrejado, se liberaba y volvía a tramarse con la mugre de la rejilla. Apenas un chorrito de aire podía salir por la toma. El aumento de la temperatura y de la humedad espoleaba el olor producido por la colonia de chiripas tras las cajas de cartón; hacía. Al calor grotesco y repugnante a la humedad. César nunca había observado en detalle la decadencia del amarillo de las paredes; no solo eran las manchas de humedad, la pintura se había degradado, adquiriendo una opacidad que resaltaba más el sucio, se hacía una con el color de las carpetas de manila que habían ido a envejecer sobre los archivadores y parecían escamas de la pared. “Hace calor”, dijo sin darse cuenta.
– A ese extractor no le hacen mantenimiento desde que se fue el loco Zamora- respondió Troncone ̶ pero de calor no nos vamos a morir, Don’t worry.
̶ ¡Carajo, pero alguna vaina tenemos que hacer!
̶ Y ¿qué vamos a hacer, César? – respondió Oneida- ¿Vamos a forzar la puerta esa y vamos a enfrentar a los tipos con las manos?
– Yo no sé ustedes ̶ advirtió Troncone- pero yo, no me voy a dejar matar.
̶ ¿Y si trancamos la puerta con los archivadores? ̶ preguntó Oneida mientras intentaba inclinar un poco uno de los muebles para calcular su peso. La maniobra resaltó los músculos de sus piernas y desencadenó toda la firmeza de sus glúteos contra el vestido ajustado. César se reprochó profundamente el haberse abstraído de las circunstancias para entregarse, como todos los días laborables, a la extática observación de Oneida ¿Cuántos años habían pasado desde el primer día? ¿Por qué jamás había reunido el valor para decirle nada? ¿Alejandra? No, hacía tiempo que Alejandra no contaba. Era él. Era el pánico que embargaba a las palabras adecuadas y las ponía en fuga cuando ella estaba cerca. Se vio sorprendido por su mirada cuando Oneida terminó la maniobra y volteó hacia él, se sintió descubierto y avergonzado. “Eso puede que los demore un poco en entrar la puerta, pero no los va a detenerˮ balbuceó, para tratar de verse natural.
̶ Es mejor eso que nada, César ̶ respondió Oneida.
̶ Ella tiene razón my doctor, si no puede empujar por el coñazo, al menos ayude quitando las carpetas de la parte de arriba, hay que mover esto sin hacer bulla, ayúdame Calderón̶ dijo Troncone, mientras se desabrochaba los puños de la camisa.
Troncone y el mudo Calderón tomaron el primer archivador desde la base para llevarlo hasta la puerta. Era un mueble metálico pesado, capaz de hacer un escándalo al menor golpe contra otra pieza de metal, por lo que el traslado era lento y trabajoso. Durante el breve recorrido la gaveta superior casi se sale y va a dar al suelo, pero Oneida fue muy rápida y saltó sobre ella a tiempo de evitar el ruido, de forma que estaban los tres sosteniendo el archivador cuando escucharon el disparo, fue uno solo, aislado. Todos pensaron nuevamente en Carmenhemberg.
Capítulo VII
Con memoria alfanumérica.
¡Azúúúúúúúúúúúúúúúúúúcar!, gritó Celia Cruz desde las profundidades del Sony.¡Ya funciona! ¡Bájale el volumen, que nos van a escuchar! ¡Esos carajos no pueden oírnos! ¡Se apagó! ¡Kimbarakimbarakirakinbamba, Kimbarakimbarakirakinbamba! ¡Hay que buscar noticias! ¡Dejen trabajar a Troncone! ¡Se volvió a apagar! ¡Kimbara! ¡Revivió!
“Shut up! ¡Yo sé hacer mi vaina, carajo!ˮ Gritó Troncone, confiado, perito, primer lugar en su curso de electrónica, amigo traidor de Salkran. Luego sacó una goma de mascar de su boca y, parsimoniosamente, rodeó con ellas dos cables que debían permanecer aislados. “Está listo”.
“¿Quedará alguna emisora que dé noticias?” Se preguntó a sí misma Oneida en voz alta, y Troncone comenzó a acariciar algunas piezas del Sony, que ya le obedecía ciegamente, hasta que la señal de Radio Rumbos llegó al radio y llevó al cuarto amarillo el franco reclamo de una voz varonil y contundente a una mujer: “¡asesina, asesina, bandolera, sinvergüenza, mala espina, traicionera!ˮ “Era una voz del carajo, chico, una aproximación única. No era la voz correcta, ni el estilo equilibrado de Felipe Pirela, que parece una vaina sacada del clasicismo. Tampoco la cosa aterciopelada de José Luis Rodríguez. Este carajo, se paraba a cantar y era a sentar de culo a todo el mundo. Una vaina potente, un torrente de metal líquido y, coño, un estilo que no se había visto nunca.”
– Sí, yo me acuerdo, German Fernando, Renny lo presentaba a veces ̶ suscribió el Dr. Garrido desde la barra- era un carajo arrecho. ̶ El Dr. Garrido había sido compañero de estudios del Loco Zamora e impartía clases de Derecho Romano en la Universidad Santa María. Con su calva de monje, cejas gruesas y arqueadas, nariz alargada, profundos surcos nasogenianos y sus ojos grandes y saltones, tenía cierto aire a los personajes que la televisión y el cine nos han hecho imaginar como doctos romanos. Era también la única voz dentro del castillo que podía suscribir o contrariar las opiniones de Zamora, quien imperaba en la mesa central de aquel alcázar con muralla frontal, dos torres y un cañón de hojalata apuntando hacia el este por entre las almenas, como esperando una invasión filibustera que, en lugar de tomar el camino de los españoles, iba a venirse derechito por la autopista Francisco Fajardo, ansiosa de saquear las cavas de la Cervecería El Torreón; ese formidable baluarte kitsch enclavado en la Avenida Páez de El Paraíso.
– Él también componía, y se las ingeniaba para conseguir unos arreglos muy buenos, futuristas de bolas.
– Yo no lo conocía – dijo la joven Oneida, sentada a la derecha de Zamora, incrustada en el grupo de conversadores usuales, bastante mayores que ella, en su mayoría abogados graduados; una condición que lucía como un obelisco desde su posición de estudiante de primer año de Derecho.
– Casi nadie, amor ̶ le respondió Zamora, frunciendo el ceño mientras sonreía, adquiriendo la expresión del demonio que se había hecho de su alma desde hacía un par de meses ̶ El tipo tenía problemas de comportamiento, quizás problemas mentales. Tuvo una juventud disoluta y , ya como artista, al parecer era impredecible. Por eso, se disipó de la escena, al igual que su trabajo. ¡Nada más Alfredo Churión y los dueños de esta vaina pueden tener una cinta de ese carajo! Garrido, dile ahí al chamo que lo ponga otra vez.
– Mauricio, ¡vuélvemelo a poneeeeeeeeeeeeeeeé! – bromeó Garrido e hizo desaparecer su trago de un tirón, como si se tratase de un gesto alegórico a Germán Fernando.
Desde un rincón de la barra, otro de los asiduos a El Torreón, quién había escogido el sitio como lugar para abstraerse diariamente en un crucigrama eterno, y que por alguna extraña razón encontraba en esas conversaciones escandalosas un acicate a su concentración, preguntó: “Dr. Zamora, ¿Cuál es la capital de Bután?”
– ¿No es Timbú la vaina?
̶ Sí, Timbú es…cinco letras.
̶ ¿Cómo sabes tú esa mierda, coño? ̶ Preguntó Oneida impresionada.
– Mi amor, tú estás aquí sentada con el grupo de expertos en guevonadas inútiles más arrecho de este país. Por cierto, se me olvidaba. – el loco Zamora sacó de su maletín una cajita y la puso frente a Oneida “Feliz cumpleaños, negra”. “¡Na guevoná!”, dijo con una sonrisota Garrido, mientras Oneida sacaba un teléfono celular negro, de unos 12 centímetros de alto por cinco de ancho, con una pantalla más alta que las comunes, dotada además de una facultad única: la capacidad de albergar textos.
– ¿Ese es el Elite? -preguntó el muchacho del crucigrama.
– El mismito- Respondió Zamora y se explayó en un canto a la elegante pieza tecnológica, para la fecha no solo única con teclado alfanumérico, sino además singular en su capacidad para vibrar al recibir una llamada y reconocer el nombre de quien llama, siempre que esté registrado en el novedoso directorio. “Un aparatico hermoso y avanzado. Si te lo metes en un bolsillo no se nota. Voy a programar mi número en el botón uno, lo pisas, negra y ahí me tendrás”. Le dijo a Oneida mientras le daba muy cerca de la oreja un beso ya demasiado embriagado, salivoso y torpe como para ser grato.
El Elite despachó satisfactoriamente sus atributos de calidad durante todo un año: elegancia, discreción, capacidad para propiciar oportunidades de ufanarse. Todas, excepto garantizar la promesa de disponibilidad jurada sobre el número uno del teclado alfanumérico. Particularmente aquella mañana en la que Zamora no había llegado faltando dos minutos para la intervención, en la que contestó solo después de más de una hora de insistir y respondió en una clave no descifrable para su esposa, pero cruelmente locuaz para Oneida: “No, Garrido, no voy a poder ir, tengo una complicación aquí en casa. Pero vayan comiendo ustedes, que yo voy a hacer todo lo posible por acercarme en la tardecita”.
– ¿Va a venir su acompañante, ya estamos sobre la hora?
– No , no vendrá.
– ¿Suspendemos, entonces. Es un procedimiento fuerte, no debe salir sola.
– Dele doctor, que yo resuelvo. Deme un minutico para ver si puedo pedirle a una amiga que venga.
Pim, pom, pom. Las tres notas en la marimbita del locutor trajeron Oneida a la realidad. “La zona ha sido acordonada por la policía y no hay tránsito a la altura de la intersección de la San Martín y la Santander.” Pim, pim – interrumpió la marimbita ̶ “Unidades de la policía científica se dirigen hacia la zona. Seguiremos informando”. Pim, pom, pom. “Continuamos con nuestro programa especial: una hora ininterrumpida con Lila Morillo, celebrando sus sesenta y un años de vida artística”
-¡Coño de la madre! ¡Cómo si no estuviéramos lo suficientemente jodidos, una hora con Lila Morillo! ¿Vamos a estar una hora sin noticias de este peo por esa vaina?
– Calma, Oneida ̶ dijo César. Yo creo que hay buenas noticias. Por alguna razón al menos la cosa ya es noticia, quizás por eso la policía se ande con más cuidado y esto no termine en matazón. Vamos a terminar de mover los archivos para dificultarles la entrada.
– ¡Los archivos un coño, César! Tú mismo le explicaste a Troncone que eso es una pendejada, igualito pueden dispararnos. Y con saña, porque van a estar arrechos por la paja de haberlos puesto. ¡Ya estoy harta de cruzarme de brazos a ver qué pasa! ¡No le voy a confiar mi vida a una vaina que desde el principio sabemos que va a fallar! Miren, esos malandros son unos cocosecos, unos pendejos que están más cagados que nosotros: nos dejaron aquí, sin amarrarnos, sin revisarnos bien, en completa libertad para hacer cualquier cosa para defendernos. ¿Y nosotros no vamos a hacer nada? ¡No me jodas!. Lo único que nos mantiene presos es una puerta cerrada y la incertidumbre de saber qué está pasando del otro lado. ¡De verdad, podemos inventar cualquier vaina!
– ¡Lo que es el no saber, caramba!- lamentó la señora Gladys- Uno ni siquiera sabe cuántos son los ladrones.
– Yo vi dos- Respondió Oneida categórica ̶ Uno me empujó y el otro le dio el cachazo en la cabeza a César. Son dos carajos. Tenemos que encontrar la manera de enfrentar a solo dos carajos.
– Y podemos hacerlo uno por uno- dijo César.
– ¿Cómo así, my doctor?
– Esa puerta es nuestras Termópilas.
– ¿Cómo? No se ponga con vainas latinas de Derecho, que no estamos para eso ̶ reclamó Troncone.
– El pasillo es muy angosto y solo pueden pasar uno atrás de otro. Por unos segundos, justo antes de llegar a la puerta se tienen que poner uno atrás de otro. Para nosotros eso es más ventajoso que tener que enfrentar dos tipos en distintos lugares. Además, si jodemos al primero muy rápido, tenemos el factor sorpresa a nuestro favor con el segundo.
̶ Ajá doctor, ¿y con qué los vamos a enfrentar?
– Mira, Troncone- dijo Oneida, señalando a una caja que había quedado descubierta durante la búsqueda del radio.
Capítulo VIII
¡Qué fuerte, hijoerdiblo!
César estaba poniéndole hielo a su trago cuando entendió que su casa y él no eran opuestos; eran cosas simplemente ajenas la una a la otra, incapaces de definirse siquiera a partir de la negación. Ya casi ponía a punto su güisqui, cuando la tía Medarda interrumpió la sesión astrológica de Alejandra para referirse a ciertas cosas sobre Mercurio y sus alineaciones. El asunto no habría tenido mayor relevancia de no haber sido porque la señora estaba por cumplir seis años de muerta y realizó su intervención a través del cuerpo de Alejandra, dejándola tiesa en posición de loto, con las pupilas en blanco y hablando con una vocecita de niñita superdotada, esclarecidísima y con absoluta paz interior. El trance fue repentino, un latigazo que interrumpió el discurso y la voz de Alejandra y que dejó a todos en silencio, dilucidando si la líder del grupo de astrología y crecimiento estaba ensayando un aleccionador recurso de comunicación, si estaban frente a una manifestación paranormal, o si algún tumor prefrontal finalmente se hacía escuchar. Solo César parecía impávido ante el fenómeno, sin apartarse del fondo de la cocina, moviendo el hielo de su güisqui con el dedo índice. Podía intuir que el cerebro de su esposa no padecía ninguna alteración estructural, y dudaba de que se tratase de una manifestación de la tía Medarda, porque la buena mujer no había tenido nunca la más mínima idea sobre astrología; su voz no era la de una niñita superdotada, esclarecidísima y con absoluta paz interior, sino más bien cavernosa y áspera, debido a los años dedicados a la lectura del tabaco; y por último, Medarda no pertenecía a la parte española de la familia de Alejandra, sino a la de El Tirano, por lo que difícilmente habría advertido “en Mercurio retrógrado eviten tomar decisiones importantes aunque sea sobre cosas que les molen”.
“¡Alejandra es materia!ˮ dictaminó el pupilo Eduardo, quien había acompañado a su mentora en aquellos días de primeros intereses por trascender la astrología para comenzar a investigar lo que denominaban el universo transpersonal, y que la tía Merdada llanamente habría llamado vainas de brujos. Mientras Eduardo pedía calma al grupo y preguntaba a la tía si quería dejar un mensaje a su sobrina antes de partir, César decidió tomar una caminata.
En el inicio de los años 90, Parque Central ya no era el magnífico complejo que se llegó a considerar “el desarrollo urbano más importante de América Latina” y que prefiguró el auge petrolero, los ingenios gigantes de la industria pesada, la arrogancia petrodiplomática, las saltadas de chacos, la obesidad del Estado, el güisqui nuestro de cada día dánoslo hoy, el azote de Somoza, la proliferación del empleo improductivo, las plagiarias chaquetas a cuadros de Jimmy Carter y la proyección de Caracas como referencia de la actividad cultural en el continente. Algunas interrupciones u omisiones en servicios que no deben desfallecer en un coloso como ese, hacían prever el inicio del colapso, pero nadie pareció preocuparse demasiado; todavía era un sitio vital, vibrante, múltiple. En todo caso, a César le parecía una feliz decisión haber comprado el apartamento allí; antes del aluvión esotérico el lugar había sido un parque recreacional para Alejandra y él. Si bien en ciertos momentos les había tocado evitar o ayudar a un indigente, o presentir fallidamente un asalto en alguno de sus meandros, también habían disfrutado de privilegios como el cine, que no pocas veces exhibía buenas películas de autor; de los espacios del Museo Sofía Ímber y de la academia de danza donde Alejandra “se redescubrió desde su cuerpo” (quizás así haya empezado todo el asunto que hoy lo agobia). Habían invertido decenas de horas de curiosidad en el Museo Audiovisual, el Museo del Teclado y hasta una que otra en el Museo de Los Niños. También pudieron hacer buen uso de un Babel gastronómico, en el que convivían bandejas paisas con risotos, pulpos a la gallega con tumbaranchos marabinos, vieiras al pernod con club houses. El pasillo subterráneo de Parque Central era un mosaico de casi todos los semblantes de la Caraqueñeidad. Ahora, esa misma diversidad abrumadora era una puerta de escape, un lugar para caminar mientras la tía Medarda, o Medarda, la tía esa con reciente pasaporte transpersonal de la Comunidad Económica Europea, dejaba un mensaje y se iba, la muy hijaerdiablo, gamberra.
El café Catuche sería la trinchera desde la que resistiría esa noche. Se sentía un poco Humprey Bogart cada vez que iba solo. Le gustaba escuchar a Jesús, el pianista, desde la barra; un señor iniciándose en la vejez, que afrontaba con una entereza dignísima su irremediable pase a la música ambiental, ese espacio de intérpretes invisibles y aplausos muy ocasionales, más cercanos a los buenos modales que al regocijo o a la admiración. Sin duda, se trataba de un pianista eficiente y con ruinosos destellos de buen talento en los temas venezolanos. “Al maestro Aldemaro Romero le encantaban mis variaciones sobre Esta noche me voy a emborrachar con mi mujer” , solía comentar cada vez que conversaba con César. Era una pieza obligatoria en su repertorio diario, la única que cantaba…para angustia de Luis Asprino, el dueño del local. Porque los buenos trances que Jesús llegaba a alcanzar en el piano, no tenían ningún equivalente en el terreno vocal. Su canto era un rumor sordo que ocasionalmente estallaba en agudos destemplados: “quién es usteeeeeeeeeeeeed, con mi mujeeeeeeeeeeeeeer, y cantéeééééééé, de esas que yo me séééééééé”. Como previsión sistemática, al terminar la canción, Asprino – que era un bonachón- se acercaba al piano, le daba una cálida palmadita en el hombro y le decía, “es tocandito, Jesús, es tocandito”.
– ¿Tú por aquí un lunes en la noche, César?- Le dijo Asprino ganoso de conversación mientras le servía un trago.
– Sí, una tía de mi esposa que vino de visita. Las dejé solas para que conversaran- En ese momento, Jesús comenzó a cantar el tema de Aldemaro Romero y César Marino tuvo la certeza de que nunca más habría una noche en la que se fuese a emborrachar con su mujer. ̶ Luis, déjame aquí la botella.
– ¿Qué vamos a hacer con unas botellas?
– Estas son botellas de productos de limpieza- respondió Oneida mientras revisaba la caja que acababa de señalar a César- Esto es cloro, se lo echamos en los ojos y los cegamos.
La falda media rota del vestido de Ondeida -agachada junto a la caja- volvía ceñirse al muslo y actuaba como un cilicio en la consciencia de César, era un momento de vida o muerte y no de fantasías rijosas. Se preguntó si su bisabuelo Carlos, que según su mamá había combatido en casi todos los bandos de casi todas las guerras civiles y levantamientos que vivió, habría pensado antes de cargar en las nalgas de la negra que tomó por esposa casi el mismo día que desembarcó en Cumaná, quizás con unos 300 años de retraso, pero con el ánimo de hacer fortuna intacto, así fuera a sangre y fuego. Él, por su parte, había pensado recurrentemente en Oneida, casi desde el día de su llegada: ¿Cómo iba a habitar esa muchacha de sonrisa franca y ojos miel tan vivaces en el tráfago repetido que constituía y limitaba inapelablemente la vida del funcionario? Parecía estar entusiasmada por el hecho del tener la vida por delante. ¿Vendría solo por un tiempo, movida por los indiscutibles beneficios económicos de la legal repartición de buena parte de lo recaudado entre los miembros de la notaría? ¿La idea mortuoria de forjarse una jubilación estaría en su mente? Sin dudar, era un trabajo de estudiante y ya, alguna hija de un amigo del Dr. Zamora a quien este le había conseguido una oportunidad para pagar sus estudios nocturnos, por algo la orientaba tan diligentemente.
La contemplación provoca ideas y el ego se resiste a dejarlas libres por el mundo. La mayoría de las hipótesis de César sobre los comportamientos de Oneida terminaban pegoteadas a la temblorosa conclusión de que algún atractivo encerraba él para la joven, y daban acceso a un ejército invasor de preguntas insilenciables que continua y autónomamente se formulaban en su consciencia, como si estuviese condenado de por vida a reproducir el final de un capítulo de radionovela: “¿por qué siempre me lleva café tan amablemente; ¿por qué se esmera tanto en arreglarse? no puede ser para Troncone; ¿En verdad está tan interesada en su carrera? Pareciera que las preguntas sobre Derecho son una excusa para hablarme”. Eran los días de gloria con Alejandra cuando estas dudas empezaron a asentarse en su mente, quizás por ello lo hicieran de manera tan inadvertida y pudieron manejar tan sutilmente y con absoluto anonimato decisiones como la compra de una corbata o un perfume nuevo. Con la aparición de la tía Medarda, el brillo de Oneida en la mente de César estalló cegadoramente, se transformó en entusiasmo matutino, en afeitetadas rigurosas y compras de dulcitos muy agradecidos por los cafés, en fantasías masturbatorias. Pero también se transformó en torpeza, en dificultad para acercarse, en mudez.
̶ Háblame César, coño!
̶ No sé…un balde con cloro, parece muy poca cosa.
– ¡Es mejor que ese poco de archivos inútiles!
– Bueno, ya va- razonó César- Pongamos las ideas en orden. ¿Qué tenemos? Coincido contigo en que los tipos son unos improvisados y que nos han dado muchas ventajas. Por otra parte, tenemos que lograr alguna forma de sorpresa. ¿Alguien tiene alguna idea.
Todos quedaron en silencio . “Ay moñongo, ay moñongo, que contenta yo así me lo pongo”, confesó, en volumen muy bajo, Lila Morillo, antes que Troncone silenciara por completo al Sony.
“Hacer parecer cercano lo distante y distante lo cercano, dice Sun Tzu” comentó César. “Ellos lo que pueden esperar es que intentemos evitar que abran la puerta, como efectivamente hemos estado pensando. Entonces abrámosla con fuerza.ˮ
Tres cuadras median entre la estación Artigas y la torre Maracaibo, y eran más que suficientes para que la entereza de cualquier decisión de abordar francamente a Oneida se desvanecieran en montones de dudas que se multiplicaban geométricamente hasta cegar por completo la mente de César y devolverlo al “buenos días Oneida, gracias por el café”. Había tramado para él mismo un argumento reconfortante, según el cual, a su inhibición se asociaba un efecto de presencia sutil que poco a poco iría sumiendo a Oneida en el sopor de un amor progresivo e inevitable; era una estrategia de largo aliento, que por cierto ya había consumido un par de años.
En una noche en el Café Catuche, su amigo Asprino, hombre a quien la barra le había forjado una aguda capacidad diagnóstica sobre asuntos de la vida, le dio su dictamen: “de esa muchacha tú ya eres un amigo profesional” . Su prognosis no fue menos grave, “o haces una vaina que la sorprenda y que rompa por completo el acomodo de las piezas con las que has venido jugando o te jodiste.” Por eso ese día llevaba en el bolsillo una virgencita confeccionada en tres tipos de oro y esmeradamente envuelta para regalo. Había visto a diversas patronas acaloradas entre los senos de Oneida, y a su juicio, esta, que había comprado el fin de semana las superaba en belleza y elegancia a todas. Se había acicalado debidamente para la entrega y la declaración: corte de cabello juvenil, guayabera de lino azul aguamarina, pantalón beige y mocacines Rossi.
Las primeras horas del día fueron decepcionantes: el café llegó y fue agradecido con un caramelito; el “estás muy lindo hoy, César”, fue correspondido con un gracias timidísimo y con un repliegue aterrorizado, y la envoltura de la virgencita se malogró con el sudor de la mano de César, que la sujetaba en su bolsillo como se sujeta a una navaja oculta ante la inminencia de una pelea que, en el fondo, desea evitarse a toda costa. Pero no iba a haber un día más de justificación frente a Asprino; no había aprovechado los acercamientos de Oneida y era neCésario irla a buscar, aunque se molestara inicialmente, como cada vez que alguien tocaba la puerta del cuarto amarillo para interrumpir su trabajo. La decisión lo conturbó, por lo que se llevó varias magulladuras al tratar de escapar de su escritorito, ignoró el llamado de la señora Gladys, que seguramente involucraba una larga consulta, avanzó decididamente por el pasillo y entreabrió lentamente la puerta. En ese momento decidió retroceder en silencio; habría sido inoportuno interrumpir al Dr. Zamora, que embestía el escritorio con los pantalones abajo, y con los elegantes tobillos de Oneida en sus hombros.
Capítulo IX
Death and taxes.
El Saba American Bar era una extensión de la caja torácica de James Kee. Sus risotadas resonaban en toda la hidra de perfumes melosos, aromas de tabaco y olores de desinfectantes, arrinconando a la música y correteando a las conversaciones de los otros clientes, que debían conformarse con la compañía de las chicas menos demandadas. Las muchachas V.I.P se concentraban en que el musiú siguiera carcajeando, bebiendo litros de guisqui, obsequiando sidra a precio de Dom Pérignon y repartiendo propinas. Sus brazos abarcaban toda la extensión del sofá semicircular que ocupaba y recibían palmaditas reprobatorias de Ámbar y Kristal, quienes nunca habían escuchado rugidos de felicidad como esos, que solo podían caber en ese tejano de dos metros quince. Kee nunca pagó por sexo, se decía que después de cada farra, regresaba solo al local a la hora del cierre y se iba con dos o tres chicas que deseaban entregarse al placer autojustificado y gratuito con aquel tipo desenfrenado que había contraído las furiosas fiebres hedonistas del trópico. Pagaba por beber, por obsequiar diversión a sus amigos, y recientemente había pagado por una concurrida iniciación sexual para Roger Troncone, pero sobre todo, pagaba por escuchar las historias de Olga, quien solía ser llamada de su retiro cada vez que Mr. Kee anunciaba visita. Por alguna razón, Olga había descifrado el conjuro de la risa de Kee, y por eso el gringo se aseguraba siempre de encontrarla en el lugar.
– ¡Coño, James, si te sigues riendo no puedo terminar de contar la vaina!— dijo Olga, la próstila de mayor trayectoria del local— Era colombiano, nos contactó a través de un cliente que tenía negocios en Valledupar. Lo arrecho es que ni pinta de árabe tenía, parecía un tipo cualquiera. En Caricuao das una patada y te salen veinte igualitos. Y dígame yo, con esta pinta de Pastoreña, era una de las esposas, supuestamente la favorita. Tenía que estar siempre atrás de él, pero no debía hablar con nadie- Kee vomitó otra carcajada y luego preguntó entre lagrimas y con la respiración entrecortada: “¿Y de que país árabe se suponía que eras?”.
– Yo no conozco esa vaina, musiú, que coño voy a saber. Yo iba calladita con mi velo y mi trapero ̶ El lugar volvíó a temblar con la risotada de Kee-¡Fuck!
El joven Troncone no encontraba mayor gracia en el asunto, su concepto de odalisca, que fue el término que usó Olga, era el de una mujer árabe bien buena, como las presentaban algunas viejas películas de los años cuarenta y cincuenta en la televisión local, y Olga debió de haber estado buena. Tampoco veía nada extraordinario en que un colombiano, fingiendo ser un jeque árabe, hubiese estafado a media élite económica venezolana, básicamente porque el venía de un mundo donde las moscas podían mutar a hormigas, un hombre mono peleaba contra las momias del Ávila y su excompañero de bachillerato, Carlo Giusto había logrado aprobar ya varias materias de Ingeniería en una Universidad privada con más prontuario que reputación.
– Nos reunimos en Aruba, donde el tipo nos dio las instrucciones. Nunca nos dijo su nombre, se presentó como El jeque. Fue muy amable y nos dio la mitad del dinero prometido, pero también nos dijo que si abríamos la boca, sus amigos -dos gorilas inmensos que jamás dijeron una
palabra ̶ nos lo iban a quitar y que además lo íbamos a lamentar. Agarramos el avión privado y aterrizamos en Maiquetía. Yo no sé cómo coño hizo ese carajo, pero nos estaba esperando un funcionario de la Cancillería. “¡De la Cancillería! ¡Es como si fuera el Departamento de Estado, Roger!” dijo Kee como preludio a otra carcajada. Tan familiar se le hacía ya el muchacho, que inconscientemente juzgaba que su afecto le había implantado algo de sus propias formas de entender la realidad y algo de su propia historia. Para Kee, Roger debía de entender lo que era el Departamento de Estado, como entendía lo que eran las panquecas con las que desayunaban antes de ir a las reuniones del grupo de rescate. “Pasamos sin peo —continuó Olga— y llegamos al Hilton. El Jeque ya había entusiasmado al dueño de unas minas de Guayana y el tipo le había regalado unos frascos llenos de pepitas de oro. ¡Comienza a ese loco a repartir pepitas de oro de propina! Bueno, la locura. Toda Caracas quería conocer al jeque.
-¿Pero era oro real, Olga? – preguntó Kee.
– De bolas que era real, esas pepitas fueron a parar a cada escritorio importante de la ciudad, era una prueba de que El jeque no estaba hablando paja. Junto con las pepitas llegó la noticia de que El jeque quería invertir más de 200 millones de dólares, y todo el mundo vio una oportunidad de negocios. Con el otro frasco el pana organizó una rumba arrechísima en el Hilton. El fue de traje y corbata, pero nosotras fuimos atrás de él, vestidas de princesitas árabes- Nuevamente la vida de Kee limpió de conversaciones el ambiente. “Pero, ¡cómo van a pensar en un harem como el de películas! ¿nadie sospechó nada?”
– Bueno, hubo un momento en el que sí nos asustamos, porque se presentó un señor gordo, que parece que sí sabía de Arabia por la cosa petrolera y le empezó a preguntar sobre familias árabes. Por primera vez vi al colombiano incómodo. Entonces a la turca, que le decían así porque hacía danza del vientre, se le ocurrió ponerse a bailar frente al señor, y el colombiano hizo como si estaba embebido con el baile. El que hacía de asistente del jeque aprovechó para presentarle al gordo un güisqui carísimo que traía en un maletín y pidió para servirlo. Ahí se fue la conversación por otro lado y El jeque se fue a la pista a bailar salsa. De ahí en adelante todo fue fácil y rápido. Los empresarios le llenaron la habitación de maletines con dinero para arrancar los negocios. El último día se fue de compras y pasó cheques sin fondos por relojes, trajes a la medida que se los hicieron en horas y cuanta vaina quiso. A la mañana siguiente no quedaba rastro del Jeque, maletines ni nosotras. Yo pasé dos años en Colombia viviendo como una reina y después me devolví tranquilaza.
– ¿La policía nos los buscó.
– Caracas creyó porque quiso creer y olvidó porque quiso olvidar. ¿Quién coño iba a denunciar nada? ¿Quién quería reconocer públicamente que había sido tan bolsa, gringo?
– ¡Este país es maravilloso, Roger¡ ¡What a country! ¡Olga, nos acabó el güisqui, pide otra que estamos celebrando por Roger otra vez!
Olga hizo una seña al mesonero mientras miraba con picardía a Roger: “ No me digas que quedaste fallo de la vez pasada, príncipe”, le dijo a Roger, y el comentario fue como una orden para Ámbar y Kristal, que serpentearon de los brazos de Mr. Kee a los predios de Roger Troncone. Ámbar era una negra de la costa colombiana, de cuerpo firme, y volúmenes generosos, distribuidos en proporciones perfectas. Había sido la maestra de ceremonia de la iniciación del muchacho; bailó desnuda frente a él mientras dirigía a dos chicas más -muy jóvenes- en el proceso iniciático. La propia Olga había seleccionado a las jovencitas: con relativamente poco tiempo, pero no inexpertas: que no destilaran mucha sapiencia, ni dejaran ver el desgano de las más curtidas o la incomodidad de las novatas. Nada que inhibiera al protegido de James Kee: “tú me le vas a bailar y supervisas que me traten bien al carajito”, instruyó a Ámbar en su momento. Kristal, era también voluptuosa, pero pequeñita, rubia improvisada sobre piel cobre de Naiguatá, y con unos deseos de facturación inmediata que desafinaban un poco en el concierto de Olga. Puso sus labios en la oreja de Roger para susurrarle de una manera que terminaba siendo más asmática que sexy, “papi, yo no estuve en esa fiesta tuya, ¿Cómo te gusta? A mí me gusta arriba”.
-No, no, muchachas, no. Nos tomamos dos rondas más y nos vamos. Precisamente la celebración es porque Roger entra en el grupo de rescate ya en serio y mañana tiene que estar fresco, no me lo van a debilitar- dijo Kee antes de reír de nuevo.
– ¿Has seguido con eso James? -preguntó Olga socarronamente- Dios no quiera, pero te vas a venir dando coñazo en esa vaina, gringo loco.
– Death and taxes, dear.
– Yo me le echo encima al primero. My doctor is right: la misicurva del pasillo es muy estrecha y tienen que venir de uno en uno. Si neutralizamos al primero y lo mantenemos en el medio, el otro va a tener dificultades para disparar porque podría darle al compañero. Es cosa de aprovechar la sorpresa, como dice el doctor. Aquí hay cosas con las que podemos hacer un arma: un pedazo de metal de los archivos, el palo de la escoba de las cosas de limpieza que encontramos…Yo me le tiro encima al tipo para tratar de agarrar el arma y el doctor lo golpea con algo. Entre los dos le podemos quitar la pistola.
Oneida no podía reconocer a Troncone, lo sabía disparatado y con afanes de protagonismos que terminaban resultando graciosos, tanto como su Inglés envanescente o su Español de uso privado. Jamás había visto en él tanta determinación ni esa mirada a la que no parecía posible presentarle alguna oposición. – Troncone, no seas loco, te van a matar.
– Death and taxes, honey!
Capítulo X
Sirenita.
«Y a estos ahora les dio por estar vivos, Calderón. ¿Cuándo nos mataron, Calderón? ¿Cuando nos quitaron el bono, quizás? No, yo creo que antes. Bueno, a mí mucho antes, Calderón, tú ya sabes. Me da cosa contigo, tú estás vivo, Calderón. Tú no tienes nada que ver con papeles ni con sellos, que siempre son el mismo papel y el mismo sello. Tú tienes que ver con las cosas de los vivos, mudo: con el café, con traer cachitos, con buscarnos cosas que vienen del mundo de verdad, cosas que pasan de verdad. Yo quiero que tú salgas de esta y que te vayas. Vete mudo, que aquí no se sale realmente vivo. A menos, claro, que te agarren cobrando comisiones para ti solito, como a Troncone. Nadie te mete preso por eso, ni siquiera te despiden formalmente, porque lo que pasa aquí no le importa a nadie; te amenazan para que renuncies… y yo creo que con eso te salvan.
Ya a mí me toca morirme de verdad verdad, Calderón, ya es necesario…ya quiero, mudo. Yo nunca digo la fecha de mi cumpleaños. Soy como mi mamá, que celebraba solo el día de su santo para no cumplir años, y mañana es el día de mi santo: Santa Engracia. ¡Gladys Engracia, qué riñones, Calderón! Llevo ya setenta días de San Engracia, setenta años, ¿que vienen siendo como cuántos?, ¿cuántos años suman los días de los que me acuerdo? ¿Quince? ¿De qué te acuerdas tú Calderón? Uno no se acuerda de casi nada. Justamente ayer me encontré con Irama, mi compañera del liceo; ¡me contó tantas cosas que no recordaba! Uno confía la mayor parte de la vida al recuerdo de los demás. A veces te los encuentras, te echan el cuento y te devuelven un poquito de tu vida, casi nuevecito, listo para que lo empieces a recordar. Mamá empezó disimulando que no se acordaba de algunas cosas: una receta, ir a hacer la compra de los lunes, lavar la ropa. La pobre, no quería que yo me diera cuenta. Se retocaba el peinado y el maquillaje desde después de almuerzo para esperarme arreglada, me decían mis vecinas. Imagino que ya no sabía a cuál hora llegaba yo, que la siempre. La tarde se le hizo una sola cosa, una sola cosa indivisible y borrosa después del mediodía.
Se fue perdiendo poco a poco al principio, pero después fue muy rápido. Yo empezaba a rezar cuando me bajaba en Bellas Artes; me daba miedo llegar; la luz al final de las escaleras del metro me asustaba. Ella se ponía peor en la tardecita y en la noche. Mi hermana pagaba a la muchacha que me la cuidaba hasta las cuatro, pero de ahí en adelante era yo solita, sin comer, sin descansar…y sin dormir, cuando le daba por gritar en la noche. ¿Tú sabes a quien le agradezco yo? Al general Lázaro Cárdenas. Yo no sé quién es ni qué hizo, pero había una estatua de él frente a la casa. Aparecía con una guayabera frente a un mesón, y los muchachos le ponían botellas de ron vacías y vasos, como si fuera un borrachito. Eso me hacía reír antes de llegar al apartamento. Bueno, le agradezco a él y al otro señor…no recuerdo el nombre, la estatua era de la cabeza nada más. La placa decía: distinguido polemista mexicano, y las venas del cuello estaban prensadísimas. Yo pensaba que eso era de tanto polemizar y también me daba risa. Pero la polemista, era mi hermana, Calderón. Como ella pagaba las tres lochas que cobraba la muchacha que cuidaba a mamá mientras yo estaba aquí, pensaba que eso le daba derecho a criticarlo todo. Y pagaba era eso nada más. Medicinas, comida, su ropita de cama, las sábanas…todo lo demás era yo. Para ese entonces teníamos el bono, pero tú sabes que a mí no me tocaba mucho, bueno, no lo suficiente para esos gastos.
Yo te quiero decir algo, Calderón. Yo nunca he sido curera como La Nena o como mi mamá. Dejé de ir a la iglesia cuando se murió Fucho, no es que reniegue, es que dejé de ir a cualquier lado. Mudo, yo me voy a morir hoy porque me voy a atravesar en esa puerta para darle chance a los muchachos de que agarren una pistola. No me mires con esa cara, mudo, y mucho menos quieras detenerme. Si me quieres, como yo creo que me quieres, no me vayas a detener y te vas a salvar tú, porque yo no quiero llorar a más nadie. Lo que sí quiero mudo, es que me confieses. Como te digo, no creo en curas, mi confesión es con Dios, pero uno necesita soportar una mirada humana mientras dice sus pecados. La vergüenza no es decirlos frente a Dios, que ya los sabe, es decirlos frente a alguien. Y tú me vas a escuchar, Calderón, me vas a escuchar porque me quieres mucho. Yo sí escuché, mudo. Con los enfermos con demencia pasa lo que con los muchachitos; uno conoce los gritos. Sabes si gritan porque algo les duele, o si es hambre o sed, o si gritan por gritar, porque ya se les olvidó hablar y lo que les queda es el grito. Entonces, cuando sabes que es eso, que están gritando por gritar, ya no escuchas el grito, es como si no estuviera. Mamá estaba gritando como gritaba cada vez que la bañaba en la cama y le hacía la cura, ¿cómo me iban a distraer esos gritos que me sabía de memoria?
La Nena, llegó como siempre llegaba: repartiendo besos y agarroncitos cariñosos a las vecinas. Esas pendejas le daban un parte de la salud de mamá, como si ella fuera la que la atendiera. Ella aprovechaba el momento para hacer drama, para decir que le dolía muchísimo poder venir nada más una sola vez a la semana, pero que no podía dejar de atender a su esposo, ese bolsa que no sabe hablar de otra cosa sino de lentes y letricas en la pared. Y las muy pazguatas decían “¡claro, claro”. Entonces remataba, “Clarita son mis ojos aquí. Desde lo de Fucho, Gladys ya no es la misma, la pobre”, como si la muchacha que ayudaba -con toda su buena intención y paciencia, lo reconozco- iba a preocuparse más por mamá que yo. “¡Gladys, Gladys!”, la oí, la escuché perfectamente claro y fui a ver. El banquillo había quedado recostado de la baranda del balcón y ella todavía llegaba a pararse un poco sobre él, estaba agarrada a la puerta de botiquincito donde guardaba el Gerdex. Me quedé parada frente a ella, no se movía, ni gritaba ya. Sabía que el botiquín estaba por despegarse de la pared, que cualquier movimiento se lo terminaba de traer…”Gradys, ayuda”, decía bajito. No se veían tan arrogante y diva como cuando se subía a las mesas a cantar Sirenita. En sus ojos había una mezcla de miedo, incredulidad y rabia. Creo que por primera vez fui capaz de sostenerle la mirada. El primer tornillo se salió de la pared poco a poco, como en dos movimientos, creo que ahí hasta dejó de respirar. Los otros tres se vinieron juntos. Sentí el golpe en la acera y me devolví al cuarto a terminar de bañar a mamá, Calderón.»
̶ ¡Calderón tiene que ayudarnos, señora Gladys! – dijo Oneida interrumpiendo una discusión que no había logrado arrojar un plan. Solo estaba claro que Troncone no iba a ceder en la idea de abalanzarse sobre el primer asaltante y que ̶̶ pasara lo que pasara ̶ César saltaría sobre su pistola e intentaría quitársela. Para ello sería neCésario que alguien abriera la puerta de golpe cuando escucharan que se acercaban a ella.- Señora Gladys, necesitamos que Calderón abra la puerta con toda su fuerza y que luego también golpee al hombre antes de que pueda reaccionar contra Troncone y César. Si atacan los tres, el de atrás seguro va a retroceder con la sorpresa y quizás podamos usar el arma.
– Tienes que darle con esto, Calderón. Duro en la cabeza, con toda tu fuerza- complementó Troncone mientras le enseñaba al mudo la pata rodada de la silla que habían desarmado hacía un rato.
El mudo se quedó petrificado, con los brazos estirados y las palmas abiertas empujando al aire, como si la sola idea de ejercer esa violencia le resultara intolerable. Se fue al otro extremo de la habitación, negando con la cabeza y susurrando una serie de pequeños graznidos.
Entonces, la señora Gladys se puso de pie sin ayuda, atravesó también el cuarto amarillo, con su caminar, que era un mecanismo frágil e irregular a punto de desmoronarse, se detuvo frente al mudo, acarició su mejilla con toda la ternura de la que era capaz y le dijo con dulzura: “Tienes que matarlo, Calderón”.
Capítulo XI
Adiós, gringo.
El Castillo de los Mendoza vino a la mente del capitán Adolfo Antolín y no pudo evitar sonreír con nostalgia. Ese había sido el último paseo de la mano de su padre en España, días antes de que viniera a encargarse de la tasca que había hecho millonario a su abuelo en este país de tanqueros, apetitos solventísimos y compañeritos de clase que le decían el gallego, sin que él -madrileño, como toda su familia- pudiese explicarse el porqué. Algo de irremediablemente burlona (y culpable, porque ya Antolín se sentía más venezolano que Madrileño y definitivamente muchísimo más que gallego) tenía también su sonrisa, porque la imagen de la fortaleza que había evocado a la de los Mendoza, era poco menos que imposible: un alcázar colosal y confuso, de dimensiones a las que ni Felipe V se había aventurado por estas latitudes en el mejor de sus ánimos. Algún hombre de fortuna, de los tan frecuentes por estos lados, tuvo la visión de incrustar una gran tajada de medioevo en un risco en Las Salinas, quizás para vivir en él, quizás para alguna iniciativa turística rocambolesca. En todo caso, la construcción había nacido en el abandono, según se dice porque todos los ingenieros, excepto el constructor, se percataron del lo inconveniente del risco para la mole y se le negó el permiso de habitabilidad. “Un castillo tembleque, no joda. Las paredes de un castillo son hechas para la sangre y el fuego,” -pensó Antolín- “Las de este parece que fueron hechas para el mal gusto y el delirio. El Castillo de Las Salinas no va a ver corte, ni sangre, ni fuego”, ironizó para sí y se dispuso a las maniobras de atraque de su tanquero, el Murachí, en el muelle de la planta hidroeléctrica de Tacoa. Debía trasegar 15.000 litros de combustible para que Tacoa siguiera haciendo funcionar la frenética vitalidad de Caracas.
– Yo creí que te ibach a ir para el incendio ̶ dijo Carlo Giusto.
– Iba -respondió Roger Troncone ̶ Pero Mr. Kee me dijo que no. Que me quedara contigo celebrado que pasaste el semestre. Es la primera vez que no lo acompaño desde que estoy en el grupo de rescate. Hablé por radio con él hace un rato. Me dice que estuvo feo, muchos trabajadores murieron y hay muchos más heridos. Ellos no han hecho mucho, fueron en lancha previendo que hubiera heridos en el agua, pero no ha habido ninguno.
– ¡Hey, James, ya deberíamos ir a ayudar a la costa, el agua está limpia!
– No, Emilio, nos pidieron que estuviéramos aquí y aquí nos quedamos. Demos otra vuelta. Algo me dice que esto no se va a acabar aún.
– Te prometí que cuando pasara el semestre lo íbamoch a celebrar con par de Club House de pollo. Lo prometido ech deuda.
– Me dice Mr. Kee que los de aquí son los mejores. Ese sí sabe de sánduches.
James Kee había llenado los recuerdos de Roger de momentos agradables. Antes de que las simpatías del gringo se volcaran sobre él, lugares como la fuente de soda Glacial, en la urbanización Las Fuentes, había sido otra vitrina inexpugnable de El Paraíso. En su primera visita, los mesoneros llegaron a apostar a quién ganaría la batalla entre el hambre asombrada de Roger y la gula refocilante de Kee. La mayoría daba al catire como ganador porque quizás había sido el comensal más grande y rubicundo que habían tenido jamás, y esa condición exótica fue muy atractiva para las apuestas. El David de La Vega los desbancó cuando después de una ración de tequeños, un Club House, un sánduche de pollo frío y tres merengadas, comentó: “hace falta como un helaíto”. “Fuck you!” se rindió Kee y lanzó una de sus risotadas.
– ¡Qué raro ech Mr. Kee. Con todo ese dinero y arriechgándoche en grupoch de rechcate!
– Es que tendrías que estar en esa vaina para saber lo que se siente. Yo tengo que agradecerle muchas cosas a Mr. Kee: Me sacó de ese sueño loco de ser dibujante famoso, me pagó un oficio, me dio trabajo haciendo mantenimiento a los equipos del grupo de rescate…hasta me pagó una orgía para celebrar mis 18 años…Pero lo que más le agradezco es que me convenciera para meterme en el grupo de rescate. Tienes que vivir la adrenalina que se siente cuando te arriesgas para salvar a alguien.
– Echo no va conmigo. Yo pacho.
– Yo creía que tampoco conmigo. Pero es que sientes que tú vales la pena. Cuando encuentras a alguien herido en El Ávila o cuando llegas a un accidente y la gente te visualiza como si fueras un ángel… Entonces yo recuerdo a todos los pendejos de bachillerato que se metían con nosotros y les digo: ¡yo estoy haciendo esto, yo estoy salvando a alguien, bolsas!
–“¡Mierda! ¿Qué fue esa vaina?”, gritó Emilio tras la explosión. Sintió una sombra fugaz sobre su cabeza y vio cómo un enorme objeto circular caía en el agua muchos metros al norte de la posición de la lancha.
– Explotó otro tanque- dijo hierático Kee, observando petrificado la bola de fuego al lado del castillo de Las Salinas y un río de petróleo en llamas que comenzaba a avanzar hacia las casas de la colina próxima a los tanques.
– No te voy a decir que no me da miedo. ¡Dígame la primera que me lancé en bungee! O más bien que me lazó. Él decía que vencer esos miedos era vital para el entrenamiento. Me puse el arnés y me paré en el borde del puente. Entonces Kee se puso frente a mí y me preguntó: “Honestly , estás decidido a lanzarte? Aunque yo sentía un gran comprometimiento hacia él, quise serle sincero. “No, Mr. Kee tengo miedo y no me quiero lanzar. No voy a hacerlo. “Está bien Roger, como tú digas, me contestó. Entonces el loco ese gritó “death a taxes” y me metió un empujón.
-¡Móntense, rápido! ̶ urgió Kee a la gente en la orilla de playa que intentaba escapar del río de fuego que se les venía encima y no dejaba más salida que el mar. Subieron en tropel y su número comenzó a hacerse excesivo para las posibilidades del bote, pero el gigante Kee desalojó a varios a empujones y manotazos y se hizo a la mar ̶ Vuelvo por ustedes ̶ prometió a los que había tenido que dejar.
– Todo pasó muy rápido, Carlo. Ves los árboles y el monte como una sola mancha verde a los lados y sientes un vacío muy arrecho. Después como que hay un tranquilizamiento y todo se hace más lento, lo ves muchísimo más lento y te sientes seguro. Tienes la sensación de que sabes lo que estás haciendo y actúas con seguridad. Esa misma sensación la tienes en los momentos peligrosos de un rescate. Ese gringo sabe su vaina. Hay que pasar por ahí para tener esa sensación que ya no te abandona más nunca cuando la necesitas.
– ¡Ya no podemos volver, James, el fuego tomó el agua de la costa! ¡No podemos pasar!
– ¡Esa gente se va morir quemada, tenemos que volver!
– Te veo como cherio, Roger. ¡Coño, estamoch chelebrando, y en tu lugar favorito!
– Coño vale, no te lo tomes a mal. Después de lo que hemos pasado juntos tú y yo, claro que me tengo que alegrar con que pases otro semestre. Nadie daba medio por nosotros, de bolas que quiero celebrar. Lo que pasa es que yo quiero estar con Kee si me necesita. Le debo mucho al viejo. Lo del incendio de Tacoa es más serio de lo que se dijo al principio.
-¡Coño, Kee, que no podemos hacer nada! ¡Nos vamos a quemar si intentamos pasar esas llamas, maldito loco!
– Death and taxes!– gritó James Kee, empujando a Emilio fuera del bote en aguas seguras; le tiró un flotador y puso la proa hacia las llamas a todo lo que daba la lancha.
– Yo habría querido estar ahí, Carlo.
Capítulo XII
Obscuridad.
– ¡Coño, se fue la luz, seguro que va a entrar la policía, mosca! – se alarmó Roger Troncone.
– ¡Ay Roger, que van a entrar ni que nada! Eso es un apagón, como los apagones de todos los días en esta vaina. ¿En qué país vives tú?
– Bueno, Oneida, sea o no sea. Igual hay que tomar posiciones. ¡Las mujeres al fondo!
– Roger, hoy te he tomado cariño que jode, pero asumámoslo: nosotros no tenemos un plan.
Tenemos una montonera contra unos malandros, pero ¿sabes qué?, yo me uno a la montonera. Si tú te quieres lanzar primero y meterle el pecho al plomo, ese es tu peo, pero a mí nadie me va a mandar al fondo ni va evitar que me lance a buscar esa pistola. De paso, yo debo de ser la única que sabe disparar en esta vaina.
Nadie respondió nada a Oneida y el silencio le dio la razón, al tiempo que también organizó naturalmente las acciones: Calderón se paró junto a la puerta, Troncone frente a ella y César a un lado. Todos medio alumbrados por la llama de una vela que Gladys había encontrado en una gaveta con sus respectivos fósforos.
– Te vas a cansar César, la policía no va a asaltar esto como en las películas, vamos a sentarnos, igual te va a dar tiempo a pararte si oyen venir a los malandros.- Sugirió Oneida y ambos se sentaron a un lado de la puerta. ̶ César, yo no creo que esto funcione, pero como te dije no me voy a dejar joder sin hacer nada. A Troncone seguramente lo van a matar, pero el tipo no va a poder apuntar rápido otra vez, si es que Roger en verdad logra tirársele encima. Concéntrate en agarrar esa pistola. ¿Sabes disparar?
– Un amigo abogado me llevaba al polígono. Sé lo básico con un revolver y una pistola. ¿Y eso que tú sabes disparar ?
–El pendejo del novio mío, que siempre me pone a hacer eso en su hacienda. Es militar. Ya no estás sangrando- dijo Oneida, mientras en medio de la oscuridad casi total tocaba suavemente el rostro de César en busca de sangre fresca.
– Tuvo que haber sido un privilegio.
– ¿Qué cosa, César?
– Para Zamora y este novio tuyo…levantarse contigo, comer juntos, poner el cepillo al lado del tuyo, acariciarte el cabello mientras ves la televisión.
– ¡Ay, César, tan bello! Ja, ja, ja, ja, ja. ¡Qué privilegio un carajo! ¡Una guachafita es lo que ha sido! ¡Un pase y sírvase con una pendeja disponible! ¡Dígame ese hijo de puta de Zamora! Ese coño de madre me preñó. Lo de coño de madre no es por haberme preñado, eso es algo que puede pasar. Es por cómo se portó. Decidí abortar, y él claro que estuvo de acuerdo. Me buscó médico, clínica, toda vaina. Y el día del aborto le salió un almuerzo con la esposa y me dejó sola en el consultorio, tuve que llamar a una amiga. ¿Y sabes qué fue lo peor? Qué la cosa se complicó y tuvieron que hacerme una histerectomía. ¿Me visitó Zamora? No. el señor pensó que, no sé, que le iba a pedir unos reales por mi útero. Lo mandé para el carajo, César. Me fui del apartamento que me tenía y dejé los estudios que me pagaba. Seguí en el trabajo porque él se fue justo por esos días. Esa vaina vaina me jodió mucho César; yo no soy Susanita la de Mafalda, lo más seguro es que habría decidido no tener chamos. Coño, pero me habría gustado poder tomar la decisión. La cosa me pegó mucho, me desencanté de todo. Desde ese momento, he hecho la misma pendejada: Oneida, la que no sabe qué es llamar un novio después de las cinco de la tarde o un fin de semana.
– ¿Y tu novio actual?
– El peor. Casadísimo con una gorda que no deja ni por el carajo. Hombre no se divorcia, y militar menos. A menos que seas una carajita; si eres una carajita y el hombre está entre los 40 y los 55 sí le da una locura y se divorcia. Carajita sí divorcia, César, ¿pero vieja? ¡Qué va! El tipo es General, metido de frente con el gobierno. Lo conocí de chama, estaba yo en bachillerato y era cadete de primer año. ¿Tú te acuerdas, César de la Kika Tasca? En sus primeras salidas de la escuela de guardias fuimos para allá. Había un muchacho que había empezado como mesonero, luego le dieron la oportunidad para cantar. Entonces cuando daban las 10 de la noche, se retiraba de las mesas, se ponía un smoking, bajaba por las escales catando una vaina como de Sinatra y seguía cantando cosas parecidas. Después tuvo un gran cambio, se dejó crecer el pelo hasta los hombros, se lo tiñó de amarillo y cambió el smoking por unas licras. Empezó a hacer un show de rumba y canciones bailables. Durante la función bromeaba con el público. Como veía a Humberto ̶ así se llama mi general ̶ muy enamorado de mí, comenzó a decir, “hay pasión, hay pasión en esa mesa. Con una muchacha así, no se va a volver loco el cadete”. Bueno, Humberto se puso furioso, casi se le va encima. Se paró porque le recordé que le podían meter un arresto. El gesto me pareció bonito, sentí que me estaba protegiendo. La cosa fue que después me enamoré de Zamora y lo dejé de ver.
– Pero ahora estás con Humberto.
– Sí César, pero es la misma vaina de siempre, lo reencontré casado, con la gorda enorme, y no la va a dejar. A reuniones sociales, va con la gorda; a restaurantes, va con la gorda; a Miraflores, va con la gorda; eventos fuera del país, con la gorda. Conmigo va al hotel, como ha sido siempre, y a la hacienda. Yo creo que la gorda ni sabe que la tiene. El carajo tiene un montón de propiedades, esa debe pasar indvertida para la mujer. Ya yo me cansé de esto, César, de aceptarlo todo sin hacer un coño. Hoy mismo cambio eso, aunque sea en el último acto de mi vida. Si llego a agarrar esa pistola, te garantizo que hasta con ese poquito de luz de la vela, me quiebro al malandro. De verdad, soy buena con las armas. Los hombres son una mierda. Pero tú no, César; eres un hombre bueno, y lo que me dijiste, es la cosa más linda que me han dicho en la vida.
Sintió de nuevo la mano de Oneida en su rostro, pero esta vez no verificaba su herida, sino que acariciaba su mejilla. La luz de la vela bailó en sus facciones, cada vez más cercanas al rostro de César, quien también se acercó disponiéndose al beso.
– ¡Párense, párense que se oye algo, ahí vienen! – Dijo Troncone con una voz baja pero azorada que frustró el acercamiento. ̶ ¡Calderón, agarra la manilla de la puerta. En cuanto sientas que la abrieron con la llave, la halas con todas tu fuerzas!
Gladys alzó la vela lo más erguida y altivamente que pudo, como una versión destartalada de la Estatua de la Libertad. Troncone saltó a la vanguardia y puso a César atrás de él. El mudo tomó la manilla y su rostro se contrajo en una expresión de furia hasta entonces desconocida para sus compañeros. Sintió una especie de calor sofocante que debía vomitar para que no consumiera; la adrenalina lo había cegado, disponiendo a su cuerpo además para una formidable respuesta física. No esperó sentir el giro de la llave en la cerradura, pensó que su excitación no le permitiría percatarse de él. Tiró de la puerta con toda su fuerza, exacerbada por la circunstancia, y el pestillo reventó la pared de yeso en la que se incrustaba. La sensación de percepción enlentecida que Roger Troncone había tenido por última vez hacía más de 20 años, cuando una muchacha lo vio llegar como un ángel a la puerta de su carro a punto de despeñarse, volvió a él. El rápido movimiento de la puerta que Calderón prácticamente había arrancado de la pared, pasó frente a sus ojos como una demorada secuencia de fotogramas. No pudo, no obstante, descifrar las siluetas huesudas viniendo por el pasillo. Solo vio obscuridad, una profunda obscuridad apenas interrumpida por cuatro haces de luz roja. Sintió que un objeto metálico pasó entre sus piernas.
Capítulo XIII
Mañana será otro día.
El tiempo se enreda inexorablemente en las paredes del restaurante Le Cordon Bleu, rebota y se arremolina en los meandros del damasco rojo de la tela que las tapiza, hasta que los filamentos del laberinto penetran en los mecanismos que le permiten discurrir y los inutiliza. La mayor parte de él no entra en la trampa; continúa afuera, en los alrededores, con su funcionamiento normal, atestiguando la extinción de la arquitectura caraqueña que lo circunda. Al norte, moles inviables recién construidas la parasitan, pontificando un concepto de urbanismo retorcido y populista que mortifica a sus habitantes y a quienes las rodean. Al sur, la Plaza Venezuela recae recursivamente en la aridez, y la Universidad Central se extingue poco a poco. En los tres salones del restaurante, afrancesados y decadentes, la supresión temporal facilita ignorar todo cuanto pasa más allá: aún vive en ellos una cocina casera, abundante y sabrosa, que se sirve fundamentalmente al mediodía. En la noche, la gastronomía da lugar a jornadas cerveceras juveniles. “Pidan el hervido, aquí todo es bueno, pero pidan el hervido para que vean. Si lo hacen no vayan a ordenar más nada, que eso es una comida completa”, recomendaba enfáticamente el Dr. Zamora, “claro que al que quiera la especialidad, que es el cordón bleu, no le va a ir nada mal.”
Zamora no era rechazado por nadie en la notaría, salvo por César y Oneida, que tenían razones personalísimas. Su excentricidades resultaban divertidas y su espíritu fiestero animoso; era normal que llevara a beber y picar a algunos compañeros con bastante frecuencia. No obstante, jamás había invitado a todo el equipo a almorzar, ni siquiera había compartido tragos más allá de las fronteras de la urbanización El Paraíso. Resultaba raro que los hubiera convocado a todos un sábado al mediodía, tan lejos de la zona que usualmente frecuentaban.
Los hervidos constaban de tres platos para cada comensal: carne, verduras y caldo, por lo que su aglomeración en la mesa y los tragos que los acompañaban sugerían un festín. A pesar de ello, el ambiente era muy tenso. Una vez que una ronda de cafés y sambucas concluyó la comilona, Zamora se recostó en su silla y se acarició su calva occipital con la mano derecha mientras veía el Techo de cielo raso más o menos desvencijado. Se creó un silencio absoluto ante el temor de la posible confirmación de un temible rumor. “Los invité porque quiero comunicarles algo: nos jodimos todos.” Una sensación gélida se paseó por la mesa. “De ahora en adelante el dinero recolectado por nuestros servicios irá al gobierno central sin que ningún porcentaje se reparta entre nosotros. Como saben, eso nos deja con un sueldo miserable y nada más. Es decir, acabamos de pasar de ser los funcionarios mejor remunerados de la administración pública a unos de los peores. Yo no voy a trabajar por tres centavos. El lunes recojo mis cosas y pongo mi renuncia. les recomiendo que vean opciones”. Después de ese estallido, César no pudo oír más. El cuarto amarillo se iluminó con el fogonazo que acompañó la explosión, y la imagen de la puerta abierta se grabó en sus ojos durante varios segundos impidiéndole ver alguna otra cosa. Luego sintió la fuerza que lo acostaba boca abajo en el suelo y le llevaba las manos a la espalda.
Cuando una media hora después, dejó de oír el zumbido, pudo escuchar el final del parte que el líder de lo que sin duda era un comando de élite de la Guardia Nacional, le daba al hombre que se les había presentado como el general Humberto Miranda Luque: “…se negoció para que salieran con la rehén y fue posible neutralizarlos afuera. Me disculpa, mi general, fue necesario usar la granada aturdidora porque no podíamos estar seguros de que no hubiera un tercer sujeto con los rehenes”. “Sin novedad, capitán. Muy profesional la acción”, respondió el general, mientras pasaba su brazo por sobre los hombros de una Oneida llorosa, que lo veía con la misma mirada de enamoramiento que la había acompañado y perdido toda su vida. Sentó a Oneida en una silla cercana, buscó en su bolsillo el papel donde había anotado el nombre de la rehén que los secuestradores habían intentado usar como garantía para dirigirse al carro que se les había ofrecido en la negociación, y se dirigió a los demás: “Me complace informarle que la señorita…Car…menhen…berg, está completamente ilesa. Fue llevada a una clínica porque el proceso de neutralizar a los secuestradores se dio mientras la estaban usando como escudo. Comprenderán que eso es una situación muy estresante y que es necesario que reciba atención médica para sus nervios y, bueno, para un chequeo de rigor. Pero está bien, está perfecta.”
Roger Troncone, sentado al lado de su escritorio, con los antebrazos reposando sobre sus muslos y la cabeza abatida hacia adelante, escuchaba la información sin levantar la mirada del piso.
– ¿Estás bien, Roger? ̶ preguntó César.
– Sí – Contestó sin mover la mirada del suelo ̶ ¿Qué hora es?
– Las cinco.
– Mira tú, la hora de salida…¡qué bolas! ̶ dijo, miró por un instante a César con una sonrisa resignada, y volvió a bajar la cabeza para ocultar sus lágrimas.
“Afortunadamente, tuvimos una información temprana de la situación irregular ̶ continuó Miranda Luque ̶ y llegamos antes que la policía decidiera tomar alguna acción posterior al tiroteo inicial, que no generó bajas. En realidad, lo que pasó fue que un par de malandritos se metió a robar a la panadería, un policía los sorprendió y vinieron a esconderse en la notaría. Si eso no se hubiera manejado bien, habría podido ser una desgracia, porque ese tipo de antisocial es un estúpido adicto que hace cualquier cosa sin pensar. Llegamos en el momento preciso para retirar a la policía no especializada y manejar esto con gente de primera. Todo lo que queda del procedimiento administrativo lo vamos a asumir nosotros. La idea es que no sean molestados y mantener esto bajo perfil. Habrá que dar unas declaraciones, pero ya han pasado por mucho. Lo que vamos a hacer es que mañana ustedes vienen a su trabajo como siempre y yo hago que los funcionarios vengan aquí para que se las tomen. Les voy a solicitar muy enfáticamente que no hablen con la prensa. Si hablan la cosa se va a complicar con mucha burocracia y averiguaciones. Lo importante es que estén tranquilos. Se dirigió a Carderón, quien abrazaba a la señora Gladys, hierática y con la mirada perdida.
– Funcionario, ¿esa señora tiene quien la acompañe a su casa? Si no tiene, nosotros le proporcionamos el transporte y todo lo que necesite, alguna pastilla que ella pueda tomar según instrucción médica…lo que ella requiera.
– Él es mudo general ̶ Respondió César ̶ La señora Gladys vive sola, en verdad le agradeceríamos mucho que la hiciera acompañar.
– No hay problema. Señora, la van a llevar hasta la puerta de su casa. Y si necesita que la acompañen un rato allá o que le busque algo, por favor se lo pide a los guardias nacionales.
– ¡Ay, general! Yo le agradezco mucho, pero ¿no podríamos terminar con todo lo de las declaraciones ya? Yo quiero salir de esto.
-Ya salió, doñita, ya salió. Mañana o pasado, usted viene a trabajar tranquilita y eso se hace en un momentico. Relajada, que mañana la vida sigue normal. Mañana será otro día.
– ¡Qué buena vaina! ̶ se lamentó, con una voz clara y profunda, el mudo Calderón.
Todos los personajes de En Caracas de 8 a 5 son producto de una ficción.
Cualquier parecido con una persona de la vida real sería una lástima.
Punto?