Había sorteado sin problemas el patio con mesas al aire libre, atravesado el bosque de piernas desnudas que hacían fila frente a uno de los food truck gratuitos dispuestos por la compañía, entrado al edificio principal, colado por las escaleras y llegado a la oficina en la que el mundo finalmente se resume en un par de monitores. Se detuvo al lado de uno de ellos. Aunque solía percibir las más mínimas variaciones en las corrientes de aire circundantes y reaccionar a tiempo para escapar, el aluvión negro lo rodeó en un instante.
Mark Z. contempla al mosquito aplastado en su mano enguantada. Apenas se distinguen dos alitas, dos pequeñas excrecencias en el universo negro y uniforme del guante. Se pregunta cómo burló el insecto las potentes corrientes del aire acondicionado y los extractores. El azar se cuela por las rendijas, reflexiona; es capaz de traer un mosquito a lo más inexpugnable de una instalación construida para someterlo y reglarlo. Fue un azar el que reveló el escándalo años atrás, un asunto que involucraba cardenales y varias formas de corrupción. Un azar llevó a la voz de Teresa Colautti las palabras precisas en el discurso improvisado y la convirtió en la líder de las protestas. Otro trajo una bomba lacrimógena hasta su cabeza y la mató. Tres casualidades condujeron a cientos de indignados a la plaza de San Pedro y a los violentos enfrentamientos que terminaron por generar la mayor crisis de fe de la historia.
Siente una vez más el escozor previo a los sangramientos, pero lo atribuye al manotazo con el que mató al mosquito y lo ignora, las cifras son demasiado halagadoras para quitar su atención de la pantalla. No hay un signo de vileza en el mundo de influencia católica que no se haya derrumbado. Las curvas de los gráficos de la minuciosa lista de pecados que confeccionó lucen como amarras que se arrojan hacia el centro de la tierra para anclarlos ahí y devolverlos al infierno.
¿En cuánto tiempo hicimos esto? ¿Tres años? El enorme monitor superior muestra el Urbi et orbi y la multitud en la plaza, como una costra movediza que avanza desde mucho más allá de Sant’Angelo, y palpita pesadamente en los accesos del metro y las callejuelas. Tres años, sí, la visita del obispo Ferri fue hace cuatro diciembres exactamente.
Ferri era excepcionalmente joven para su jerarquía y más aún para ser un asesor particular del Papa, un hombre de confianza dotado de las licencias y los recursos necesarios para pasar inadvertido ante la burocracia vaticana. Vestido con jeans, zapatos deportivos y franela parecía un empleado más de Mark Z. que venía a tratar cualquier asunto a su oficina. Planteó el problema en tres ideas de una sencillez digitalizable: “¿Qué debería ser la fe? Un algoritmo purificador. ¿Qué queremos de un algoritmo? Datos, pero nosotros solo damos a cambio promesas. ¿Necesitamos de una intervención divina para corregir el problema? No, quizá solo de un atributo de la divinidad: la omnisciencia. Quizá solo necesitemos de usted, señor Z.”
El mundo quería tocar las llagas y, sí, Ferri estaba en lo cierto, él podía ponerlas frente a sus dedos. ¿Por qué hacerlo? Porque nadie más podría, porque reiría secretamente de Bezos y Branson y sus torpes satisfacciones subespaciales, porque hasta Bezos y Branson, serían redimidos por él… y algún día se sabría. ¿Cómo hacerlo? Todo se resumía en la abolición del azar.
Ahí estaban los hijos de Adán y Eva, castigados con la finitud, el esfuerzo y el dolor, pero sobre todo, expulsados de la certeza de felicidad del paraíso y fatalmente expuestos a la eventualidad. El usar el conocimiento del bien y el mal para actuar según una ética organizada a partir de la convicción de la bondad como principio es apenas una vaga esperanza de retribución en la vida en eterna. En esta, nada impide que el hombre más virtuoso sea untado en el pavimento por un camión, solo por haber demorado su salida habitual por cualquier minúscula circunstancia imprevisible. Nada separa tampoco al perverso del número ganador de la lotería, ni al inescrupuloso e incompetente del éxito conseguido fortuitamente. Pero si todo acto benevolente fuese inexorablemente premiado de inmediato y toda vileza castigada, cada quien podría recuperar el paraíso en su propia caja de psicología experimental skinneriana.
“Omnisciencia”, Ferri usó la palabra y desencadenó la epifanía: ahí estaba la totalidad de los datos, o bien podía construirse a partir de los existentes. ¡Cuán fácil conocer la pasta de la que está hecha el alma de cada persona si conocemos sus hábitos como internauta! Luego, se trataba de construir un mundo sin casualidades para los virtuosos y otro muy distinto, pero también inexorable, para los malvados. En poco tiempo, los hombres cuya predicción de bondad rondaba la unidad, comenzaron a ser rodeados solo por información provechosa y privilegiada. Decenas de oficiosos algoritmos propiciaron sus asociaciones y les facilitaron la construcción de proyectos muy prometedores. El universo de los viles, en cambio, se cercó con información que solo podía causar desaciertos e impulsó la colaboración entre incompetentes. Si por alguna razón, uno de sus habitantes lograba sobreponerse al inhóspito entorno que se les había procurado y lograba alcanzar algún tipo de éxito, entonces la ferocidad de sus carceleros digitales se cebaba en descifrar sus errores y hacerlos públicos: fallas en el disimulo de ingresos, ilícitos rastreables en largas cadenas de testaferros y transacciones, infidelidades conyugales. El vil excepcional solo lograba probar la felicidad por instantes, para caer después en las más implacables de las desgracias. Paralelamente, en todas las iglesias católicas se articuló un luminoso discurso que vinculaba la buenaventura a la bondad y la bondad a la fe. Las personas volvieron a creer, a practicar escrupulosamente el comportamiento virtuoso, y a agradecer a Dios y a su iglesia.
Calculaba Mark Z. que no pasarían tres años más para que el resto de las religiones se extinguieran, sofocadas por la sistemática efectividad de la católica, cuando notó que aún sentía el escozor en las manos. Se quitó los guantes y verificó que sus estigmas sangraban de nuevo.