«Llegaron las de Gaulle», anunció el mesonero, y Henri Charrière se levantó de su mesa para verlas. Dos mulatas altivas, gemelas con pequeñas diferencias, de cuerpos espléndidos y una piel que devolvía las luces de El Gran Café en destellos de bronce. Su visión le permitió por fin hacerse una imagen completamente nítida de la madre, aunque la descripción que le había dado Sokal había sido muy detallada.
Alaric Sokal era amigo de la familia Charrière, ex oficial del ejército francés, hijo de padre madrileño y madre parisina. Había a venido a Venezuela como escolta del Charles de Gaulle en su visita al país. Dos años después regresó para finiquitar un muy discreto acuerdo con Del Valle Martinez, la madre de las de Gaulle, como después fueron conocidas las muchachas en su pueblo, para gloria de la Francia y de Mamporal de Río Chico. Antes de irse, buscó a Henri para darle firmes garantías de que su causa jurídica había prescrito y que podía volver a Francia cuando quisiera. Charrière lo invitó a compartir la celebración en su local, y buscó una botella polvorienta de un cocouy que le habían obsequiado en El Tocuyo con las debidas advertencias de comedimiento en su uso. La penca fue soltando la lengua del antiguo legionario, y la historia de Del Valle Martinez pasó a formar parte del caudal formado por todas las que se contaron en la Calle Real de Sabana Grande y en su posterior semblante como boulevard:
«Yo sigo trabajando para el general. Entré con él a liberar París, y esas lealtades no se olvidan. Mira, aquí estoy poniendo a salvo su honra.
Esa visita fue una locura, la viví desde el principio, porque de Gaulle me hizo acompañarlo a todas partes como su traductor. Luego de cumplir con el protocolo, tuvimos una reunión informal con Leoni, a la que asistió Rómulo Betancort. Era un hombre de una sagacidad y un criterio político increíble. No es que de Gaulle fuera ingenuo, ya en ese entonces podíamos olernos la conflictividad de estalló en el Mayo Francés, pero Betancourt prácticamente le construyó una maqueta perfecta de lo que terminó pasando en el 68. Señaló uno por uno todos los factores y su peso: estudiantes, sindicatos, el espíritu de los tiempos, el tipo de protesta que enfrentaría. Tan apasionante era su análisis que los tragos empezaron a fluir con muchísima soltura. Llevaría el general unos cinco cuando vi esa mirada de determinación en su rostro, la misma que tuvo el día que salió a la reunión con Eisenhower para convencerlo de liberar París de inmediato. Pero no vayas a creer que la tenía porque el discurso de Betancourt lo había llevado a tomar una decisión política; la tenía porque no podía quitarse de la cabeza el culo de la muchacha que le servía los tragos y que también lo veía con picardía, Del Valle Martinez. En el carro me dirigió una sola palabra: búscala.
Betancourt se dio cuenta del momento preciso en el que perdió la atención del general, y creo que también de la causa. Le dijo: “dicen que los franceses son más de leer que de escuchar, así que yo le voy a dar un consejo anotado en esta servilletica” y se la entregó. Por cierto que el general nunca la leyó. En el avión se dio cuenta de que la había perdido. Con la nochecita que tuvo, no me extraña que la haya dejado en la habitación»
Desde ese día, Henri Charrière permaneció intrigado por el mensaje en la servilleta. Por eso cuando hace poco, en una de esas conversaciones de las noches árabes carqueñas de El Gran Café, supo que en Mamporal de Rio Chico había unas gemelas bellísimas que los jodedores llamaban Las de Gaulle porque se decía que eran hijas del general, las contactó para preguntarle si en verdad su madre había conocido a de Gaulle y si casualmente guardaba un servilleta escrita que le hubiera pertenecido. Le sorprendió muchísimo la naturalidad con la que la muchacha al otro lado del teléfono le respondió «sí, claro, la servilleta escrita», y ese entusiasmo le condujo a ofrecerle diez mil bolívares por el papelito. Ahí estaban, sentadas frente a él, dos mulatas de más de un metro ochenta, nariz perfilada y las formas firmes y poderosas de la costa.
̶ Imagino que están llegando la ciudad y no han comido ̶ comentó amablemente Charrière.
̶ Comimos algo en el camino, gracias.
̶ Entonces, aquí está esto ̶ dijo Charrière mientras ponía sobre la mesa un sobre con diez mil bolívares.
La muchacha le entregó otro con la servilleta en su interior. Él lo abrió con ansiedad y leyó el contenido. Rió para sus adentros, ¿habría de Gaulle actuado de otra manera de haber seguido este consejo? Quizás no, demasiado orgulloso para eso, probablemente. Pero la sencilla y fulminante sabiduría de esta premisa en manos de un estadista como de Gaulle, e inclusive hasta en las de un hombre mucho más brutal y basto, podría poner una nación patas arriba: «si usted quiere controlar un país, mimetícese con él y después preséntese como algo novedoso.» Años después, Henri Charrière perdería la carta en un juego de naipes con unos amigos.