LA HUELLA.
Luis Garmendia
Todo hombre es dueño de un laberinto particular; aprendí a recorrer cada uno de ellos sin errores. Convertí la engañosa multiplicidad de sus opciones en una rutina de certezas. No sabemos aún cómo emergen sus paredes y la trama de surcos que cercan la yema de los dedos y las posibilidades de la identidad, pero ya es un hecho que son inmutables e irrepetibles.
Mi sistema es sencillo: cuatro referencias para orientarse en el irrefutable mapa de la huella digital. Durante mi visita a la Sûreté, Bertillon lo llamó burdo, “El señor Vucetich nos trae, desde una ciudad que pretende parecerse a París, unos esbozos que pretenden ser un sistema”. Su causticidad, no obstante, fue bastante inútil, tanto para hacer olvidar el fracaso de la engorrosa colección de mediciones que constituían su sistema antropométrico, como para desviar la atención europea de mi Dactiloscopia comparada, irremediablemente precisa, práctica…y bonaerense. Reconozco sin falsa modestia que yo, Juan Vucetich, llevé a Argentina a los escenarios científicos y tecnológicos más importantes del joven siglo 20, en el momento en que automóviles, dirigibles, ondas de radio, aviones y producciones en serie impresionaban a los hombres. Entonces nos sorprendió el medioevo, la plaga inexplicable.
Los cuerpos empezaron a aparecer súbitamente el pasado 25 de agosto. Simplemente amanecieron en las calles, sin ninguna herida, contusión o signos de enfermedad conocida. Los únicos denominadores comunes en estas muertes han sido que las personas, al parecer, gozaban de muy buena salud cuando salieron de sus casas, y que todos han muerto fuera de ellas. La primera investigación, como es de suponerse, fue la policial. Los policías no somos filántropos -poco nos interesa un cadáver si está desprovisto de la circunstancia del asesinato, poco los detalles de una vida si ha discurrido con rectitud. Por eso, al no encontrar signos que hicieran pensar en homicidios, la policía de Buenos Aires se retiró del caso y dejó el misterio en manos de las autoridades sanitarias. Los médicos tampoco encontraron una forma de explicar el asunto, por lo que el pánico de una epidemia mortal ha tomado la ciudad. Sus calles son un desierto.
Reconozco haber sido un policía poco común; donde mis colegas buscan un garrote ensangrentado, el curso de un puñal en un cuerpo o una huella de pólvora, yo siempre busqué una interrupción del azar. La muerte natural que no ocurre en la vejez o la accidental, suelen ser el punto final de una serie de circunstancias aleatorias: un capricho genético, un contagio desafortunado, una distracción, haberse detenido a encender un cigarrillo justo al final de la trayectoria de una maceta que cae del sexto piso. Cada vez que el azar se debilita o se exagera, sospecho el homicidio con tanta convicción como si estuviera observando cinco agujeros de bala en un cuerpo, y a ello obedecía mi inquietud: ninguna epidemia respeta la privacidad del hogar al momento de hacer sentir sus consecuencias. Pero también soy un antropólogo, un hombre de ciencias, con una historia profesional dedicada a la objetividad y a la demostración positiva, y no pienso aparecerme frente a mis colegas activos con un único argumento, que bien podrían interpretar como una corazonada.
Comencé a cuestionar al azar a partir de su contradicción más evidente: el criterio geográfico, los puntos en los que han ido apareciendo los cuerpos durante 15 días consecutivos. Dispuse un plano de la ciudad en la pared de mi estudio, dibujé la ubicación de cada cuerpo y me senté a observarla. Los agrupé por cuadrantes, intenté vincularlos con sitios de la ciudad, buscar relaciones asociadas a la edad o al sexo, sin que nada me resultase esclarecedor. Agotado, me desplomé en el sillón orejero frente al plano. Solo entonces, mi atención fue lo suficientemente amplia para percatarme de que el carillón anunciaba inútilmente las tres de la mañana, había pasado casi 24 horas absorto en mis intentos de análisis. También me di cuenta de que había tomado una media botella de rakija, que había destilado según la tradición artesanal heredada de mis abuelos. Los aplastantes sesenta grados de licor de mi rakija, la vigilia sostenida y las decenas de hipótesis abortadas que vociferaban en mi mente, me condujeron a un nebuloso estado de duermevela, y justo cuando el plano se desdibujaba en toscos círculos y cuadrantes fluorescentes, emergieron las líneas. Surgieron nítidas, unánimes, desde ese espacio vago y abigarrado en el que comenzaba a convertirse mi consciencia, y me sacaron abruptamente de mi sopor. Era una gran huella digital sobre una parte de Buenos Aires.
No sé cómo no me di cuenta antes de que los cuerpos se disponían en una suerte de líneas curvas concéntricas y que cada nueva oleada describía un nuevo giro, cada vez más próximo al centro de un dactilograma. Calculé que faltaban muy pocos surcos para completar el centro del verticilo que dibujaban las líneas, y que en esos futuros trazos se distribuirían los próximos cuerpos. Puse un papel transparente sobre el plano para hacer un dibujo más claro de las líneas y poder tomar una fotografía; cuando lo hube completado otra sorpresa me estremeció. El dibujo era muy parecido al de una huella que había analizado muchísimo durante las primeras fases de mis investigaciones: la mía.
Si el dibujo, por alguna razón que no podía descifrar, era el de mi huella, entonces podía anticipar donde ocurrirían los próximos asesinatos (obviamente ya no albergaba duda alguna de que trataba con homicidios): un barrio de cuchilleros y malandrines, Palermo. De inmediato me dirigí al sitio, más llevado por un impulso irrefrenable que por la racionalidad y la prudencia.
Llegué a lugar y me sorprendió la imagen de una casa de dos pisos, cuya elegancia y sobriedad contrastaban con el ambiente pendenciero de su alrededor. Una puerta se abrió bajo un arco falso y una mujer me hizo señas para que me acercara. “Bienvenido, señor Vucetich, sabíamos que vendría”, me dijo en un español trabajoso. Me condujo a una vasta biblioteca cuyos entrepaños abarcaban todas las paredes, una variedad de tomos en inglés agotaba todo el espacio. Mi anfitriona me ofreció un mate y yo acepté, mi intuición me decía que si tenía algo que temer en esa casa no sería una infusión, cuyos efectos reparadores además necesitaba con cierta urgencia. “Será atendido muy pronto”, me dijo la mujer una vez que me hubo traído el mate. Examiné varios lomos en la biblioteca; los volúmenes reunían una muy amplia y representativa muestra de la literatura inglesa, pero había otro tipo de libros, como el Malleus Maleficarum, de los dominicos Sprenger y Kramer; algunos textos de Cotton Mather, cuya existencia yo desconocía y – en un atril- una enorme carpeta con lomos de cuero que custodiaban manuscritos en los que solamente pude descifrar el nombre de Teophrastus Bombast von Hohenheim, el nombre de Paracelso. Cuando intenté pasar la página escuché una voz suave, podría decir frágil, a mis espaldas. “Le ruego que tome asiento”. Se trataba de un joven de unos 14 años, mirada cansina, palidez cérea y escrupulosamente peinado, que atravesaba la biblioteca con pasos tan suaves que obraban con absoluto silencio en el piso de madera desnuda.
Me senté en una butaca de cuero (o más bien me desvanecí en ella, pues comencé a sentir mucha debilidad, que en ese momento atribuía a las horas sin dormir), y él se acomodó en la silla del que parecía ser su escritorio. “Le debo algunas explicaciones, señor Vucetich. Puede llamarme György Orlok, al menos, hasta el día de hoy soy Györly Orlok- Le acompañaría con su mate, pero prefiero el vino”, dijo mientras se servía una copa temblorosamente. “Su presencia aquí es el punto final de una serie de circunstancias inmemoriales”. Me di cuenta de que mi debilidad se había acrecentado al punto de impedirme cualquier movimiento. “Lamento que deba ser usted quien ponga fin a esto; le he tomado cierta simpatía. Usted y yo nos parecemos de algún modo; se nos ha dado a los dos la facultad de abrazar lo infinito. A usted, atrapándolo en las categorías de sus estudios dáctiloscópicos y a mí…bueno, en todo caso esa es la desgracia que nos reúne hoy.”
Mi anfitrión se puso de pie y continúo su relato mientras observaba absorto un mapa de Europa que decoraba la sala. “Siempre he admirado la habilidad guerrera de los Croatas, pero conviene no tener demasiado cerca lo que se admira con justicia, su llama puede devorarnos. Mis aliados croatas habían batido una y otra vez a los otomanos, su derrota definitiva era cuestión de una última batalla. ¿Y luego qué, Sr. Vucetich? ¿Podía el joven Señor de Valaquia permitir una fuerza invicta, heroica y prácticamente ajena a su comando directo en su territorio, ya sin un enemigo común? El plan que concebí con el noble Dalibor -su ancestro- contemplaba que lo auxiliaría en el momento final, quebrando el flanco de los otomanos. Me abstuve de ello, esperé a que el enemigo los diezmara y, una vez que los dos bandos se hubieron desangrado, cargué contra ambos. Es la primera vez en quinientos años que cuento esta historia. Las historias nos están negadas a los traidores. Semanas después, morí arrasado por unas fiebres súbitas que mis médicos asociaron a artes obscuras…pero solo por unas horas. Fue el comienzo de la maldición de la eternidad.
Vampiro, murmuré desde mi debilidad. “Algo parecido a lo que las leyendas y la literatura definen como ello. Me veo obligado, sí, a tomar vidas cada cierto tiempo. Si no lo hago, me expongo a un gran sufrimiento físico. Pero el proceso no involucra mordeduras ni torrentes de sangre, es muy limpio, simplemente absorbo un fuerza vital, tal como ocurre con la suya ahora.” Todas esas muertes fueron para saciarlo, acusé. “No. Solo unas pocas, dos o tres, el resto eran necesarias para dibujar las líneas que lo trajeron hasta aquí. Verá, a mi casa solo puede entrarse voluntariamente y deseoso de hacerlo.” ¿Por qué me ha hecho venir?- pregunté. “La eternidad, Vucetich, disuelve todo lo individual. El mundo es finito y finitas son también las formas en la que sus elementos pueden combinarse, la repetición todo lo unifica, lo hace indiferenciable. Mi mundo es un único y pesado objeto. He visto morir lenguas en lo que para usted sería un instante, todo lo que los hombres pudieron poner en una palabra se desvanece sin huellas. Las emociones están ligadas a los momentos y a mí se me ha negado poder percatarme de alguno. Nada quiero porque nada me esfuerzo en preservar; las cosas existen solo por instantes, esa categoría en la que yo no existo, donde mis manos son de arena…No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos.” Dijo esto último, como si hubiera pensado muchas veces en esa línea y luego de un largo silencio, agregó, “estoy fatigado de eternidad, de absoluto, de unanimidad.”
“Busqué una salida -continuó- en las artes que procuraban la purificación de los elementos y de las almas…y la encontré, Vucetich. Requería sí, una paciencia de siglos: esperar una particular alineación astral y ubicar en un punto preciso de La Tierra al último descendiente de Dalibor. El punto es este, que pude calcular hace tiempo. Ordené la construcción de esta casa para preservarlo. El descendiente es usted, y el elemento final, el ritual que en minutos iniciaremos en el sótano. Me hará mortal a expensas de su vida, la última que tomaré”. Una vez que terminemos iré a Londres por un tiempo, para arreglar algunos detalles finales, ya habré entonces comenzado a envejecer poco a poco. Quizá regrese después…Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña.
Reuní todas mis fuerzas para encontrar al menos alguna idea que contrariara la felicidad que Orlok comenzaba a descifrar. “No encontrará usted la paz, Orlok. Será usted como el hombre que logra salir de la caverna de Platón y regresa a ella: la visión de lo absoluto lo habrá cegado para siempre. ¡No encontrará la paz!”
-Se equivoca, Vucetich- Contestó, con fuego en aquellos ojos que, un día, serían la primera parte de su ser en extinguirse – La encontraré, porque pienso escribirlo todo.