No debí haber planificado el asesinato en el antiguo Centro Comercial Macaracuay, nunca nada ha salido del todo bien ahí. Es uno de esos lugares que padecen la maldición del CADA: los automercados que fundaron centros comerciales como ese, enarbolando su estandarte octogonal en las cúspides de obeliscos, de enormes tachuelas de cabeza roja que los incrustaban en la geografía caraqueña. CADA sirve mejor al consumidor, era el eslogan…hasta que no sirvió más a ningún dueño, y terminó como una cadena de sitios arqueológicos del fracaso en los que aún se arremolinan las tienditas que nacieron con ellos, pececitos raquíticos ansiosos de algún residuo de sustento en el cascarón vacío del animal que parasitaron prósperamente alguna vez. En lugares como el viejo Centro Comercial Macaracuay el tiempo es una categoría accesoria, prescindible. Rebota entre una librería cuya obsesiva rutina de no vender apenas se ve interrumpida por la fotocopiadora, una clínica veterinaria en la que jamás se ha escuchado un ladrido, un restaurant -a veces mexicano y a veces peruano- más interesante para un entomólogo que para un comensal, dos peluqueras que van a conversar toda la vida, y al final del pasillo, el Tung Wong. El Tung Wong… y Darío.
Darío en el Tung Wong y Ligia, por desgracia, en mi casa. Nuca pensé que podrían llegar a conocerse y menos aún en las circunstancias en la que todo pasó.
Ligia llegó a la casa por una gripe fuerte, un malestar que se fue complicando con añoranza y lagrimeo para terminar en un “vente mami, que yo te mando el pasaje”. Arribó de Maracaibo al día siguiente, orbitada por dos perritas alérgicas e hiperquinéticas en quienes seguramente había delegado la tarea de odiarme activamente mientras se concentraba en dispensar mimos e infusiones a su hija.
Si algo sé hacer es sonreír y complacer, lo que me ha hecho exitosísimo en mi oficio de coach de vida y promotor de felicidad, ejercido plácidamente desde mi biblioteca por medios remotos. Supe construir una sonrisa amable, tranquilizadora y medio imbécil que, enmarcada el ambiente de mis libros, transmitía una inmediata confianza en mis clientes, convenciéndolos de estar en pleno proceso de descubrir el propósito de sus vidas y domesticando sus bolsillos. Pero ninguna sonrisa funcionó con Ligia y en nada logré complacerla ni acallar a sus perritas. Yo era el hombre que se había llevado a su hija del natal Maracaibo a Caracas, y esa afrenta no podía ser diluida por ningún tipo de amabilidad. O quizás el rechazo se debía a que no lograba yo naturalidad alguna en mis intentos amables porque su mirada me inquietaba. Ella había conciliado dos pasiones: la mezquindad y la afición por las intervenciones estéticas, lo que había terminado por lograr que sus ojos fueran incapaces de relajarse y participar armónicamente en algún gesto de su rostro. Eran unas estructuras, autónomas y parcas, eximidas del parpadeo, infatigables en el arte de vigilar. Adicionalmente, su voz chillona y su cadencia acelerada propiciaban que dijera cualquier cosa como si una tragedia estuviese a punto de ocurrir. Reconozco que todo eso me desencajaba y causaba en mí una inédita torpeza en la práctica de mis usualmente efectivísimas artes de seducción.
El paciente cero de la infección doméstica que representó Ligia fue mi cajita de madera para portar botellas de vino que coronaba mi biblioteca. Al entrar a casa la vi sobre un mueble en el comedor con una nota inserta entre el sacacorchos y el termómetro: “Solo es una sugerencia”. Estaba a punto de devolverla a su sitio cuando sentí la mirada de los ojos hieráticos sobre mis hombros. Tomé un poco de aire, recordé los principios que orientaban mi chapuza de crecimiento personal y felicidad y agradecí el gesto con la sonrisa más imbécil de la que era capaz. Ella dio media vuelta y continuó hacia la habitación principal, llevando una infusión con limón y anunciándola como si se tratase de una avalancha.
En cosa de días, la casa completa estuvo en manos de Ligia. Televisores al máximo de su volumen, canciones de Pimpinela como música incidental de una frenética limpieza que jamás se detenía, montones de ropa y lencería en espera para ser planchados en plena sala y un montón de señoras que la visitaban continuamente me fueron cercando en el pequeño espacio de mi biblioteca. Por eso decidí exiliarme en el Tung Wong.
De las diez mesas del Tung Wong dos estaban ocupadas permanentemente y yo me hospedé en una tercera. La redonda, bajo el vetusto televisor Sony Trinitrón, estaba habitada por el corredor de seguros y sus tres empleados administrativos, cuya oficina estaba al lado del local; eran una corte ceremoniosa en la que tres muchachos de expresiones estólidas balbuceaban loas a su jefe. El corredor tenía por cetro un vaso de whisky y ocasionalmente hacía repartir algunas cervezas entre su séquito. El loco Zamora, el abogado de la notaría cercana, ocupaba la suya apenas al abrir el restaurant. Era uno de estos eruditos de bares, siempre con alguna opinión crítica y bien documentada sobre cualquier asunto noticioso del momento. Prácticamente despachaba desde esa mesa, en la que recibía, leía y firmaba una serie de papeles que le eran traídos por su personal. La única que constituía una presencia regular en su grupo era una muchacha cercana a los treinta años, de espléndida figura y una sonrisa pícara ensombrecida por la ausencia de un diente.
A veces, las dos peluqueras llevaban su conversación a la barra, desde donde podrían observar la improbable llegada de alguien a su local y recibían la promesa de una pronta visita por parte de la compañera de Zamora. “En cuanto mi gordo me dé, voy”, decía todos los días mientras acariciaba el cabello tumultuoso y desordenado del notario.
Darío, el mesonero, era seguramente hijo de una pareja china-venezolana y tenía nociones de un Cantonés grave y eficiente para los cocineros. Comenzaba su trabajo sin preguntar: dejaba un whisky y cervezas en la mesa del corredor de seguros, una cuba libre en la mía y la botella de vodka que Zamora se hacía guardar en el bar en la suya. Luego, con un caminar lerdo que hacía pensar en alguna lesión neurológica o una vieja herida, regresaba con un plato en llamas que sofocaba y servía en la mesa de Zamora.
Cuando uno se gradúa deja el mundo distendido y más o menos auténtico de la vida estudiantil para entrar a otro de formalidades, posturas y mezquindades, y ese momento suele ser formalizado por un anillo espantoso y desmedido. Me llamó la atención que Darío llevaba uno de esos, quizás un poco más grande de lo usual y con una piedra roja. “¿Y eso que tu marido no tiene anillo de graduación? ¿El no dice que es psicólogo?” solía preguntar Ligia a mi esposa frente a mí durante casi todos los desayunos que inevitablemente tenía que hacer en la casa. Ella, con la dulce sonrisa de la que me enamoré, me tomaba de la mano en un ruego por paciencia y contestaba: “Y de los mejores, mamá. Él es un hombre muy sencillo”. Por desgracia, esos pequeños intentos por mantener la armonía se iban extinguiendo en la medida en que la influencia de Ligia crecía. Ligia dirigiendo las compras de la casa, Ligia y Pimpinela, Ligia convocando reuniones de señoras y envases plásticos, Ligia acariciando a las perritas mientras me ladran, Ligia durmiendo en el cuarto conyugal con mi esposa, Ligia interviniendo en las discusiones de pareja y, finalmente, Ligia atacando mi reducto: organizando mi biblioteca a su juicio, “los libros gordos con los gordos y los flacos con los flacos, en vez de ese desorden que tienes ahí”. “¡Mi mamá es sagrada!”, me gritó por primera vez en su vida mi esposa cuando airadamente le reclame a mi suegra el atrevimiento. “¡Te me vas ya!”, agregó. Y yo me fui al Tung Wong.
Las dos primeras cubas libres fueron incapaces de calmarme, aún estaba sorprendido por la reacción de mi esposa. Hasta ese momento, nuestros más agrios desencuentros no habían alterado su dulzura, su comprensión, el amor que podía leer en sus ojos. Hoy sus ojos habían sido los de Ligia, hoy había sido una leal portavoz del deseo de su madre. Mi mayor temor comenzaba a sofocarme. Comencé a estar seguro de que mi suegra tendría éxito en la idea que en un par de oportunidades había dejado caer durante el desayuno: “Mi vida, tu deberías venirte conmigo a Maracaibo para que estés más tranquila. Tu marido te puede visitar cuando quiera”. Mi cavilación fue suspendida por el escandaloso saludo de un cliente eventual, un tipo gritón y pendenciero llamado Frank que solía proveer de frutos secos a algunos comercios de la zona. En una oportunidad vi a Darío exigirle severamente que se fuera por haber molestado a una de las peluqueras en la barra. “¡Hoy vine a ver que es lo que es!”, dijo y se sentó al lado de la mesa del Loco Zamora y la chica sin el diente. El corredor de seguros y su séquito murmuraron y adoptaron posturas recelosas, Zamora se quitó los anteojos y los puso sobre la mesa; parecían saber de una historia que yo ignoraba. “¡Conque ahora andas con este viejo pendejo, puta de mierda!”, vociferó Frank a la muchacha. Zamora tuvo el impulso de ponerse de pie, pero fue interrumpido por una lengua de fuego que atravesó la sala hasta llegar al pecho de Frank. Los trozos de carne de cerdo en llamas incendiaron su camisa, pero no tuvo tiempo de sacudírselos o de quejarse por el dolor de la quemadura, porque luego de haberle echado el plato flambeado encima, Darío lo arrinconó en su silla y le metió en la boca el cañón de una pistola. “La primera vez te lo pedí por las buenas. Te vas de esta vaina y no vuelves más nunca”, le dijo Darío lentamente, dándole al aceite tiempo para quemarlo más.
Nunca antes había hablado con Darío más allá de asuntos de servicio, pero el incidente inauguró una amistad.
—¿Eres, policía? Te moviste como un rayo—, le comenté una vez que Frank huyó del sitio y las cosas sme calmaron.
—¿Tú no sabes quién es este? Este es el rambo de Macaracuay—, bromeó el corredor de seguros.
—Yo soy Licenciado en Ciencias Policiales y exfuncionario de la antigua División de los Servicios de Inteligencia y Prevención—, dijo orgullosamente mientras me mostraba el enorme anillo de graduación.
Los días de esplendor del imperio de Ligia en la casa coincidieron con mi nueva camaradería, por lo que empecé a permanecer en el restaurant más allá de las tres de la tarde, cuando se quedaba casi vacío hasta la nueva oleada de clientes a las cinco. Fue mucho lo que conversé con Darío en esos horarios, y reconozco que debió de haber sido un buen policía porque en la primera charla se percató de que yo era un hombre atormentado. Sus preguntas penetraban cada vez más en capas más profundas de mi dolor, como un bisturí que remueve la putrefacción de una llaga y expone piel viva que inexorablemente también se descompondrá si uno es incapaz de abandonar la postración.
Rápidamente se hizo una clara idea de mi esposa, de Ligia, de mí, de mi postración y de mis sentimientos llagosos. Con cada hora de diálogo y cada cuba libre me sentía más perdido, dolido y furioso. Más o menos en la quinta conversación me dijo: “O sales de esa vieja o se te va a joder el matrimonio y la vida. Está a punto de quitarte a tu mujer, y créeme que también te va a dejar en calle”. El bisturí de Darío llegó al hueso: imaginé a Ligia en mi carro, formalmente dueña de mi apartamento, reclamando la mitad de las cuentas, acariciando a sus perritas mientras le ladran frenéticamente a mi recuerdo desde mi biblioteca.
—Suena fácil, Darío. ¿Cómo me la quito de encima?
—En Caracas pasan tantas cosas—, dijo muy seriamente y se fue a la cocina dejando una insinuación en la mesa.
La aseveración no dejó de resonar en mí día y noche durante semanas. Angustia, paz, venganza, justicia, placer eran las escenografías de la idea que no dejaba de perseguirme. Hablé muchas veces más con Darío, y muy progresivamente comenzaron a aparecer aseveraciones más temerarias: “Puede pasar cualquier cosa, un secuestro, un robo”; “Si no hay cuerpo, no hay homicidio y el papeleo se traga toda la investigación”; “Y más teniendo tú una camioneta último modelo, eso es un imán para un secuestro”; “Es cosa de saber enterrar”; “Sobra quien haga ese trabajo”. Con los días y el aumento de la confianza surgió un: “Yo te lo hago, chico, yo personalmente” y un “Sí”, de mi parte. Me hice uno con la locura y la rabia que corrían en mi como otra forma de respiración, previmos los detalles con frialdad: sería el viernes, cuando ella llevaba a mi esposa a sus clases de Yoga, a eso de las dos de la tarde. Mi esposa bajaría de mi camioneta mientras Ligia buscaba dónde estacionar, ahí sería el “secuestro”. Después se habló de que no habría ayudantes cuando él llegara con Ligia; de que nadie vería el crimen; de que ese día se reportaría enfermo al restaurant; de que yo debía ir como siempre y esperar un mensaje de un determinado número a eso de las cinco de la tarde: el agridulce está listo.
La fecha fijada llegué muy temprano al restaurant, quizás esperando que Darío estuviera ahí, rescindiendo el contrato, que no llegara a pasar nada, que yo aceptaría la derrota y el deshilachamiento de mi vida a cambio de la paz de mi consciencia. Estaba Zamora, la corte de los seguros, la chica sin el diente, pero no Darío. Todos ellos se fusionaban en una amalgama de rostros que ya no parecían los mismos, sino emanaciones deformes de ellos que comenzaban a darme vueltas alrededor. Las conversaciones eran un ruido único y sordo que apenas me permitió mi sonrisita cuando ordené lo usual al mesonero suplente. No pude comer y fui inmune a los cubatas. ¿Podría soportar aquello hasta la llamada de las cinco anunciando el agridulce? Pero, ¿qué tontería estaba diciendo? ¿Acaso mi esposa no me llamaría mucho antes para decirme que Ligia no aparecía con la camioneta? ¿Cómo pudo habérsele escapado eso a Darío? ¿Quizá no se le escapó y está planificando algo distinto a lo acordado? ¿Mi esposa estaba en peligro en manos de un asesino? Pasé más de una hora en ese estado paralizante. Revisaba obsesivamente el twitter en busca de alguna noticia sobre un secuestro, bebía cubatas uno tras otro, trataba inútilmente de acallar mi mente. ¡La llamada! ¡Mi esposa llamaba a las cuatro de la tarde!
–Vente, amor.
–¿Pasó algo? – Pregunté.
–Solo ven.
Pasé un minuto tratando de introducir la llave el la cerradura de mi apartamento. Mi esposa me escuchó y abrió la puerta, vestía la lencería que más me excitaba y me recibió con un beso profundo.
–Mamá fue a quedarse con unas amigas esta noche, pensé que podríamos reconciliarnos.
Mi actuación en la cama fue angustiante y pobrísima, como podría esperarse. Ella me acarició con ternura al terminar. “Has estado muy tenso por toda esta situación, toma estas goticas naturistas para que descanses”–. Me hizo tomar una disolución agria y poco a poco el cuarto se me fue desdibujando.
–Has dormido como un bebé, son las once de la mañana—, me dijo, parada a los pies de la cama con su expresión más dulce– Mamá quiere hacer las paces contigo también. Ya verás cómo no te parece tan grave que vaya con ella a Maracaibo. Podrás ir cuando quieras y así tendrás más ganas de verme. Ven, ya es prácticamente el almuerzo y ella te cocinó algo rico.
–Pero, ¿está aquí?–, pregunté tratando de fingir normalidad.
–¿Dónde más podría estar?
Y ahí estaba, de pie en un extremo de la mesa, con los brazos cruzados y una amplia sonrisa bajo los ojos inexpresivos.
–Mira, amor, te preparó algo para que no extrañes el restaurant chino ese– dijo mi esposa mientras destapaba la bandeja y revelaba un brillante pollo agridulce. Al lado del plato había unos delicados palillos de madera de sándalo, envueltos en una servilleta muy delgada y unidos por un anillo de graduación, quizás un poco más grande de lo usual y con una piedra roja.