Manicomio portátil
El loco se ha peleado con la realidad. Le ha retirado el saludo, la ha expulsado del espacio de todo cuanto le concierne y no se permite tener noticias suyas, salvo por chismes, quizás muy distorsionados, que los psiquiatras llaman delirios. Y así como el loco declarado destierra de sí las cosas que para nosotros son innegables, nosotros solemos ignorar los signos de la locura, o al menos no darles gran importancia y convivir con ellos como quien lo hace con un primo medio bobo al que nadie toma completamente en serio. Hará menos de cien años que las casas preveían la existencia de una habitacioncita más o menos apartada, que irremediablemente sería ocupada por el primer familiar en perder el juicio, así, con la naturalidad de quien hoy en día prevé la necesidad de construir un maletero. Las entidades psiquiátricas más explosivas y penosas suelen ser reducidas en el discurso cotidiano a un “padecimiento de los nervios”: “con la prima Clara hay que tener cuidado porque ella sufre de los nervios”, es la tímida advertencia que precede la aparición de Clarita en la sala, disfrazada de María Antonieta de Austria caminando dignísima hacia el cadalso.
La locura nos rodea y la inivisibilizamos en el tráfago cotidiano, como el de aquella vez, hará más de cuarenta y tantos años, en avenida principal de El Cementerio, donde papá me llevaba los sábados para comprarme algún juguete. Para mí, la imagen de mi papá era un obelisco; se trataba de un hombre muy alto y erguido, que jamás se agachaba para visitar los territorios de mi niñez. Por eso me sorprendió mucho ese día ver cómo su cabeza súbitamente se iba hacia adelante y la aparatosa maniobra posterior que realizó para evitar que sus lentes cayeran al piso. Tardé varios segundos en comprender que algo había golpeado su occipital: una masa de trapos sucios anudados que le había rebotado en la coronilla para ir a parar a la exposición de uno de los buhoneros. Unos siete metros atrás, un sujeto en harapos adelantaba su rodilla izquierda , se inclinaba y colocaba su mano zurda sobre ella, mientras llevaba la derecha a la espalda y negaba con la cabeza las solicitudes de un receptor imaginario, muy insatisfecho de su último lanzamiento, pues seguramente la zona de strike estaba bastante más abajo de la cabeza de mi padre. Papá no reclamó la primera base y siguió caminando, pero desde ese día estuve muy atento a los loquitos de la calle, observarlos se hizo un pasatiempo.
Recuerdo a el avión, un loquito de los años ochenta, que frecuentaba el recién inaugurado Bulevar de Sabana Grande, el cual recorría con los brazos levantados, simulando un aeroplano, con todo y efectos de sonido. El Avión despegaba desde los bancos cercanos a El Gran Café; iniciaba una carrerilla mientras separaba los brazos, alcanzaba V1 (esa velocidad a partir de la cual no es posible abortar un despegue) a la altura de la Pizza Royal y comenzaba su vuelo hacia la Plaza Brión en medio de la más absoluta indiferencia. Bastante más inquietante era la señora -también del bulevar- que murmuraba su eterna molestia en un Gallego indescifrable, y que cuando concluía que no habría alivio para su indignación, le soltaba un par de manotazos al más cercano. La señora era completamente invisible hasta que golpeaba a alguien. Ignoramos a la locura, hasta que nos asalta.
Del San Martín de mi niñez recuerdo al amputado de ambas piernas que se paseaba en una patineta en los alrededores de la Perfumería Arita (aquél emporio de piratería, cuyo catálogo de copias en Betamax incluía todas las películas de moda, antiguas, olvidadas, desconocidas o por filmarse). Era un muchacho sucísimo, un terrón rodado, cuyo deleite fundamental era pillar a cualquier transeúnte- de los tantos que simplemente no advertían su presencia- y aferrarse a su pierna, iniciado así una larga danza, en la que el desprevenido señor o señorita intentaba -mediante sacudidas violentas- zafarse del abrazo mugroso, mientras el loquito se carcajeaba , refocilándose en su espectáculo de rodeo personal.
Quizás el recuerdo más asombroso y convincente acerca de la ceguera que ejercemos frente al acto de locura, era la folie à deux sostenida recurrentemente por mi vecina, la señora Carolina y el loquito que ayudaba llevar sus paquetes a los clientes del Mercado libre de San Martín. El muchacho era bajito, casi un enano, con un bigotito a lo Pedro infante enquistado en unas facciones indiadas y una expresión que revelaba cierta estolidez. Se valía de un carrito de supermercado al que había incorporado una corneta de bicicleta para abrirse paso en el gentío que atestaba las aceras cercanas. Alternaba los cornetazos con el voceo de los productos que también dispensaba en un espacio del carrito. Por alguna sinrazón, sus anuncios publicitarios se ligaban indefectiblemente a la mayor vulgaridad. Así, el día que vendía jugo de semeruco, gritaba: “¡Guarapooooooooo ‘e semerucaaaaa… a la muchacha que no se lo toma, le pica la manooooooo!”. La señora Carolina por su parte profesaba la mayor religiosidad católica y conservadurismo posible; las paredes de su comedor estaban presididas por un enorme Cristo de madera y -nada menos- que por una foto de El Caudillo Franco. Para mí era todo un espectáculo ver a la señora Carolina regresar triunfante del mercado, seguida del loquito y su carro, que combinaba muy frecuentemente el auxilio con las bolsas con la venta de maíz. Ella adelante, con paso seguro y él siguiéndola, con la vista clavada en sus generosas caderas cantábricas mientras anunciaba: “Lleeeeeeeevo la mazoooorcaaaaa calienteeeeeee!”. Estos actos no llamaron nunca la atención de nadie.
Por esos días, seguramente, un cadete se convencía de que su destino estaba ligado a la gloria, bien fuera mediante el logro de un juego perfecto en una serie mundial o por su inclusión el monumento a los próceres.