💤 Sueño sin tequeño, rubia ni brazo.

                                                                                     Este relato fue  develándose durante una conversación con Javier Miranda-Luque, quien gentilmente me permitió escribirlo y me obsequió el título.

 

 

 

       Sueño sin tequeño, rubia ni brazo.

 

Mis sueños solían aterrorizarme antes de que los convirtiera en un dispositivo de juegos. Lo logré tempranamente, pero no sin sufrimiento. Durante mi niñez, cuando aún era incapaz de gobernarlos, solo tomaban la forma de la pesadilla. Acorralado en el desvelo, me aferraba a la vigilia , temeroso de la multitud de horrores que sabía se agolpaban en sus límites, entremezclándose en semblantes imposibles y despiadados. La caída de mis defensas era siempre precedida por una respiración más profunda que casi causaba un ronquido, un ruido cavernoso que podía escuchar mientras descendía al sueño, incapaz de hacer nada para despabilar. El inicio era reiterativo: una especie de sistema de grutas giraba en torno a mí y se iba deteniendo poco a poco como una ruleta, hasta ponerme en frente una cueva de la multitud  que había estado orbitando en mi entorno. Entraba a ella resignado (sabía por experiencia que si me quedaba inmóvil en el sitio, una monstruosidad saldría de cada una de la miríada de cavernas  para atacarme) y afrontaba el angustiante destino de mi sueño. A veces, cuando huía de la forma que me perseguía, caía por un agujero que me llevaba a otra gruta, a  a otra trama y a otro espanto.  Hubo noches en las que padecí más de veinte cuevas.

 

Cuando mi mamá hubo agotado una variedad de infusiones calmantes, un par de medallitas que se habían granjeado en la familia fama de protectoras, algunos rezos infantiles y  los ensalmes de doña Leticia Querales, fui a parar al consultorio del Dr. Vincenzo Angelucci. Lo había recomendado una amiga de papá, una socióloga que era considerada por mi familia como la máxima autoridad profesional para casi cualquier cosa cuya solución fuera más allá de una infusión o de doña Leticia.  Alguna información le dio al Dr. Angcelucci antes de la cita, incluyendo que consideraba la densidad de mis sueños un signo de genialidad infantil, por lo que el Psicólogo desde el principio me vio más como un objeto curioso que como a alguien angustiado.

 

_ ¿Por qué quisiste venir?- preguntó, mientras jugueteaba con un bolígrafo.

_ Tengo miedo.

_ ¿Y quieres que te psicoanalice?

_ No sé que es eso.

_ Bueno, vamos a comenzar por aquí.

 

Angelucci  abrió una cajita blanca y  sacó un grupo de láminas, puso la primera frente a mí y me preguntó “¿qué podría ser esto?”.  Se trataba de una imagen simétrica indefinida, más ancha en su parte superior, y eso fue exactamente lo que le dije. “¿Y qué le parece que podría ser?”, replicó y no dijo una palabra más, desencadenando un silencio agotador que terminó por obligarme a ir más allá de mi descripción. “Es un animal aterciopelado en vuelo…quizás también un hombre con sobretodo, pero solo en la parte del medio”, dije y puse la lámina boca abajo con un gesto contundente para indicar que no iba a decir nada más. Me entregó una segunda cartulina, y fue cuando ocurrió: una parte roja en el lado inferior de esta segunda mancha comenzó a moverse como una llama. Se me antojó que las figuras negras a los lados eran dos cavernícolas que acababan de descubrir el fuego, convertí cada forma imprecisa en un objeto claro que venía a enriquecer la escena prehistórica, obediente por completo a mi capricho.  El cuadro de los hombres primitivos dio paso a la visión de una cápsula espacial con su tablero de mando absolutamente detallado, luego a un episodio intrauterino y a decenas de cosas más. Veía las láminas con avidez y ensamblaba decorados perfectos para acciones variadas y minuciosamente tramadas. Angelucci intentaba detenerme: “Está bien, pasemos a la siguiente”, pero yo no le obedecía. No sé cuánto duró esa consulta, pero recuerdo que papá me levantó muy temprano para ir y que salimos  de ella en la noche, atravesando una clínica vacía por completo.

 

No tengo más recuerdos sobre el resto de mis consultas con el psicólogo, no fueron importantes para mí. No podían serlo frente al descubrimiento fundamental que había hecho valiéndome de las manchas: había aprendido a moldear la pasta de las que están hechas las fantasmagorías. Usé mi nueva habilidad transformadora desde la primera noche y durante mucho más de mil y una. Cuando hube llegado a mi juventud, había logrado dominar por completo el curso y el contexto de mis sueños. La galería de cuevas fue demolida y, paulatinamente, construí en sus terrenos una especie de estudio cinematográfico de posibilidades infinitas. Había sets que me encantaba frecuentar: un bar de fachada en madera verde y grandes ventanales;  a una cuadra de ahí una plaza con un gazebo rodeado de sauces llorones, muy propicio para conversar con amigos que ya habían muerto; una playa mediterránea ambientada en los años cincuenta. Sabía cómo llegar exactamente a cada una de ellas a través del los amables senderos con los que logré sustituir el sistema de grutas.

 

Una vez que pude garantizar que mi sueños siempre ocurrirían en un ambiente grato, capaz de mantener a raya cualquier evento desagradable del que pudiera valerse la pesadilla para entrar a mis dominios, me concentré en controlar por completo los guiones de mis aventuras. Reproduje en mis ficciones oníricas el mismo camino que había seguido como lector: comencé por el género policial. En la playa mediterránea resolví de 20 maneras diferentes el asesinato de Arlena Marshall;  los callejones de Whitechapell no lograron esconder a Jack el destripador ninguna de las veces que lo perseguí; Moriarty jamás pudo esquivar mi gancho de derecha; acaricié La piedra lunar siempre que quise. Poco a poco fui incorporando otros géneros. En el bar de barra de roble pulido y fachada de madera verde ejercí la comedia con repartos estelares: Bob Hope, Peter Seller, Don Rickles, Benny Hill. En el gazebo gané discusiones a Borges  y Virginia Woolf. Construí una calle de Tombstone donde batí en duelo a Lee Van Cleef.

 

El único género que no logré dominar fue el erótico: mis compañeras solían desdibujarse  en los primeros contactos, los hoteles nunca tenían habitaciones disponibles, los esposos celosos contrariaban los encuentros y me obligaban a  ser prudente y despertar.  Decidí poner de lado el asunto de los sueños lujuriosos y concentrarme en el resto hasta perfeccionarlos con un máximo nivel de refinamiento. Pronto, sus inicios estuvieron enmarcados en magníficos planos secuencias capaces de hacer ver a Welles como un aficionado, y  créditos que anunciaban la participación de estrellas como Isabelle Adjani, Klauss Kinsky, Charles Vanel, Clint Eastwood o Catherine Deneuve. La lucidez de estos sueños hacía que fueran prácticamente indiferenciables de la vigilia. Solo mi condición de soñador omnisciente y plenipotenciario permitía que pudiera discriminar entre ambos mundos. ¿Había realmente una frontera?

 

Llegué a la conclusión de que yo era mucho mejor autor de mis sueños que de mis días y que sería maravilloso si pudiera llevar algo de ese universo a mi aburrida vigilia. En una de las discusiones en el gazebo, Borges me había comentado que solía esconder objetos oníricos en ubicaciones que coincidían en los dos mundos: la gaveta de un escritorio soñado y presente también en el cuarto del soñador, por ejemplo, así que decidí probar con un objeto suyo. Fui a visitarlo a su despacho en la Biblioteca Nacional, el cual diseñé siguiendo rigurosamente todos los detalles de las fotos que había visto hasta entonces. Comenzó una disertación sobre Lugones, y yo aproveché para tomar un libro del escritorio y me concentré por completo en él, a fin de cuentas podría yo causar la misma charla cuando quisiera. Era un libro pequeño, no más de 100 páginas, forrado en cuero verde. Me esforcé cuanto pude por retener todas sus propiedades: textura, peso, olor. Cuando consideré que las había asimilado por completo, me provoqué el despertar. Abrí los ojos y pude ver mis manos en la misma posición en la que sostenían el libro, pero habían fracasado en traerlo consigo. 

 

Durante semanas, hice ensayos similares con objetos más pequeños: una bala arrebatada a Wyatt Earp, un pañuelo de Édith Piaf, un pequeño puñal obsequiado por Lope de Aguirre, un portaobjetos de Robert Koch. No tuve éxito. Pensé entonces que el origen de mi error era la extravagancia. Muy probablemente tratar de transportar un objeto más común, que pudiera  encontrar fácilmente a su especie en el mundo de la vigilia, podría facilitar las cosas.  Comencé a experimentar con ellos. Por esos días apareció la rubia.

 

No había previsto la participación de la muchacha en ninguno de mis sueños, tampoco la había diseñado (salvo las excepciones obligatorias de una Moroe o una Johansson, la rubias nunca me han parecido interesantes), pero comenzó a aparecer en todos los sueños en los que intentaba mis experimentos de transportación. Al principio era una figurante casi inadvertida, luego se acercó mucho más. 

 

Hablé con ella por primera vez en mi recreación del bar del Hotel Overlook, versión Kubrick. Lloyd, hierático, observaba cómo hacía una pelotita con la servilleta del trago que acababa de servirme. Tenía la intención de beber el Jack Daniels y despertarme aferrado a la servilleta cuando se sentó a mi lado y me acercó el plato de tequeños que – apegándose estrictamente al capricho de mi diseño- Lloyd servía a todos los clientes. “Deberías probar con uno de estos”, dijo para mi asombro. 

 

La sorpresa por esa presencia autónoma me despertó de inmediato. Estaba sobresaltado y sudoroso. Enjugué  el sudor de la frente con mi mano derecha y sucedió el descubrimiento: el olor del tequeño había quedado en ella. No había rastros del pasapalo en la cama, pero definitivamente  mi mano olía a masa y queso.

 

Pasé el día debatiéndome sobre si debía incluir en mi sueño de esa noche a la rubia o simplemente esperar a que volviera a aparecer, como lo había estado haciendo. Opté por lo segundo, pero me pareció que volver a soñar con el bar del Overlook podría propiciar su presencia. Así lo hice y, efectivamente, ella me esperaba y retomó la cita donde la habíamos dejado. Resultó ser una mujer fascinante,  tanto que a los pocos minutos de la plática olvidé por completo mi interés en la transportación interuniversal. Úlrica, que según me dijo era su nombre, me había descifrado tan bien como yo  había logrado comprender los mecanismos del sueño. Conocía cada uno de mis intereses, mis motivaciones  y mis perplejidades. Las usó para cautivarme. Renuncié sin darme cuenta a mis resistencias al sueño erótico, el único que no había logrado reglar con precisión, y comenzamos a besarnos en la barra. Se puso de pie y me llevó de la mano fuera del bar. Tomamos el ascensor y me condujo a través de un pasillo de habitaciones. Yo podía anticipar que los patrones de mis ingobernables sueños rijosos  se repetirían: ninguna puerta se abriría, las habitaciones estarían desprovistas de muebles adecuados  para el encuentro sexual, los pisos se ondularían y nos harían perder el equilibrio o el ritmo en cualquier posición amatoria. No tendríamos sexo. Pero no, la puerta de una habitación perfectamente amoblada y plácida se abrió amablemente. Sentí un cambio en la textura de su mano que sostenía a la mía: se hizo áspera, gruesa. La solté, di unos pasos atrás y  vi su rostro; era una mancha de tinta  con claroscuros y partes coloreadas que se movían continuamente  y explotaban cuando chocaban entre sí dando lugar a nuevas tonalidades y sombras. De sus ojos brotaron dos chorros de tinta, que en una cascada de negros y grises cubrió todo su cuerpo. Observé la figura chorreante y me di cuenta de que le faltaba un brazo. La sensación asfixiante de la pesadilla volvió a mí, acompañada de la certidumbre de que un evento de un horror incalculable estaba a punto de ocurrir, entonces desperté. Otra vez estaba sudoroso en mi cama. Sentí el líquido que mojaba mi pierna y vi un brazo impregnado en tinta a su lado.

 

 

 

Agregar un comentario

Síguenos en:


Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

Los artículos más visitados: