Era una Oster clásica: tres velocidades, base de metal, vaso de vidrio indestructible y precio astronómico. Era, sin duda, la única Oster en el mundo con un costo como ese, y también el único producto en la vidriera, porque 2015 fue el año en el que desaparecieron las cosas. Lo recuerdo, comenzó el dos de enero; una larga fila de vecinos esperaba por comprar cualquier lo que fuera en el pequeño y mal abastecido mercadito de la cuadra. Juvenal, su dueño, que vivía de la venta de cervezas y fiambres a los tertuliantes callejeros y jamás había atendido una fila mayor a cuatro personas, despachó en tiempo récord hasta el último abarrote de su tienda. Pensé que sería otra de esas circunstancias anecdóticas pasajeras, igual que muchas que habíamos vivido, pero no, la escasez se hizo epidémica en días. Primero faltó la comida, después las medicinas, luego otras cosas. Ya estábamos a finales de año cuando veía a la Oster en la agónica tienda del Centro Comercial Plaza las Américas. Me gustaba ir, quizá porque el tiempo no pasa en el ala vieja de ese centro comercial, jamás lo ha hecho. Es un islote enclavado entre unas mini-tiendas que reanimaron sus signos vitales hace unos años y la vibrante ala nueva, a la que se accede a través de un pasaje que lleva a otra administración y a unas treinta décadas en el futuro. Pero en el viejo núcleo pocas cosas pasan. De hecho, esta Oster parecía transmitir cierta naturalidad en su soledad, apenas interrumpida por un juego de ollas Tramontina en la vidriera al otro lado de la puerta del local. Parecían custodios despreocupados de un castillo sin tesoros, pero que por alguna razón tampoco se desmoronará por completo.
Donde las ausencias eran más angustiantes era en el ala nueva, porque lo nuevo es muy sucesible a los signos del deterioro. Que falte algo donde jamás ha habido nada novedoso no es gran cosa, pero que falte en un ecosistema de anuncios relucientes, logos muy actuales y arquitectura reciente, es todo un signo de alarma. Ahí había restaurantes con menús que mantenían su dignidad con mucho sacrificio, tiendas de novedades con meses sin nada que decir, una angustiaste librería Tecni-Ciencias con el rostro del gurú de autoayuda de moda multiplicado como espejos Hitchcocktianos y casi nada más. Quizás el único sitio donde seguían apareciendo cosas era una tienda de DVD piratas regentada por dos señores, uno de ellos muy propenso a comentar sus películas declamando sus apreciaciones cinéfilas a un auditorio imaginario tras el cliente, sin tener mayor idea sobre cine, sobre cómo dirigirse a un auditorio ni sobre lo ilícita de su prosperidad.
No eran los días más propicios para haber comenzado a leer El país de las últimas cosas, de Paul Auster, pero llegué a la novela sin información sobre su argumento, y cuando noté su vinculación con aquella cotidianidad, ya era tarde para abandonarla. Lo que más me atraía de esa distopía era la irrelevancia de las causas; no hay un “INSOC” arrasando adjetivos para despellejar al mundo ni dosis de soma para reducir su percepción. En la novela de Auster no es una maniobra sobre el lenguaje o sobre sus hablantes lo que causa el desvanecimiento, son las cosas mismas las que simplemente desaparecen, hay una suerte de agotamiento que las desvanece.
Ahí, viendo a la licuadora Oster-Auster, recordé que en la lógica de El país de las últimas cosas, a la desaparición de las cosas seguía la de las personas que esas cosas convocaban, y finalmente, las palabras que las nombraban. Me percaté de que en ese momento sólo la licuadora Paul y yo teníamos un vínculo activo en aquel pasillo desierto, la ausencia de cosas había acarreado la de gente. Los fines de semana los combativos restaurantes, un parque de atracciones infantiles y algunas actividades recreativas lograban atraer público al ala nueva. Algo de eso se irradiaba a la vieja, pero de lunes a viernes, durante el período 2015-2017, aquella ala antigua del centro comercial Plaza las Américas era un claro semblante del país de las últimas cosas. No fue esa la muerte de Venezuela, que se abrió paso de alguna manera; las inequidades se redistribuyeron de una forma más brutal, pero emergió otra dinámica. Viejas modalidades de tristeza y felicidad atravesaron la crisis y otras nuevas aparecieron. En mi caso particular, un azar fraguó en la oficina de mi esposa una serie de eventos que nos llevaron a otro lugar y me convertí en una ausencia más en el país de las últimas cosas.
Me pregunto cuándo se pronunció mi nombre por última vez.