TOTUS TUUS

A Javier Miranda-Luque.

La telaraña vela la axila del enorme cristo de madera colgado en la pared de la sala de emergencias y sigue su recorrido a lo largo del brazo hasta llegar a la mano, donde una mosca agoniza. Lucián la observa desde su cama; piensa que el cristo podría albergarla en su mano y luego cerrarla dulcemente para acabar con el sufrimiento. “El tiempo de Dios es perfecto”, le dice su hermana mientras acaricia su cabello sudoroso, como si le hubiese adivinado el pensamiento. Lucián ha aprendido a desconfiar, demasiado tarde, sí, pero ha aprendido: no puede fiarse de cuánto sabrá de urgencias alguien que se supone eterno.

—¡Carajo, tú sí sudas, Lucián! comentó Ámbar y le acercó las servilletas que estaban en el centro de la mesa.

—Es el reflector de mierda, no sé para qué lo ponen si nadie me ve —respondió Lucián mientras se abría varios botones de la camisa blanca empapada. Tenía el pecho lampiño y sus facciones aún eran infantiles, aunque con muescas ruinosas.

Por lo general, los jueves están más concurridos, pero ese en particular reunía a muy pocos clientes en el bar cercano a la terminal de autobuses del Nuevo Circo de Caracas, sólo estaban los asiduos: el licenciado Zamora, un economista de humor acrobático, y su grupo de amigos consumidores de anécdotas improbables poblaban la mitad de la barra; los chinos del automercado adyacente ocupaban la mesa más cercana a la puerta y el Flaco Garrido, como siempre, lamentaba catástrofes amatorias en solitario.

—Cántate Convergencias, Lucián —pidió Garrido en tono melodramático.

—Coño, Flaco, me acabo de sentar, deja que me tome la cervecita, vale —dijo Lucián mientras levantaba la jarra en ademán de brindis.

—¡Esa voz de Lucián en Convergencias viene del corazón y te atraviesa el alma, carajo! —gritó Garrido al grupo de Zamora, que suscribió con un “¡no joda!” unánime y polifónico. “¡Ahí está la poesía, carajo!”, remató un figurante bigotón de boina.

La voz, en realidad, había venido de un pueblito del Oriente del país; de su casa fue al colegio, del colegio a la iglesia del pueblo, de ahí a las iglesias de la zona; ganó un concurso de canto infantil y luego remontó el cerro El Pinar, en Caracas, para terminar su recorrido como lágrimas papales en la gran misa pontifical celebrada durante la primera visita de Su Santidad a Venezuela.

Que algo nuevo ocurra en una misa es muy difícil; sólo puede tratarse de un asunto terrible, como un asesinato, o de algo absolutamente maravilloso. El Papa, que ya había superado el incómodo incidente de que un extático maestro de ceremonias con ojos de pescado lo presentara al auditorio como si se tratase de una estrella de la lucha libre y alzara su brazo como si acabase de despachar a George Foreman en Zaire, disfrutaba de la inercia litúrgica cuando, en el momento de la Sagrada Comunión, el canto de Lucián emergió desde un coro infantil de dimensiones mahlerianas y lo cautivó: un crescendo decidido, impresionante y “tan meloso que gimió el violín, novelesco insomnio, no vivió el amor. Así eres tú, mujer. Principio y fin de la ilusión, así eres tú en mi corazón, así vas tú de inspiración…”.

—¡Coño de la madre, este carajito me va a hacer llorar!

—Gran vaina, te la pasas en eso —le respondió Zamora desde la barra al Flaco Garrido, que estaba siendo complacido con Convergencias, como en todas las presentaciones de Lucián en el bar. “La línea recta que convergió… porque la tuya al final vivió”, terminó de cantar Lucián con ese extinguirse acaramelado de su voz que dejaba a todos en silencio, y fue a sentarse de nuevo con Ámbar

—¿Tú no te cansas de cantarle al Flaco, negro? Ni propina te deja —dijo Ámbar mientras le pedía al barman otra cerveza para Lucián.

—Si mi misión es cantarle para hacerlo feliz, me doy por satisfecho.

—Y con todo lo que has pasado, tú sigues siendo religioso… ¡Qué arrecho!

—¿Por qué no, Ámbar? ¿Por qué dios no puede estar en este bar, en los chistes de Zamora, en el corazón del Flaco que insiste en querer, en el tuyo, que me brindas cerveza? De repente un día te encuentras a dios en este bar y dejas esa vida.

—¡Ahora si es verdad! ¿Y por qué carajo la voy a dejar si bastante bien me mantiene?

—Ámbar, ¿de verdad no te sientes mal cuando te entregas al portu por dinero?

—¿Con lo que me han jodido de gratis? No. Hablando de —dijo Ámbar mientras veía a un hombre entrar, un gordo con pinta de marino de otro siglo que acaba de llegar a puerto sin haber usado una tina de baño en semanas—, me voy, negro. Y, mira, piensa bien eso del trabajo en el ministerio que te ofrecieron. Esta vaina te va a agotar, tú eres muy buena gente para esto, negrito. ¡Una champaña para la siete! —pidió Ámbar al barman, quien se fue a buscar un cava de mala muerte que sería facturado al portu con ostentaciones de Moët Chandon. —No pierdas esa lindura ni esa fe, mi negrito.

—Fe, Lucián, fe. A ti nunca te ha faltado la fe. Ya una señora trajo la albúmina, y seguro alguien más va a donar los otros medicamentos. La gente del ministerio también está haciendo una colecta. Ya va llegar, Lucián. Voy a comprar más toallitas, estás sudando mucho. — La hermana de Lucián abandona la sala, saca un paquete de toallitas de su cartera, se sienta en el pasillo y, por fin, deja salir las lágrimas.

El cristo de la pared se desdibuja, se vuelve algo marrón informe que colma el campo visual de Lucián; tiene un sonido, un murmullo sordo, aplausos ahogados por el abrazo del Papa que lo hizo subir hasta el altar y le dirigió unas palabras. Recuerda el final del acto: el maestro de ceremonia con ojos de pescado y dos hombres más abordaron a su familia y hablaron largo rato. Esa noche se fue a dormir temprano por el cansancio, pero algunas frases de sus padres, que conversaron hasta la madrugada, penetraron el grave ruido viscoso con el que los sueños se protegen de las intromisiones de la vigilia: “¿Y los estudios?  Es una gran oportunidad. Es muy niño. Todo se puede hacer si se hace con consciencia. Es la voluntad de dios.”

—Chamo, ¿tú eres el que le cantó al Papa cuando eras carajito? —pregunta el enfermo de la cama contigua, un viejo que parece una membrana parasitada por tubos que entran y salen de ella; fue la misma pregunta que le hizo Ámbar el primer día que cantó en el bar.

—Sí —Su respuesta solía generar siempre un silencio embarazoso, quizá porque la brusca desaparición de Lucián del espectáculo permitía presentir a los interlocutores que algo había salido muy mal. Lo generó también frente a Ámbar, así que Lucián bajó la mirada y se puso a observar las manchas del mantel, que a esa hora ya podían narrar las vicisitudes del menú del día.

—Y no cantaste más… — dijo Ámbar, arrepintiéndose de sus palabras casi al pronunciar la última letra.

—Acabo de terminar de cantar.

—Claro, claro. Digo, para la televisión y eso. Yo me acuerdo que sacaste dos discos, a mi mamá le encantaban. ¿Por qué decidiste alejarte de eso?

—No lo decidí yo. Se acabó, poco a poco. Al principio era algo de mucha actividad, visitas a las radios, programas de los sábados… y todo se fue haciendo cada vez más esporádico.

—Pero debiste hacer un buen dinero…

—También se fue poco a poco, y nunca fue tanto como piensas. La verdad, es muy poco lo que el artista recibe y mucho lo que va ambicionando.  Terminé los estudios de bachillerato, pero seguí pensando que el canto era lo que me llevaría al éxito. Mira tú, con Garrido tengo éxito.

La muerte no se presentó ante Lucián con violencia ni desconsideraciones, sino como una especie de trance hipnótico muy delicado. Aún puede percatarse de algunas cosas: su hermana llorando con el gran cristo de fondo en la pared, gente que la sostiene, alguien que dice que no hay que perder la fe en que lleguen los remedios, otro que afirma tener un médico amigo que trabaja en el hospital y que seguro que algo puede hacerse. La araña se instala definitivamente en su delirio: comienza a crecer, escapa de la mano del cristo y rodea con sus patas a su hermana y los amigos, los asfixia. Recordó el abrazo de un animador sefardí y de una cantante evangélica que acababa de insultar a su exmarido en cuatro estrofas de excelente rating televisivo, y el grito del presentador mientras lo apretaba como a un muñeco: ¡Al Vaticano va nuestro Lucián, al Vaticano, la casa de dios, y ya volvemos! Un hombre alto, flaco, con una expresión fofa y descontrolada intenta salir del público para unirse al abrazo mientras el tema de presentación del sabatino resuena en el estudio.

—¿Fue el Papa el que te invitó al Vaticano? ¡Chino, bríndate unas lumpias ahí, vale! —le pidió Ámbar al reticente propietario de la antigua tasca convertida en bar restaurant chino.

—Ni yo mismo lo sé. Claro que tuvo gusto en recibirme, pero me parece que fue más una iniciativa de la gente de Venezuela.

—¿Cómo es el Papa? Se ve una buena persona.

—Sí, eso parece.

—Yo me habría sentido abrumada —comentó Ámbar abriendo paso a las palabras por entre la lumpia que machacaba en su boca.

—Así me sentí… Y viendo aquellos salones tan impresionantes no supe qué decir. Le pregunté si es allá donde está dios.

—¿Qué te dijo?

—Dios está dónde tú lo veas.

En su mirada el plasma marrón volvió a constituirse en el cristo, “Colgado en la pared”, murmura Lucián antes de morir.

Los personajes y circunstancias de este relato son ficticios, cualquier parecido con una persona de la vida real sería una coincidencia.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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