🌳 Caracas Rota

En mi infancia mamá me contaba la historia del niño del bosque. El gran tomo repleto de ilustraciones traía más cuentos, pero ese era mi favorito. El ritual se repetía noche tras noche: mamá, sentada en la cabecera de la cama, narraba en el silencio de mi fascinación.

Era una antigua leyenda indígena donde un niño travieso se escabullía de su choza al alba, deslizándose por el bosque hasta alcanzar una inmensa ladera; desde allí contemplaba, abrazada al vacío, la cascada que traspasando las nubes se fundía en el hermoso río. Tenía prohibido ir al bosque, al que todos los adultos temían por igual, y, sobre todo, realizar clavados desde la ladera. Aun así, a penas el sol lamía la tierra, el niño amaba a los árboles en su carrera que culminaba zambulléndose en las burbujas que le cosquilleaban orejas y nariz.

Pero un día, porque lamentablemente en toda historia hay un pero, fue haciéndose mayor. Con la adultez sobrevino el temor, y el niño olvidó el lenguaje secreto de las flores inclinadas a la carrera; la música de dulzor y ternura del viento meciendo sus cabellos. Los animales ya no acudían a su voz núbil. Y un día la cascada comenzó a parecerle tenebrosa. Ya no se vislumbraba un arcoíris en su fondo. Era piedra gris y fría: puro vértigo.

El mundo fue envejeciendo más junto con él, y la cascada se convirtió en un acantilado para suicidas. ¿Qué insensato encontraría placer en tirarse desde allí? El niño del bosque mudó su nombre en un apellido respetable, se refugió en la ciudad y se olvidó de su idioma original.

¿El bosque? Sin duda un lugar oscuro e incivilizado; la maleza oculta sombras traicioneras, los árboles son escrutadores y el viento solo trae amenazas.

Era un cuento triste que hablaba de la pérdida de la inocencia, pero siempre sospeché que faltaba la última página. Mi madre y yo siempre lo dimos por un final válido y único.

Hasta que un día, soportando el calor y el ruido de los carros bajo el puente de las Fuerzas Armadas, conseguí el verdadero final. Lo leí ahí mismo, la edición deshaciéndose en mis manos, con el impertinente vendedor ávido preguntándome si estaba interesado. Allí, después de tantos años, pude pensar en la muerte de Juan, en su significado, sin sentirme abrumado de dolor.

El librero

Juan era un vendedor de libros usados que tenía su tenderete, dos cartones sobre una gavera, en Plaza Venezuela; muy cerca de la universidad en la que entonces estaba matriculado.

Aquellos días fueron grises. El Presidente, felicitándose por ser un excelso estratega, cometió un error de cálculo al negar los poderes a un parlamento moribundo, pensado, quizás, que nadie diría “esta boca es mía”; como ocurrió con las expropiaciones que desangraron al país; como la sutil entrega del poder al mando militar; como las elecciones con ganador anticipado. Pequeño error de dedo, Presidente. En los vagones de metro se hablaba con furia contenida de las noticias del periódico. En las universidades, lo recuerdo, se estudiaba por un lado, pero por otro se vaticinaba la caída de los gigantes. Al fin se mostraba tal cual era, murmuraban.

Luego, pasada una semana, el Presidente se presentó en un programa televisivo. ¿Él? Pero si era una broma. Recuerden las veces en que el Estado los ha ayudado ¿no tienen todo? Es una orden. Recuérdenlo, dijo bailando y riendo. Siempre nos preocupamos por ustedes.

Pero ya en ese programa, su baile de joropo mantenía un ritmo desquiciado de bombardeo, y su risa solo presagiaba malos vientos.

Las protestas explotaron por todos lados, el cielo era una nube constante de humo que devoraban con ansias los estómagos vacíos que salían a protestar. Yo robaba el dinero de mi mesada, estrictamente contabilizada para el almuerzo y el pasaje, para comprarle libros. Juan, entonces, se ponía serio y me recitaba, enfundado en su chaqueta andrajosa, con las mejillas quemadas, una cita del libro. La jauría a su alrededor, indistintamente, siempre lo alababan con ladridos.

Después se me hizo costumbre salir de la universidad y encontrarme algún libro de Stephen King, Poe, Gabriel García Márquez y, si había suerte, algún ejemplar de Borges guardado expresamente para mí.

A Juan se le conocía cerca de la facultad como el hombre que amaba los perros, el barbudo: por su visera roja calada y su enorme barba bíblica y enmarañada. Yo, por respeto y cariño, le decía maestro, por las clases improvisadas de cómo escribir que me impartía. De tanto pasar por su tenderete me mostró su casa: Después de incursionar a través de una verja rota al parque cercano, llegamos a un colchón con un termo al lado, y chaquetas de varios colores guindadas en los árboles. Desde ese momento comenzó a hablarme de él. Siempre asocié el estado de vagabundería, sin duda un prejuicio arraigado, a personas sin estudio. Pero el maestro sí que había estudiado, era profesor de la Facultad a la que dormía a sus pies, jubilado en Filosofía. Tuvo dos hijos que emigraron al extranjero con su exesposa, si alguna vez lo fue. Lo que pasa es que no cargábamos anillo, me confesó, eso es para gente insegura.

Se había conocido en la universidad; él en su último año, ella en el cuarto de carrera. Pero la eternidad la alcanzaron en una playa. Porque todos los amores tienen su grado de eternidad, chamo. Es lo que los hace únicos, dijo. Eso fue hace tanto tiempo, muchacho, los vendedores recogían sus cosas y la playa quedó solitaria, esa mirada nostálgica que produce ver la arena revuelta de pisadas de los visitantes. Estaba atardeciendo y pegaba una brisa friíta de las olas. Ella me retó a ver quien llegaba primero a la lancha más distante de las boyas; mientras nadaba, sin mirar hacia atrás, me imaginaba que la perdía, que al volver la cara ya no la encontraría jamás, y sentía que me ahogaba y me asfixiaba. Cuando llegué estaba exhausto y allí estaba ella, pataleando, tuve que regresarme a buscarla, se le había olvidado que era mala nadadora.

Los perros no ladraban, sentados, oyendo.

Subimos a la lancha y nos tendimos sobre la lona a contemplar el agua, teñida de rosado, que bailaba con las olas. Creo que hay momentos que se meten dentro como una enfermedad, sientes que estas en dos lugares al mismo tiempo. Aún creo que estoy allí, es arrecha la vaina. En las noches lluviosas, los perros aúllan y yo pienso que veo sus ojos en la oscuridad.

En esos días se instauró una fiesta de prosperidad, según rezaban los periódicos, en la calle, en cambio, se oían clamores de guerra civil. Los estudiantes eran encerrados y desaparecían.

No, señora, su hijo debe estar en Barquisimeto. No, nada que ver, su hermano quizás lo trasladaron para Mérida. ¿Por cierto, ya buscó en Trujillo? Los guarimberos como su primo los botados para Falcón, por allá lejos.

Los mercados se confundían con los desiertos. En las noches, en conjunto con los cacerolazos y las detenciones, se esparcían rumores; El Presidente capturado; El Presidente ha caído; está preso; no, qué va, ha escapado. Pero cada día se repetían programas donde aparecía revestido de insignias para, luego, comenzar a bailar. Qué error de dedo, Presidente.

Las noches eran la verdad: el país se convertía en otro, relucían los escudos de chapas y la voz a cuello era muerte al tirano.

El poder es fuego, chamo. Quien toca el poder, se quema. Siempre sale aquí o allá alguien del pueblo, elegido por él, pero apenas tocan el cetro, se les olvida su nombre. Se lo cambian, se prostituyen. Terminan extinguiéndose ellos solos. Me gustaría creer en un sitio en donde las riquezas se reparten, pero eso está lejos del ser humano. El ser más infame.

Poco después dejé la universidad. A través de mis compañeros de carrera supe de su muerte. Ahora, años después de lo ocurrido, comprendo que el maestro Juan era el niño del bosque. Pregunté muchas veces qué había pasado, pero sus respuestas eran una lluvia de ceniza de mal sabor. La guardia había trancado la salida de la universidad, diciéndoles a Juan y sus perros que se alejaran. Plantándose como si la universidad fuera un búnker. Ya habían lanzado muchas bombas y perdigones y la tierra devolvía un llanto gris que se elevaba al cielo. Todos me dijeron que no supieron de dónde llegó ni cómo apareció allí, en medio de una lucha sin sentido de estudiantes contra tipos con sueldos en la guerra fabricada de un país con muchas revoluciones falsas que chocaban entre sí. No dé un paso más. Señor, deténgase, alto, dicen que le dijeron. Y los perros aullaban.

Última advertencia viejo, pero ¡qué va!, “si la playa brillaba rosada y ella era luz, auténtica luz. Sus ojos contenían la eternidad, como dándotela, muchacho”. Este loco, míralo. Viejo, váyase vale. Qué error de dedo, Presidente. “Si no fuera porque tienes mal los signos de puntuación serías excelente, tienes una creatividad arrechísima pero a veces te apresuras como si quisieras contar la historia en un solo suspiro, no sabiendo que… la vida es una sola y si un día amas a alguien, ámalo, ámalo, aunque se vaya…y aún sigue amando”. Dispara, qué más vas a hacer, no se quita.

Pero, porque en todas las historias hay un pero, el viejo se levantó siguiendo su memoria, realizando un último acto, y recordando que él era el niño del bosque, corrió, y los árboles reían a su encuentro, había vuelto, corrió y el viento bailaba feliz, corrió en contra del tiempo, el desamor, la desgracia y el dinero, corría en contra de todo hasta arrojarse de la alta cascada, que brilló un momento, reteniéndolo, mientras el vacío lo consumía, convirtiéndolo en dientes de león, en polvo de estrellas ascendiendo al viento. Convirtiéndose en un suspiro eterno… y los perros aullaron al disparo.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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