👩👩DOS VOCES FEMENINAS

Voz de Lorena:

Cuando mamá me echó de casa me refugié en la residencia Bello Monte. El apartamento desocupado por mi tía para mí: su adicta sobrina de veinte años. Por entonces, la residencia, un viejo edificio de piedra caliza a orillas de la carretera de San Antonio, aún no era conocido por ser la guarida del asesino Víctor Moncada. Al contrario, el tiempo transcurría lentísimo en el silencio de los pisos desalojados de inquilinos fuera del país. Un espacio sencillo: una diminuta sala, y un balcón de balaustrada y cortinas blancas que daba al jardín interior donde, en las noches frías, y ahí todas las noches soplaba el viento helado, el césped resplandecía a la luz de la luna, como una laguna de escarcha bella y tenebrosa.

Yo asistía con regularidad al salón de fiesta, en el húmedo sótano de un antiguo centro comercial, donde se llevaban a cabo las reuniones del grupo de rehabilitación. El instructor era un tipo alto, con el pelo rizado, y la cara cicatrizada por la varicela; un religioso ferviente, que nos contaba en reiteradas ocasiones, siempre al borde del llanto, su trágica vida y cómo casi muere por sobredosis. No me gustaban las reuniones. Me daba lástima toda esa desesperación, todas esas miradas perdidas (prendidas) alrededor. Me daba lástima. Me sentía sucia. Miserable. Asistía, porque Francisco, mi hermano mayor, a veces se escapaba de la cafetería y me esperaba en la salida. Me emocionaba verlo recostado de la moto, ser abrazada por él. Si me veía sana y recuperada fumábamos juntos y conversábamos y me daba una vuelta por las calles solitarias del centro. Lo abrazaba de la cintura gritando de alegría.

Francisco es el único de la familia que me agrada. A mamá no es que la odie, al contrario, todo el mundo dice que tenemos el cuerpo y el mismo temperamento. También sé que sufrió mucho con su matrimonio y solo quiere lo mejor para mí, pero lo que no soporto es que siempre quiere señalarme todo: Lorena no te pongas ese vestido, Lorena debes centrarte en la vida, a quién habrás salido tan rebelde y grosera. Lo que en realidad intenta es corregirse en mí. A veces siento que soy su imagen, su reflejo, y esa imagen reflejada está adherida a mí como una herida. Otra de las razones de mi pertenencia al grupo de rehabilitación son los somníferos. No puedo descansar sin consumir nada o comienzo a temblar toda la noche de escalofríos. El instructor nos daba unas pastillas rosadas, un placebo, si nos quejábamos de dificultades para dormir. Yo las ahuecaba en mi mano, sentada en el balcón, y me las tragaba todas, las de la semana entera. Me quedaba atontada espiando a los vecinos que a esa hora salían a hacer ejercicio y pasear sus mascotas. Me gustaba sentir el viento fresco de la noche, era como acelerar a toda velocidad en la moto de Francisco, volando sin rumbo, pensando en mi vida, fuera de mi cuerpo, soñando que era otra, libre. En esa hora nocturna salía de su apartamento de la planta baja Víctor Moncada, llevaba atadas las llaves en sus delicadas manos, manos con las que luego estrangularía a sus víctimas, todas mujeres, y trotaba alrededor del césped que, con la luz plata de la luna, brillaba como una laguna bella y tenebrosa.

Muerte de un vagabundo en una cabina telefónica o el principio de la adultez:

El vagabundo yacía recostado en la cabina telefónica. Su cuerpo derrumbado contra el sucio cristal interior. Mientras el grupo miraba silenciosamente, Francisco dijo: hasta parece dormido. Estaba en lo cierto; no lucía mugriento, y el roído abrigo le caía suavemente sobre los hombros. Encerrado en la cabina daba la impresión de ser una de esas mariposas exóticas disecadas en el laboratorio de biología. Encapsulada para la eternidad. No obstante, la inmovilidad del vagabundo no era armónica, ni mucho menos romántica. El mentón le caía sobre el pecho escuálido, en la mano aún sostenía el teléfono amarillento, como si el pobre tipo, después de saltar la verja del liceo y escabullirse entre el depósito escolar, hubiera descubierto, entre enciclopedias desencuadernadas, sillas y escritorios desvencijados, la oxidada cabina telefónica, y de pronto sintiera ganas de llamar a casa, como nos ocurrió a todos al verla, y justo cuando se sentó y marcó el número olvidado y ahora recuperado, hubiera sufrido un ataque.

Francisco fue el primero en verlo. Estaba pálido cuando nos llamó en el receso. Me dijo, tartamudeando, que lo siguiera a la guarida, pero me negué. Francisco siempre quiere que vayamos solos al depósito, para después negarlo frente a los demás. En el fondo por muy mayor y fuerte que se muestre, es un cobarde. Sin embargo, al notar su semblante serio, pensé que era importante, y reuní a todo el grupo. Llegaron riéndose y hablando, pero Francisco no cambió de expresión ni un momento; parecía muchísimo más adulto, más viejo.

A nadie le gusta asomarse al viejo depósito del liceo, además está prohibido. De todos modos, no existe una férrea vigilancia ni está clausurada su entrada: basta colarse por la ventanilla rota de tercero, en la planta baja, y escabullirse entre la maleza crecida del patio hasta el fondo. La prohibición que gravita, lo envuelve, es de otra índole mucho más antigua y sagrada: las historias: la palabra. Alrededor del vetusto edificio donde se almacena el material escolar se ha creado una mitología con base en los rumores de los alumnos: estudiantes suicidas, hijos deformes y retrasados de los profesores encadenados, rituales, embrujos. Una ristra de cuentos macabros y terroríficos, como si la vieja casucha fuese un enclave de maldad. En todo caso, la versión más original la oí de Mariana; nosotras somos las únicas chicas del grupo; al principio íbamos las dos solas, pero últimamente no me molesta ir sola. Al parecer, nos susurró Mariana, algunos graduados han dispersado la noticia de que la vieja casilla que la institución utiliza de almacén es una máquina del tiempo. Un portal a un mundo extraño. Una máquina del tiempo particular, aclaró Mariana. Las personas vuelven a salir en apariencia idénticos a como entraron, no obstante, sus mentes han emprendido un largo viaje sin retorno. Es decir, han transmutado, en su interior, a un yo más viejo.

Está mañana al entrar y ver el cadáver del vagabundo en la cabina telefónica, mientras todos callamos, por un momento, sentí que algo se transformaba en mí.

Los primeros en descubrir la cabina fuimos Francisco y yo. Era un juego después de clase, y a alguien se le ocurrió la divertida idea de encerrarnos en el almacén. Acepté, porque deseaba demostrarle a todos que sus burlas no eran ciertas, que lograría besar a un chico con completa normalidad. Al cerrarse la puerta ya me sentía estúpida; es extraño cuando intentas imponer cosas, nunca resulta, y te sientes una traicionera contigo misma. Para mi sorpresa, Francisco tampoco se mostró entusiasmado; fingió no verme sonrojada. Por lo tanto, nos desentendimos y exploramos los viejos cachivaches llenos de polvo, hasta ver la cabina telefónica. Una tela impermeable la cubría; al soltarla se levantó una nube de polvillo. Era estrecha, abollada en un costado, aún conservaba el intenso color rojizo, pese a los años transcurridos, pero lo que llamaba la atención era su interior: el teléfono brillaba con claridad.

Con naturalidad, Francisco entró y cerró la puerta; viéndome distorsionada por el cristal esmerilado. En mi turno comprendí la sensación; estar recostada en el asiento apolillado, con el teléfono cálido en la oreja, observando el cristal empañado, era como estar en un remanso de paz. Después de descolgar el teléfono, a modo de diversión supongo, Francisco simuló que se llamaba él mismo. Nos reímos, luego nos callamos, y él comenzó a relatar su vida, como por un impulso espontáneo, como si el cable no se incrustara en la pared, sino en su interior, en su ser. Hablaba de su vida como una pluma en los revuelos del viento, contando cada detalle, cada suceso, propuesto a deshacerse de una pesada carga, dejarla abandonada en la cabina. Cuando entró Mariana a buscarnos me encontró sentada oyendo. Desde entonces, se convirtió en una cita semanal entrar en la cabina telefónica, mientras los demás, fuera, escuchan con atención. Dentro todo ha desaparecido. Por fin estoy sola, volando.

Una vez leí que los lugares son un prisma infinito de realidades. No deja de sorprenderme como se transforman las cosas con ciertas personas. Si visito el depósito sola es la casucha enmohecida de las historias, pero si voy con el grupo, es la guarida, el sitio íntimo de mis confesiones… Ahora temo que exista una nueva posibilidad. La cabina era un túnel subterráneo que conectaba los dos mundos; el interior con el exterior. El cuerpo del vagabundo se ha convertido en un obstáculo, como si su presencia fuese…

Ahora entiendo que cuando mueren los lugares donde se era feliz es el principio de la adultez.

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