Mi padre me levanta al abrir la puerta. Desde el vestíbulo de la vigilia lo oigo afeitarse y echarse agua. La escucho correr por el lavamanos con un chapoteo. Lo imagino moviéndose con cautela, secándose en silencio con una toalla, intentando no despertarme. Veo el despertador: estamos a tiempo. En las últimas semanas me he despertado dos veces cada noche, dos intermitentes despertares, dos islas en la oscuridad. El primer despertar es claro, beatifico, lleno de una lucidez indecible, casi un eco profético. El segundo, en cambio, es ácido y desalentador; es un campo de batalla donde reina el desorden y el aturdimiento. Y el miedo, un miedo íntimo que no desaparece a la luz del día como otras pesadillas.
En mi niñez, el terror era simbólico: sombras agazapadas en los resquicios, ventanas abiertas a la noche y el viento siseando. Ahora ha tomado un cariz más humano, más real. Sueño cómo será el día que mi padre no me despierte con la luz del baño y el agua caer. En comedores solitarios con los platos puestos.
En casas vacías.
Me visto y salgo a la sala; el viejo está asomado en el balcón. En la cocina se oye el chisporroteo del café. Voy al baño, me lavo la cara y, a dos toques de puerta, salgo. Desayunamos en silencio ahuecando las tazas calientes.
(…)
A la salida del edificio solo hay dos farolas funcionando, regando el asfalto con una luz blanca. Mientras bajamos la calzada comienzan a parpadear.
—Pareciera que intentaran ayudar a los malandros —dice mi padre envuelto en la chaqueta.
—No tienes que acompañarme siempre a la parada, sabes —digo exhalando humo blanco.
Él me sonríe y me aprieta el hombro. De esto se trata ser padre, parece decir.
Llegamos a la parada y se oyen las santamarías levantarse. En la avenida vacía resuena hueco, un sonido de naturaleza muerta, de no retorno. Frente a nosotros vemos sombras desfilar con destino al trabajo. Entonces mi padre me señala un hombre altísimo, con el mentón hundido en el pecho, caminando a grandes zancadas. En la iluminación vaporosa se le ve contorsionado, sin rostro. No le podemos quitar la mirada de encima.
Pasa el primer autobús rociando aire helado. No se detiene.
— ¡Qué vaina! —dice mi viejo sobándose las manos.
La figura amorfa se acerca a nosotros, nos tensamos en silencio. Nos saluda y pasa de largo, perdiéndose con los demás. En la madrugada todo se difumina. Llega un autobús, corro a su lado y logro montarme, no me da tiempo de despedirme.
Las calles a las cuatro de la mañana son terriblemente solitarias. Están llenas de basura y humedad. Solo se oye el ruido cansino de los caminantes hacia el metro. Antes, dada la escasez de efectivo, viajaba en los vagones a la universidad. Esperar en la entrada al empleado que, con una vara de metal y resguardándose, abriese las compuertas, era un caos. Las personas corrían arrastrándote, saltando los torniquetes, y los perros ladraban y corrían jubilosos a los lados.
Una vez, en la oscura espera, un hombre intentó arrancarle el bolso a otro hombre. El segundo hombre se volteó y sacó un arma y disparo y el eco del disparo elevó una nube blanca en la atmósfera fría. El primero, el asaltante, cayó en la acera. Una señora gritó “¡Dios-míoampáranos!” y los perros se acercaron a olfatear. Luego todos se voltearon a esperar que abrieran. Un niño agarrado del brazo de su madre se giró y observó cómo los chuchos desnutridos lamían la sangre. Nadie se volvió. Nadie lloró.
Así que ahora, mientras hago fila en los autobuses a Caracas, no importa cuánto lo intente, pienso en la fragilidad. Ser humano debe ser muy triste, pienso. Crecer, tener momentos que tú crees maravillosos, y morir. En mi mente todas las mañanas el hombre nace y muere, muere y nace hasta el infinito.
—Ya hay dos estudiantes, no se suben más —Grita el colector arrebujado en una chaqueta negra de cuero a la fila de personas.
Digo que pagaré el pasaje completo, no el descuento que le hacen a los de tercera edad ni a los universitarios.
—Bueno. Súbete, pues —Dice contando los billetes rápido, casi sin mirarlos.
En el asiento compartido se deja caer un vejestorio. Lo miro largo rato. Su piel morena está curtida por el sol y usa un largo bastón de cáñamo. Se abriga en un poncho peruano. Dos jóvenes riendo se acomodan en el puesto que sigue.
— ¡Melania, me vas a aplastar! Pide permiso, muchacha —Dice el chamo mientras se levanta para cederle el asiento a su amiga.
—Es que a mí me gusta la ventana —dice Melania. Su voz, por algún motivo, se me antoja angelical.
Por la ventana solo se suceden escenas desoladas. Hombres cruzan la autopista. Los colores desvaídos de los automóviles sobre el pavimento. Antes de recostarme el anciano me toca el hombro.
Todos duermen con las cortinas corridas.
— ¿Has leído la biblia, chamo? —Dice con angustia.
Pienso si no será uno de los alunados que se montaban en los trenes gritando y llamando a la dicha del cielo para luego pedir limosna. Niego en silencio. A la luz que se filtra por los cristales sus ojos son negros; son profundos y hablan de la inmensidad del vacío. Comienza a helar.
—Yo tampoco. Yo era taxista, creo que en mi vida pasada, y me encontraba en un sitio peligroso. Sabía lo que estaba haciendo al llevar a aquél tipo, pero tú sabes como este país, necesitaba la plata. Nos movemos por muchas calles sin rastro de nadie y cuando me estaba adormilando frente al volante, me dice: “Bájate, viejo”. Yo no recuerdo hace cuanto pasó esto, fue hace muchísimo tiempo. Mi carro, un corsa, era nuevo y no quería, me rehusaba a perderlo. El tipo se arrecha y me batuquea contra el volante. Estábamos… ya te voy a decir… Bueno, no lo recuerdo. Era como un basurero, aunque de noche no pude ver bien, me pareció un basurero. Bueno, me lo pareció después. Allí tirado mientras el hombre me patea, me di cuenta de que me veía a mí mismo en un ángulo extraño. Como si fuera ajeno a la paliza que me estaban dando. Entonces, el tipo me levanta y me obliga a arrodillarme —al menos al cuerpo que era yo— con la cabeza en el asiento del copiloto. Yo le digo, la persona que era yo dice que se calme, que le va a dar el carro. Entonces dispara. Yo no sentí nada, volvía a estar en mí. Me palpé la nuca y no había nada.
La historia, narrada en ese tono suave, me producía una extraña sensación de aprehensión, de miedo. Además, la temperatura descendía.
—Me levanto y ahí está el tipo tirado. Con un balazo en la nuca —continúa el hombre— ¿Por qué Dios me salvó, muchacho? ¿Por qué no a tantos otros? He contado esta historia muchas veces y todos me dicen que estoy loco. ¿Tú que crees? A veces pienso que aunque Dios existiera, no hay sentido, dímelo tú, ¿hay sentido?
Yo le creía; sin tener razones, le creía. Se echó hacia atrás y calló un momento, pareció dormirse. Iba a hacer lo mismo cuando dice:
—Quizás estamos todos muertos ya.
Lo miro y me devuelve la mirada en silencio cuando alguien grita, se oye un ruido metálico debajo de las ruedas, a chatarra molida. Chirriante, como un grito desesperado. Espío por las cortinas entreabiertas pero sea lo que sea que haya sucedido fue del otro costado.
—Chocamos con una camioneta. Voy a llegar tarde —dice una señora elegante de traje y corbata.
Un hombre se baja primero, vuelve, dice que hay cuatro autos involucrados. Qué bajemos.
A unos kilómetros de allí hay una caseta de policía que parece una choza india. Es un pedazo de carretera triangular, con dos patrullas y a su espalda un vertedero pestilente. Allí observamos los treinta y tres pasajeros como oscila el humo en la neblina. En una danza negra y blanca. Por fin se baja el conductor, que no había visto antes y me parece muy joven. Casi de mi edad.
—Mira y ¿qué hacemos nosotros? A mí me das mi pasaje, chamo —arremete una señora mayor con un bolso a la cadera.
—Está muy caro para pagar dos pasajes— se planta frente al parachoques hirviente y mira al conductor y al colector que están embelesados calculando los daños. El colector es más viejo, quizás padre e hijo. El amanecer enciende el cielo de rojo.
—Que vaina, Iván —dice el recolector. Y yo veo en sus ojos la resignación, la desesperanza. Quizás no vuelvan a cargar pasajeros. Quizás no puedan costear el choque.
Los dos policías se acercan y alejan a la señora. Pienso en mi viejo. Levantándose cada madrugada y moverse en silencio para no hacer ruido.
El conductor se sienta en el arcén con las manos en la cabeza
Frente a nosotros los autos rodean a los carros heridos y siguen su camino. Levantamos las manos a los autobuses que pasan y nada, no se paran. Como si nos ignoraran. Como si no recordaran que estamos allí. Me siento en el arcén y veo a esas almas ir y venir.
—Ay señor, deténgase qué hace frío —Dice una señora con una niña en brazos.
Vemos las luces, rojas y verdes, humedecer la carretera. Veo el cielo lechoso. Intento buscar al viejo del poncho peruano, solo veo algunos caminantes perderse en la oscuridad reciente. Los veo encaminarse a probar suerte si alguien se detiene y nos lleva.
Nadie se giró.
Nadie lloró.
Quizás ya estamos muertos.