Acarició la carne blanca, una caricia quiropráctica, fuerte, firme; estiraba la piel pero no podía causar dolor. A la blancura de la carne se sumaba la palidez que ésta venía adoptando. Besó el pecho firme y lampiño y lo talló en su mirada ardiente. Sobre ese pecho había reposado mil veces el placer, allí en el valle que se formaba en su centro desaguaban sus sudores, cuenca cuyos afluentes anegaban en las inconstantes estaciones húmedas.
Tomó el ají dulce en sus manos, ahora perfumadas y lo llevó a sus labios. No pudo contener el deseo de besar un puñado de ajíe.Beso amplio, agradecimiento que hacían sus sentidos a la tierra. Los cortó finamente y a eso le dedicó casi tanto tiempo como al resto de la cocción. A las cebollas, en cambio, las despachó sin dolor. no las miró. Buscó ahogarlas, las hundió cruelmente en el agua como quien quiere obligarles una confesión. Las picó, eso sí, diligen y con amable, reservó una y le brindó esperanza, al resto las fundió junto al ají dulce como ella conseguía fundirse con su carne.
Le tomó los gruesos dedos. Tuvo la intención de coronarlos en saliva. Sus dedos eran lo primero que vencía la sequía de su sexo, rompiendo las esclusas y abandonándola a perdonarlo y dejarlo volver. Sus dedos también laceraban su cintura. La tomaba con tal firmeza y tensión que cuando esos dedos ya hervían en otros glaciares, sus marcas aún decoraban la cima de su cadera. Esos dedos acamparon en su pecho, araron su espalda, esclavizaron sus tobillos. Ahora podía tomarlos dóciles y llevarlos a su boca, pero no lo hizo.
A la cebolla exceptuada le tocó el destino más cruel. Fue a parar en un caldero que comenzaría a hervir en pocos minutos. La lanzó sin darle tiempo a la súplica. Otros condenados llegaron al tormento: diferentes tonos de verde y abundantes ajos; a los ajíes dulces los depositó con ternura, como un niño que echa a navegar una hoja seca en la marea bravía de las cunetas. Tan pronto el agua comenzaba a alcanzar la temperatura de suplicio, sus gritos retumbaban convertidos en aroma. Ya servían el espacio a la carne. La recibiría el caldo gustoso y ella devolvería gusto al caldo, metáfora inoportuna de cómo su cuerpo suculento y el de él, enhiesto, daban un gusto mayor.
Dos cuerpos deliciosos por separado eran la reducción de un placer mayor en el que se cocían. Su desnudez le seguía pareciendo hermosa. Sesintió mujer como nunca. Tenía ante sí sus piernas, se preguntaba cómo en la pasión era capaz de tolerar el peso de aquel macho ¿cuánto pesaría? ¿cien?, ¿ciento diez? Sea cuanto fuere, el placer le había dado fuerzas para ello. Se quedaba siempre en la cama más tiempo y cuando él se paraba, con cualquier excusa, ella contemplaba esas mismas piernas que ahora tenía tan cerca. Las recordaba fuertes, le costaba creer que eran las mismas, insolentes como el falo ahora en reposo; recordaba el cordón que tejía junto a la suyas, las caricias intermitentes en sus nalgas, cómo temblaban cuando el peso de su cuerpo y su destreza le hacían temblar las rodillas. Ahora esas piernas eran sólo carne que nadie podía aprovechar.
Hundió ferz el cuchillo en la carne que cedió gentil al metal como habría ella separado las piernas ante el filo de su lengua. Fue tan dócil esa carne, que ella esperaba marmórea, que pensó haberse equivocado al escogerla. Tenía tanto de donde tomar y allí, donde esperaba la mayor firmeza, había encontrado grasa y vacío. Tomó el corte y lo limpió. Como ya la carne había reposado lo suficiente, no emanaba sangre alguna, así la porción quedó ráp presta y apetitosa. Decidió destinarla al festín del caldo y buscó otra mayor para condimentar. La experiencia en la cocina y el conocimiento de la pieza le hicieron saber dónde cortar. Separó un jugoso trozo de carne y pudo ver el hueso amarillo; al probarlo lo sintió, para sorpresa suya, más frío por dentro que por fuera. Lo metió en el chorro y lo lavó gen, secó con papel y comenzó a sellarlo. La carne tomó un color rojizo . Ua sonrisa latigueó su rostro.
Paso largo tiempo cotemplando los labio.Acercó su boca y los mordió tiernamente como a él le gustaba. Luego los mordió con fuerza como ella siempre deseó, dur,o y luegocn mayo intensidad hasta tener la impresión de sentir en sus dientes sus propios dientestran la carne gomosa. Soltó y luego volvió a morder, tanto como la primera vez y estiró buscando clavar las uñas y su mano dio justo en el miembro insensible, quizás por costumbre u oficio de las proporciones. Sintió algo cercano al pudor y puso sus uñas en la parte interior de su muslo, junto a la seda vencida de su escroto, y allí clavó sus uñas con toda la saña, con la fuerza de quien vence al último soldado de una guerra milenaria. Penetró su piel con más fuerza, luego lo golpeó en el pecho, como cuando ella imploraba que desembocara antes que bajara su marea. Lo golpeaba y le decía, “moja mi carne antes que mi carne ciegue”.
Tomó otros pedazos sueltos que fue seleccionando por su firmeza. A todas los ungió de ají dulce y les dio sal; sentía que esta carne era más dulce que la carne y le puso más ajíes. Mientras marinaba metió sus manos y sintió su carne al contacto de la carne y besó sus manos de sangre seca y ají dulce; y chupó sus dedos como él lo hacía. Lavó sus manos y banqueó espárragos, el frescor de los tallos salteados con oliva le acompañarían. Vació el caldo ya reducido y espolvoreó fécula de maíz para espesar. Troceó los pimentones, pero aún no era el momento, los quería sentir crujir, necesitaba quitarse la sensación laxa de su boca.
La reducción llegó al límite y comenzó a crepitar dulcemente, como ya no crepitaría su carne en cada noche de esta definitiva ausencia.