Schicklgruber dejó los planos en la mesa y se desplomó sobre el mueble con todo el peso del cansado día. La debilidad de su vegetarianismo obstinado frenó su impulso de soltar un puñetazo sobre la mesa. Atrapado en el sofá apolillado, hundido en el manso cuerpo, lamentó haberse dejado caer justo cuando brotaba de sí un antojo de té caliente. Logró recomponerse y evitó el abismo de la abulia; se levantó asiéndose a su intacto estoicismo, y fue, casi solícito, a prepararse la infusión anhelada.
Como acostumbraba desde acabada la guerra, cerró los ojos e intentó preparar el té a ciegas, como hacía muchas de sus tareas cotidianas. Recordaba así sus viejos años en Pasewalk, donde vivió unos días de apacible ceguera, llenos de felicidad. Eran los días de esa lucha ya lejana en los que encontraría un lugar al que pertenecer, a una familia reunida en las trincheras, y la esperanza del triunfo y la unión definitiva. El recuerdo de Pomerania con sus planicies desmedidas, le aliviaba; pero esa paz era el preludio de una ira sulfúrica: un hormigueo detonaba en sus hombros, y dentro de ellos su cuello cedía al temblor del cuerpo, como si escapara transformado de una crisálida de furia. Encontraba todo su ser arrebatado de un enfado poderoso que demolía cualquier vestigio de su ya exiguos apetitos.
Fue en aquel pueblo acogedor y despiadado donde Schicklgruber se enteró de la paz vergonzosa, fue allí donde conoció la traición de noviembre, que cambiaba el curso del conflicto y humillaba a tantos que, como él, habían ofrecido su martirio. Sentía que sus dedos perforaban la planta de su mano, era el mayor arrebato desde que una semana antes los socialdemócratas, ese nido de ratas y judíos, ampliaran la ya cómoda mayoría parlamentaria de la cual gozaban desde la caída del último caudillo nacionalista.
Schicklgruber hizo un esfuerzo por deshacer sus puños. Miró sus manos temblorosas durante la eternidad de ese movimiento. Manos infértiles que nunca le ofrecieron esos palacios, esos solares, esos puentes que él tanto esperó recibir de ellas. En cambio, le convirtieron en un eficiente, pero oscuro, dibujante. Ahora, para mayor desgracia, habían comenzado a fallarle, sacudiéndose sin control, perdiendo fuerza y precisión, negándose a ser obedientes. Sabía que era cuestión de tiempo que esos burgueses atroces le corrieran del taller. Solo sus explosivas reacciones habían demorado el inevitable desenlace. Después de aquello volverían los fríos de Viena.
Cuando el té estuvo listo, lo tomó sin asomo del deseo que lo hizo levantarse y ese desgano convirtió los últimos minutos en una áspera derrota. Pensó en su padre, satisfecho con su simple puesto de funcionario. Lo odió nuevamente―con el mismo ardor con que lo hacía cuando lo veía golpear a su madre― y por haberle legado ese apellido campesino, impronunciable, vil, ordinario. La pieza era muy pequeña para escapar de sí. Aún con la taza en la mano, Schicklgruber se acercó tanto como pudo al espejo y despreció como nunca las lesiones que cincuenta y seis años habían dejado en su rostro, el cual siempre consideró estampa de la perfección germánica. Nunca tuvo reparos en admirar su propia belleza, sabiendo que cualquier mujer, en la condición que fuera, se sentiría atraída por él. Recordó aquel rosto en sus mejores momentos, en medio de la Odeonsplatz celebrando que el emperador había decidido, por fin, tomar las armas. En su soledad lacerante tenía la plena seguridad de que todas las muchachas que lo vieron aquel día habrían dado la vida por una noche a su lado; pero aquel no era momento para mozuelas ni amoríos, era un día para la patria, el día de alistarse para la Gran Guerra, su guerra.
El amor tampoco tuvo espacio cuando devorar los periódicos gratuitos que encontraba en los cafés y asistir a los mítines era primordial, tampoco cuando transaba con prostitutas, siempre rubias, esos afanes que nunca volvió a sentir.
Llevó su mano izquierda al frente, delante de su mirada, colimador de su propia grandeza. Detrás, la derecha, con los dedos muy separados, a la altura de las sienes, Apolo arrogante que lanza la fecha flamígera de su verbo. No recordaba cuándo comenzó a repetir aquellos gestos que ensayaría en la soledad de su pensión, arropado en la fantasía que le llevaba a escuchar el estruendo de millares clamando su nombre. Modelaba horas, con sus ojos como única audiencia, las posturas que nunca emprendió ante aquellas masas desorientadas que la guerra había desparramado por doquier. Al amparo del espejo, Schicklgruber arengaba a los obreros confusos entre el imperio arrebatado y el bolchevismo insaciable.
La cólera volvía a hacerle temblar, recordaba desnudo el coraje que le llevaría al podio. Revivió con la intensidad que su desprecio le permitía, ese techo interminable bajo el cual pasó horas asegurándose que con ese nombre ridículo no integraría las listas del partido. Volvió a odiar a su padre por conformarse con ese apellido bastardo que bien pudo haber cambiado, lo odió por haber contradicho su deseo de ser un gran artista quien sería a la arquitectura lo que Wagner es la estética toda.
Odió a su abuela disoluta, a su ciudad infectada de judíos y gitanos, a su mesón en el taller miserable. Odió los palacios, los solares y los puentes que sus manos nunca trazaron. Colocó la taza con desmedida delicadeza al lado de los planos inconclusos. Miró su rostro con la poca luz que se colaba en la noche, peinó a contrapelo su bigote brosse à dents. Se convocó a sí mismo decidido: «Schicklgruber», y repitió «Schicklgruber», «maldito nombre», para luego bufar con mayor enojo. Odió con todo su ser la plaza que amaneó infectada de banderas rojas y pancartas, mientas él no tendría a dónde huir. Odió saber que despertaría al destellar la luz de aquel martes primero de mayo de 1945, un día que hubiese preferido no vivir. «Schicklgruber, nombre de mierda. Qué distinto sería todo si mi padre se hubiese cambiado el nombre», fantaseó.