🚲 Sultán

A todos los niños les aterraba Sultán. Era un animal espantoso y realengo que había encontrado refugio en el desorden de los hermanos Romero, quienes le lanzaban sus sobras a cambio de que no los mordiera ni persiguiera sus bicicletas. Para el resto de nosotros era una amenaza que convertía a la Caracas en la calle más solitaria de todas.

Aquella urbanización formaba una cuenca cuyas aguas recogía la calle Margarita, inmenso Orinoco para quienes vivían en sus afluentes. Cada día, los niños hacían navegar sus pies por aquel caudal siguiendo el cauce que conducía a la escuela. La Caracas no era más que un caño, unía dos calles intermedias y era la única que no alcanzaba el torrente principal de la Margarita: desembocaba frente a una casa desde cuyo interior podía verse a Sultán asechando llantas y pantorrillas. El niño que vivía en aquella casa era el favorito de su furia hinchada a fuerza de ultrajes y parásitos. Apreciaba en el pequeño una debilidad que no encontraba en los Romero o los Antón; comprendía Sultán que el mundo no se dividía en categorías zoológicas sino en una ontología de los que atacan y otra de quienes deben defenderse; por eso solía dejar en paz a los insolentes de la cuadra y se cebaba con esa piel en la que hincó tantas veces sus colmillos infectos.

El calor despiadado convertía a aquel perro en un ser feroz. El ripio de su pelambre perdía brillo, su paso se hacía más lento y amenazante. Los niños no sabían qué eran los sultanes, ni los pashás ni los visires, pero sí sabían de tierras conquistadas y de espacios perdidos. Con el calor de septiembre llegó el primer día de escuela y otras bestias que compartían la dicotomía de atacantes y atacados se ensañaron con el muchacho, y le dieron una tunda para poner en claro quién regiría los dominios del quinto grado.

En la tarde, para no someterse a la vergüenza de volver con sus compañeros, se refugió tras la estatua del general que habían matado los bandidos del barco alemán. Cuando no quedaba nadie más, recorrió río arriba las tres cuadras que le conducían de vuelta, pero justo donde el caño oscuro hacía orilla con su casa, estaba Sultán esperándole, como si también hubiese querido formar parte de la paliza escolar.

El pequeño apresuró el paso, esperó la dentellada que vino sobre la rodilla derecha, luego otra buscó sus testículos, encontrando el pantalón. Desanduvo un par de pasos y quedó de espaldas contra el poste, Sultán le concedió la retirada y llenó el espacio agrandando con un agrio gruñido. El chiquillo levantó la vista y vio aproximarse al menor de los Romero, que detuvo su bicicleta a un par de metros de atacante y defendido, inexorable, decantando su preferencia por el de su propia estirpe. Vino entonces un nuevo ataque, otra mordida en el muslo derecho y, al defenderse, en el brazo, otras más en el tobillo y, finalmente ―debajo de la nalga―, el de la derrota.

Sobre la bicicleta, el menor de los Romero contemplaba cada arremetida con mayor entusiasmo, una sonrisa montaraz se escapó de su rostro; solo tras verlo saciado, lanzó al animal un silbido definitivo. Detrás de las lágrimas, se podía ver a la bicicleta y a la fiera irse en retirada de lenta impunidad.

La mañana del segundo día de escuela, Sultán dormitaba al lado de la bicicleta de sus amos. Despertaría bajo el espectro de una sombra y vio al niño levantar las manos en las que portaba un resplandor, comprendió que apresuraba a asestar un golpe. Llenó el espacio estrecho un aullido augusto. Cerró los ojos y retrocedió, retumbó cerca del animal un sonido metálico. El niño encajaba una primera dentellada en la rueda, luego otras en la tija y el manubrio, sonaron seis destellos, tantos como sus cicatrices. Dejó tras de sí la bicicleta arruinada. Sin soltar el bate de aluminio, el insurrecto acercó su mano al hocico del perro encogido y le hizo una caricia breve, misericorde.

Tomó el morral, y siguió a la escuela para definir quién regiría los dominios del quinto grado.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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