🎤 La voz melancólica de Paul Anka

Desde pequeño siempre me he considerado un imitador asombroso. Me atrevería hasta a decir que el mejor de todos los tiempos.

Los pericos se sentían amenazados al escucharse en mí, las cigarras y abejas seguían mis zumbidos como si me hubiera convertido en su nueva reina, los autos se orillaban pensando que era una ambulancia o patrulla que los perseguía.

Sin embargo, el único ruido que nunca pude llegar a imitar fue ese jadeo acompasado, como un murmullo que parece ser llevado por el viento, ese suspiro que cuenta historias con nombres entremezclados, de una forma casi miserable, que mi padre solía proferir tras las puertas cerradas del despacho de su secretaria.

Y oh Dios, juro que lo intenté.

Con ojos cerrados, con ojos abiertos, con la playlist de Two feet de fondo, con música clásica, sin música. Llevé mi investigación a otro nivel al ingresar al mundo secreto de las películas para adultos, que había encontrado por accidente al husmear en una caja de mi madre, erróneamente señalizada como “costurero”, en el ático. Pero de nada había funcionado; porque las voces de las mujeres eran demasiado agudas, como chillidos que provocaron que mis padres entraran un sinnúmero de veces a mi habitación para comprobar que no me hubiera hecho daño, y las voces de los hombres nunca aparecían en las cintas, porque al parecer no eran lo suficientemente interesantes.

Lo había intentado en mi habitación, a solas, en casa de Lydia, ese viernes por la tarde en la que sus padres se habían largado a un concierto benéfico para niños con cáncer. Pero nada se había parado, por más trucos caseros que probáramos, y por más fuerte que hubiera intentado imitar a mi padre. De mi boca solo salió el ronroneo del cortador de césped, el lloriqueo de un cachorro lastimado, el ruido de vidrio al romperse contra el suelo.

Lo peor había sido la mirada de Lydia, que de haber podido ser escuchada hubiera sonado como la ruptura de la barrera sónica, al verme así, mudo y nada varonil. Me recordó al rostro amargo que mi madre parecía tener últimamente, pero que solía intensificarse cuando la abuela me preguntaba si tenía novia, y después de reflexionar sobre lo que había escuchado a Lydia decir de mí en la escuela, respondía que tal vez no me gustaban las chicas, después de todo. Pero quizá tampoco me gustaban los chicos, porque mis compañeros eran un montón de cavernícolas, que creían que la “higiene personal” era una forma para vender más productos femeninos.

Eventualmente dejé  de intentarlo, porque 1) con catorce años ya no se veía tan cool y 2) porque los rumores de Lydia me habían causado el nombre de “el mimo”. Cuando pasaba junto a los chicos, estos hacían movimientos obscenos típicos de la edad, aunque nunca los terminaban con la palma de la mano extendida, y sus risas solo intensificaban cuando me escuchaban imitar a una ametralladora.

Consecuentemente, también esos ruidos desaparecieron.

Los perros ya no me saludaban cuando pasaba junto a ellos en mi regreso de la escuela. Ya no se oían las voces de los personajes de Mario Kart, ni las opciones de sonido, mientras jugaba videojuegos con mis amigos. La voz del presentador de tele de los sábados había sido reemplazada por un silencio incómodo a la hora de contar anécdotas en la cena.

Los chicos dejaron de molestarme, porque al parecer ya no era divertido poner nervioso a alguien de quien no podían sacar reacción; ya no era divertido hacer llorar a alguien en silencio.

Y me volví tan mudo, que dejé de hacer ruido al sorber la nariz entre lágrima y lágrima, que dejé de chirriar los  cubiertos a la hora de cortar mi comida, que dejé de escuchar el repiqueteo del agua contra la bañera, que dejé de escuchar en mis sueños.

Me pasaba madrugadas enteras preguntándome si había algo malo conmigo, si había alguna razón para que no pudiera imitar a mi padre, para que no pudiera sentir las famosas mariposas, o el embriagante cosquilleo a la hora de llegar. Normalmente recurría a quien se había convertido en mi fiel compañero: el internet. Y él me acompañaba en mi investigación, que arrojó las más extrañas combinaciones de letras, que parecían más teorías de conspiración que trastornos. Hasta que finalmente encontré mi palabra, esa definición que parecía calzarme. No era culpa de Lydia, ni de mis compañeros, ni de los actores y actrices, ni de todos los ruidos del mundo; era mía. Pero eso estaba bien.

Así que ese día salí de casa, y los ruidos me envolvieron, y todo parecía tener sentido otra vez. La escuela no sonaba tan mal, después de todo, y menos después de encarar a los demás con el orgullo plasmado en las cuerdas vocales; ya no era más un mimo.

Y encontré a una chica un par de clases mayor a mí, sobre quien también deambulaban rumores nefastos sobre ser una maricona por haber rechazado en cama al quarterback del equipo del colegio. La llamaron mojigata, snob, acartonada, monótona, falsa virgen.

Aún sin conocerla me le acerqué y le enseñe a imitar a las golondrinas antes de un día lluvioso, al repiqueteo televisivo cuando se perdía la señal y te veías obligado a socializar con tu familia, al presentador de los partidos de futbol al enterarse de un gol, a la hervidora al llegar al punto de ebullición del agua, a las palomitas explotar en el microondas, a los fuegos artificiales en el cuatro de julio. Ella me enseñó el taconeo de las clases de flamenco de su hermana menor, el boom ensordecedor pero adictivo de las discotecas, la voz melancólica de Paul Anka, su cantante favorito, las risas de los niños en las ferias y la tuya propia en la montaña rusa más alta, el crujir de las hojas mientras corres a máxima velocidad colina abajo.

Le enseñé todo lo que sé y ella me enseñó todo lo que sabe.

Y por cada ruido y cada imitación, nos sentíamos menos solos dentro de nuestra suerte de estarlo.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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