🌊 Oleaje de sus caderas

—Déjame en paz, por favor—La miro en silencio, pero asiento. Noto como poco a poco la habitación desciende un par de grados—. Que, ¿no vas a preguntar qué pasa?

México tiene el cabello atado con un trenzado tradicional, pero un par de tirabuzones se escapan y decoran su rostro; luce siempre tan hermosa cuando está molesta. Y sobre todo con ese peinado.

Lo llevaba el día que la conocí en persona y prometí, sin mucho éxito, no enamorarme de ella. Pero no fue culpa mía haberme enamorado de esa sonrisa que la hacía tan…México.

No sé si fue su forma de abrirse paso en la pista de baile, con soltura pero sin arrogancia, y robarse el aliento de todos los presentes con el oleaje de sus caderas. El vestido índigo, azul, turquesa; el manto celeste con incrustaciones de ópalo, que reflejaba todas las luces de la discoteca, pero que definitivamente no era tan hermoso como las pulseras de conchas en sus tobillos y manos, que parecían danzar al ritmo de una canción diseñada para el momento. Sus movimientos habían provocado una electricidad entre ambos; sensación que erizaba cada pedazo de mi alma y parecía pulsar, en el tocado trenzado que llevaba como una corona.

Quizá fue la forma en la que se quebraba su melena negra, tan negra que parecía hecha de obsidiana, o quizá fue la forma en la que su piel morena se pintaba de neón y hacía que las luces se vieran mucho más cálidas. Y no solo eran nuestros cuerpos sudorosos, sino…

—Alemania, ¿hola? ¿Me estás escuchando?

—Perdón, estaba pensando…

—Ya, últimamente piensas demasiado. ¿Me ves realmente cuando hablamos?

— ¿Qué dices? Por supuesto.

Y México sonríe. Pero no lo hace realmente. Por lo menos, no la veo reflejado en sus ojos. Ojos que tiempo atrás me dedicaban poesías enteras en un idioma que no lograba comprender en su totalidad, miradas somnolientas cada mañana a través de pestañas oscuras que apenas dejaban entrever sus ojos como cacao. Miradas rojas; que solíamos lanzarnos a través del auditorio en la Vorlesung[1] y las consecuentes miradas que no faltaban en el baño público; miradas de ojos rasgados, de ceño fruncido, de amor verdadero.

Miradas que tiene un tiempo que no recibo.

—Olvídalo, me largo.

—¿Qué? Perdona, es que yo… No te he escuchado.

No reconozco la mirada que me dedica. Intento asirla de la mano, pero accidentalmente atoro mi dedo en una de sus pulseras y al retraerlo, las conchas salen despedidas en todas las direcciones. México se agacha para recogerlas y la imito. Mis manos lucen tristes al lado de las suyas, siempre tan cargadas de vida, como me imagino serán los pueblos mágicos de los que siempre me habla.

— ¿Por qué rompes todo lo que tocas? —dice con voz queda y me mira como nunca antes había hecho. Y por primera vez tengo miedo. Miedo de que se vaya y no vuelva nunca. Y me quede solo, nuevamente. Y tenga que enfrentarme a la nada que significa estar sin ella.

Así que vuelvo a pensar en los momentos en los que México era mía y la podía sostener en brazos; sentir el jarabe tapatío de su corazón amplificarse contra mi pecho. O sentir sus manos de curandera mientras acariciaban mi rostro y dejaban detrás de sí un olor a buganvilia y canela; manos siempre manchadas de los tantos pigmentos naturales que utilizaba para darle color a una comida que nunca pude entender: salado, dulce, picante… Mole poblano, salsa verde, pipián…

Pienso en su forma de reír ante mi genuina confusión por los mexicanismos que ella intentaba desesperadamente integrar al alemán; pienso en el rubor de sus mejillas tras un par de cervezas en el Oktoberfest, pienso en su arquitectura, en sus reservas naturales, en sus playas vírgenes (y no tanto).

Y pienso tanto en ella que se me olvida percatarme que México se ha independizado.

Para qué actúo como si no hubiese sabido lo que iba a pasar. Como si mi madre no me hubiese advertido que Alemania me comería viva. “Tú no sabes nada, ma” había dicho yo con la seguridad de una chiquilla que no había vivido nada, pero que con el internet en mano cree saberlo todo. “Te estás dejando llevar por los estereotipos”. A lo que mi madre había respondido con esa mirada de lado que solo las madres saben trasmitir.

Y ninguna de las dos habíamos dicho nada, mientras terminábamos de empacar en silencio. Había conocido a Alemania a través de las tantas aplicaciones para buscar pareja. Y, a pesar de su falta de expresión y mi falta de gramática, habíamos hecho click. Así que mucho no me costó hacer click para comprar los boletos y mudarme a Stuttgart en busca de mi príncipe rubio, blanquito y de ojo claro. Pero Alemania era mitad turco, y tenía la piel olivada, y era apenas un poco más alto que yo, y tenía los ojos más oscuros que yo hubiese visto nunca. Pero era Alemania, y era mío.

Él me enseñó la universidad y sus alrededores, me enseñó, en un intento de humor, las reglas básicas de la convivencia, que constaban en tener el menor contacto posible con la gente. Me enseñó a meterme en mis propios asuntos, a no iniciar una conversación con desconocidos y a procurar hablar en voz baja en el tren.

Pero también me enseñó a beber cerveza como un verdadero alemán, litro a litro; me enseñó los puestos más baratos de kebabs, pero sobre todo, los mejores, y yo le enseñé que sí había manera de comerlos sin mancharse. Me enseñó el centro de la ciudad, que a simple vista resultaba bastante insulso, pero que había que adentrarse en las callejuelas, aun cuando desembocaran en los puteros, para encontrar “el” Stuttgart.

Y poco a poco, me fui perdiendo en Alemania, hasta que empecé a hablar una mezcla de alemañol en sueños, y dejé de llevar mi salsa valentina [2]a todos lados, y me comenzara a arreglar menos al salir. Hasta que me di cuenta que Alemania ya no estaba enamorado de mí.

Nunca supe si me quería solo para poder jactarse de haber “conquistado” a una latina o si el tener a una extranjera cerca era su forma de no perder su parte diferente. Porque era triste verlo batallar al no poder leer en turco, o ver cómo era recibido con incredulidad y miradas furtivas al presumir sobre su parte alemana. Y yo lo entendía, entendía esos reproches de solosallo al hablar un idioma distinto por la calle. Entendí la soledad de tenerlo todo (un buen seguro de salud, transporte publico puntual, limpieza en las calles) pero no tener a nadie. Poder beber agua directamente del grifo pero ahogarte en la indiferencia.

Y mientras más Laugenbrotten[3] compraba, más cuenta me daba que Alemania y yo nunca estaríamos destinados a ser. Porque él al mirarme no me veía a mí, sino a mi cultura, a mi folclore, a mi danza. Y se le olvidaba preguntar más allá de las balaceras en Tampico o los narco-resorts en Cuernavaca, o la corrupción a mano llena.

Y yo al mirarlo solo veía a un muchacho confundido, que no sabía qué ser ni cómo serlo; un híbrido perdido en un mundo que no se deja de codear con los “raza puras”, por más que Alemania intentara convencerme que ese término de mal gusto ya no existía en su sociedad. Un muchacho privilegiado que podía permitirse el lujo de decidir si quería exotismo en su vida; o si salía de casa aun pasadas las nueve de la noche y cantarse afortunado de haber regresado al día siguiente, o si se quejaba cuando el bus se retrasaba más de cinco minutos.

El día en el que decidí irme fue el día en el que volví a izar mi bandera, en el que volví a entonar mi himno y en el que volví a amarme.

Fue el día en el que volví a encontrar a México.


[1] Nombre de las clases de la universidad

[2] Salsa picante mexicana

[3] Pan de Bretzel

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