Peripecias de un humano lejos del Cosmos
Regina Magaña
Acto I: Colegas
Algunos lo llamaban garganta dorada; yo lo llamaba Cosmo, porque tenía la manía de desconectarse, cuando me ponía a monologar sobre la vida y la gente que componía la nuestra, y uno podía notar en sus ojos que su alma se había transportado a lo más lejano del universo.
La primera vez que lo oí cantar fue mientras jugábamos al son de la canción “juguemos en el bosque”. Nunca una canción infantil me había parecido tan hermosa. Así que le pedí que me cantara las tablas de multiplicar, y el himno nacional, y la canción lisurienta de mariachi que algún capo le había mandado a mi madre como advertencia.
Nunca dejaba de aprender con Cosmo.
Llámese las constelaciones, acostados en la azotea mugrosa de la safe house, llámese marcas de autos, sentados en la acera frente a la heladería mientras pregonábamos por un par de monedas para compartir un cono, llámese el mundo de las drogas que mi madre coleccionaba en un cajón que tontamente creyó que nunca encontraríamos, y el por qué no debería tratar con ellas.
Pero un día, Cosmo no volvió a casa.
Y supe que había sido el señor del mariachi, hasta que lo vi en la tele y me di cuenta que un capo no llevaría a un niño a cantar a tv nacional.
Se veía mucho más contento y más limpio y más pulcro mientras entonaba una melodía pop.
Me dio un poco de tristeza darme cuenta que quizá había sido lo mejor que le pudo haber pasado.
Desde luego, mamá seguía poniendo su plato en la mesa, y yo seguía alimentando a su pez hasta que lo maté por accidente, y seguía leyendo sus libros aunque las palabras se me mezclaran y eventualmente tuviéramos que venderlos para pagar el alquiler de la casa.
¿Dónde estás Cosmo?
Que te veo en las vidrieras de las automotrices, en las estrellas fluorescentes en mi pared en el albergue para mujeres, en la vía láctea a la que me advertiste no meterme pero a la que inevitablemente me vi arrastrada.
Mamá sabía que corríamos peligro, ¿qué querías que hiciera?
El de las ideas, el de los planes, del cerebro siempre fuiste tú.
Pero desde aquí prometo corearte la canción.
Acto II: Rota
El negocio de la droga no me duró mucho, porque terminaba hablando más que vendiendo y los clientes no se iban al espacio, como tú, sino que se daban la vuelta y se iban a la chingada.
Y eran tantos que no podía llamarlos, y se empezaron a convertir en agujeros negros.
Eventualmente, descubrieron que iba a servirles más de prostituta que de camello, porque con el ruido de la música en los clubes era imposible escuchar mi cháchara y resultó que además se me daba muy bien lo de dar vueltas, y vueltas y vueltas. Y todo era diversión, con la latente sensación de no parar de girar en el tiovivo del parque infantil, hasta que algún hombre enloquecía y te partía la boca a mano limpia. Pero eventualmente era un dolor que te limpiabas con agua bendita, mientras intentabas paladear el nombre que se te había asignado, que se sentía más como una invocación al demonio en un leguaje oscuro que un bocado de hostia.
Esas hostias…
Babi, era indudablemente mejor que ser llamada puta, pero que de alguna manera no colaba tan bien como Cecilia. Mi madre eventualmente dejó de llamar y siempre esperé que fuese porque se hubiese quedado sin saldo y no sin ganas de huir. O vivir, que en su caso era exactamente lo mismo.
Y Cosmo seguía cantando, pero cada vez se le veía más triste en la televisión. Ya no mostraba esa radiante sonrisa solar, y su voz sonaba cada vez más partida, a pesar de haber dejado la adolescencia atrás. Tenía más joyas en el cuello, más gente a su costado, pero también se le veía mucho más aplutonado. Y el verlo así, tan como yo, hacía que me diese vergüenza que Cosmo me viese reflejada en los charcos de sangre, en los enfrenamientos de bandas, en las balas perdidas y en el polvo blanco que los clientes lamían de mi estómago.
Prometí corearte la canción, te lo juro por Dios que sí, pero eventualmente me olvidé de la letra.
Acto III: Lo jodiste
Pero nunca olvidé a Cosmo. Y sé que él nunca me olvidó tampoco, aunque se equivocara con los detalles y los nombres. Pero era bonito saber que me pensaba en cada canción que escribía sobre el ghetto, y las drogas, y la muerte, y sobre mis pantuflas afelpadas que se me habían quedado chicas, y los lazos en la cabeza que se habían ennegrecido, y sobre mi curiosidad inacabable que había sido reemplazada por mis ansias malditas de cerrar las uñas acrílicas sobre los fajos de dinero. Así que al enterarme que Cosmo regresaba a la ciudad, para dar un último concierto antes de retirarse al anonimato, no me lo pensé dos veces. No había nada que pensar, de todas maneras. Así que bailé como nunca, cerré la boca, a menos que fuese para reírme de algún chiste, obedecí cada palabra y me tragué tantas otras. Mis tacones eran cada vez más altos, y mis prendas más cortas, y mis uñas más largas. Y mis manos se llenaron de sangre, y aunque me costó maniobrar las plataformas sobre el suelo pegajoso del club, no me remordió limpiarme la porquería viscosa de las pestañas. Porque con cada parpadeo estaba más cerca de volver a escuchar a Cosmo en vivo y directo.
Acto IV: Devuélvemelo
Pero al llegar a la arena y tras explicar el porqué de mi súbita y exótica aparición, exigí verlo como nunca había exigido nada en mi vida. Me trataron de puta, que al parecer ya no lo llevaba en la ropa sino en la cara, y me mandaron a callar, de nuevo. Pero ya no podía quedarme callada, y armé tanto escándalo que igualé al del concierto y los guardias no tuvieron más remedio que escuchar mis suplicas y por lo tanto, obligar a Cosmo a conocer a una de sus tantas “fans”. Dios, ya quisiera. Y esperé tanto que pensé que iba a morir congelada, porque la falda no llegaba más abajo y la blusita no era lo suficientemente gruesa. Así que cuando llegó, no dudé en abalanzarme sobre él. Pero algo lucía distinto; como un caldo criollo que no sabe si ser dulce o salado. Sin embargo, se veía guapo, aún con lo que sea que se hubiera hecho en la cara y aun con el gimnasio que le quedaba un poco ridículo en el cuerpo. Y le sonreí y comencé a monologar sobre la vida y la gente que componía la mía, y le conté sobre el helado de chocolate, y los porches que había tenido oportunidad de montar en compañía de mis clientes, coches con alerones y luces espaciales, y le conté del curso de astronomía al que me había inscrito de forma online.
Pero Cosmo no volteó los ojos y no desapareció al universo.
Simplemente se dio la vuelta y desapareció para siempre.
Regina Magaña
(Mexicana de corazón pero ciudadana mundial. Nacida entre dos siglos pero representante de uno solo. Con 20 años y contando todos los que me faltan. Estudio biología porque me interesa, pero escribo porque es mi pasión)
Nota editorial: Regina Magaña ha sido la participante más joven de mi TALLER DE ESCRITURA EN STUTTGART. Va desarrollando una narrativa fluida y versátil que nos ha apetecido compartir en este portal textual.