Nicanor Morgado podía jactarse de conocer hasta los más pequeños detalles de la ciudad de Nueva York, a pesar de no haber pisado jamás sus calles. Era capaz de citar las direcciones de los principales rascacielos que emergían poderosos sobre las grandes avenidas; sabía el recorrido exacto de todas las líneas del subterráneo; tenía en su cabeza el mapa de la metrópolis, en suma. Sobre todo, era una autoridad en lo concerniente a su icono por excelencia: el Empire State Building.
Era un hombre de tez oscura, alto y corpulento, de andar y habla sosegados, con unos extraños ojos verdes que denunciaban una ascendencia mestiza. En efecto era así: había sido el resultado de la unión casual y febril de una hermosa morena oriental con un musiú, un norteamericano empleado en una de las tantas compañías petroleras establecidas en el país a mediados del siglo XX. El musiú terminó la labor asignada y regresó a su patria, dejando como recuerdo de su paso por estas tierras a Nicanor. Su madre nunca hizo de su concepción un misterio: él siempre supo sobre sus orígenes, y tal vez por ello suspiraba por conocer algún día al país de donde provenía la mitad de su carga genética.
Pasó los primeros años de su vida en el campo petrolero en donde había nacido, alrededor de 1950; pero un buen día, harta de tribulaciones, su mamá resolvió marcharse con él a la capital, en donde tenía algunos parientes que le habían prometido casa y trabajo. Aceptó la oferta, y gracias al empleo como lavandera en la pensión regentada por sus familiares logró criar bien a su muchacho. Puso especial énfasis en su asistencia a la escuela. Cuando cumplió los 7 años, ya alfabetizado, recibió un regalo inesperado de su madre. Una estatuilla de plomo que representaba a un edificio alto y esbelto, rematado por una larga antena, en cuya base rezaba “Empire State – New York”.
—¿Y esto? – preguntó.
—Esto… es lo único que me dejó tu papá. Esto, y tú, claro.
Ese pequeño objeto lo intrigó desde el principio. Podía pasar largos ratos contemplándolo, y leyendo la inscripción. New York. ¿Qué significaría eso? No le había querido preguntar a su madre, tal vez intuyendo que no lo sabría. Pero se lo preguntó a la maestra, al día siguiente, cuando con mucho orgullo llevó a la escuela su nueva posesión.
—Señorita Delia, ¿qué es “New York”?
—Nueva York, Nicanor. Es una gran ciudad de los Estados Unidos. ¿Por qué lo preguntas?
Como toda respuesta le enseñó la estatua, y la maestra, mirándola con admiración, le dijo:
—¡Vaya, sí es bonito! Es el edificio más alto de esa ciudad.
Cuando fue un poco mayor empezó a realizar pequeños trabajos, un poco para ayudar a su madre, un poco para desembarazarse de sus faldas. Uno de ellos era vender dulces a la entrada de los cines, establecimientos que habían proliferado en la todavía provinciana ciudad. Una tarde, estando en esa labor, vio que el afiche de la película en exhibición tenía dibujado el mismo edificio de su pequeña estatua. No lo pensó dos veces, y cuando la función ya había empezado, se escabulló tras la cortina y penetró en la obscura sala. Nunca olvidaría ese momento: era la primera vez que lo hacía, y quedó asombrado ante la magia del espectáculo que presenció. Se trataba de “An affair to remember”, con Cary Grant y Deborah Kerr, una melodramática historia de amor en la cual el Empire State era elemento principal de la trama. Al muchacho no le importó en absoluto el argumento de la película, pero sí los ambientes en donde ésta transcurría. Por asociación se le ocurrió que tal vez su padre fuera de esa ciudad, y por lo tanto él, en parte, también. Desde ese día comenzó su particular obsesión: cada vez que estrenaban una película en donde apareciese el nombre “New York”, o algún indicativo que la relacionara con la ciudad, hacía todo lo posible por verla. De esa manera comenzó a acumular conocimientos sobre la gran urbe, y a alimentar sus ansias de visitarla algún día. Nicanor, cuyos amigos le decían Nick por puras ganas de molestarlo, terminó por imponerse una meta: el año cuando cumpliría 50, iría a la ciudad de sus sueños. Así que desde su adolescencia empezó a ahorrar para ese propósito.
Durante todo ese tiempo desempeñó muchos y muy variados oficios: desde repartidor de periódicos, pasando por aprendiz de albañil, cobrador, motorizado, hasta recalar en una modesta cafetería, en la cual era todo un personaje: su porte y modales gentiles, más su conocida afición, le hicieron ganar el mote de “neoyorquino”, apelativo con el que lo llamaban cuando requerían otra taza de café, o una empanada más. Era muy escrupuloso y atento en el desempeño de su oficio; siempre tenía una sonrisa y una palabra amable hacia sus clientes, y eso lo ayudó en el logro de sus aspiraciones. A punta de propinas, depositadas religiosamente en el banco una vez por semana, estaba acumulando la suma necesaria para ir a su personal Meca. Su tiempo libre lo empleaba en asistir al cine, en salir a bailar con sus novias ocasionales — ellas no le faltaban, dado su aspecto tan exótico y su encantador modo de ser — y en adquirir todo tipo de literatura y objetos asociados con Nueva York, dentro de lo permitido por su modesto presupuesto. Con el objetivo de desenvolverse mejor en su viaje había conseguido un curso de autoaprendizaje de inglés, y las noches se le iban en el modesto cuartico de la pensión de sus familiares, en donde todavía vivía, escuchando los cassettes y repitiendo las lecciones. Y contemplando el enorme afiche del Empire State que dominaba una de las paredes.
Ya faltaba un año para sus cincuenta. Tenía ahorrado casi todo el dinero necesario, según sus cálculos, y empezó a realizar los trámites obligatorios para obtener la visa americana, requisito indispensable a la hora de entrar en aquel país. No se le hizo fácil: la cantidad de recaudos, las imposiciones, las restricciones dictadas por el riguroso sistema de inmigración estadounidense le parecían insalvable escollo al pobre Nicanor, quien veía como se le estaba volviendo imposible lograr su sueño. Un día de intenso aguacero se encontraba sentado en una de las mesas de la vieja cafetería, semidesierta a esa hora muerta de la tarde, con un sobre repleto de papeles al frente y lágrimas en los ojos. Un hombre con aspecto de extranjero entró corriendo, como escapando de la lluvia. Portaba un gran paraguas, negro y chorreado agua, el cual sacudió con cuidado. Tomó asiento en una de las esquinas del local, y se dispuso a esperar el cese del aguacero. Al cabo de un rato posó sus ojos sobre Nicanor, con curiosidad. Fue inevitable: su aspecto no lo hacía suponer persona de lloriqueos. El parroquiano solicitó servicio, y entonces el mesonero se levantó lenta y pesadamente de su asiento, y se dirigió a él, no sin antes pasarse la mano por los ojos, para eliminar las trazas de las lágrimas.
—Buenas tardes, ¿Qué se le ofrece al caballero?
—Quisiera un café con leche grande, por favor.
—Enseguida se lo traigo.
A los pocos minutos regresó Nicanor con la taza de café, sobre una bandeja, y la depositó al frente del extranjero.
—Tome, señor. En la mesa está el azúcar, pero si lo prefiere puedo conseguirle algún sustituto, por si está a dieta.
—Muchas gracias, así está bien. Disculpe que me entrometa, pero por culpa de esta inoportuna lluvia tengo tiempo de sobra, y pienso que a usted le vendría bien hablar con alguien. ¿Podrá acompañarme un rato?
—Creo que sí, a esta hora no viene casi nadie… pero no quisiera importunarlo con mis problemas.
—Más bien me haría un favor, así mataría el tiempo. Siéntese conmigo, y cuénteme lo que tanta congoja le causa. Empecemos por nuestros nombres: yo me llamo Robert Brown.
—Mucho gusto, Sr. Brown. Yo soy Nicanor Morgado.
Nicanor no era hombre de muchas palabras, pero tenía trancado el pecho con la pena que lo estaba agobiando, y un sexto sentido lo impelió a desahogarse con el desconocido, relatándole el mal momento por el que transitaba. Estuvo hablando durante largo rato, y no omitió nada: le contó sobre sus orígenes, el anhelo de conocer la tierra de sus ancestros, y las trabas impuestas por las autoridades de inmigración. El extranjero lo escuchaba con atención, y de vez en cuando lo interrumpía para aclarar alguna circunstancia. Sus palabras y su vehemencia debieron hacer efecto, ya que cuando Nicanor acabó de contar sus cuitas, el hombre le dijo:
— Me precio de ser un buen conocedor del ser humano, y su historia me ha impresionado y conmovido. Usted me parece sincero, en cuanto a sus intenciones. Hoy es su día de suerte: soy funcionario de la embajada, y con mucho gusto le daré una mano. Pero me debe prometer algo: en ningún caso se quedará a vivir allá.
A pesar de haberlo escuchado claramente, Nicanor no podía creerlo: por un momento sopesó la posibilidad de una trampa, pero al final decidió que quien no la debe no la teme, y respondió:
—¿Quedarme allá? ¿A esta edad, sin tener a ningún conocido y sin dominar el idioma? No, don Brown, créame: todo lo que quiero es conocer alguna vez Nueva York, y subir al Empire State. Si me ayuda, le estaré eternamente agradecido.
El hombre garabateó algo sobre una tarjeta de visita con su nombre impreso en ella, se la extendió a Nicanor y le dijo:
—Muy bien, señor Morgado: llame al número que está escrito, y concierte una cita con la persona cuyo nombre anoté. Ella le va a dar la asistencia necesaria para resolver su asunto, a condición de que lleve todos los papeles requeridos, en orden. Ah, y diga siempre la verdad. Nunca lo olvide: no hay nada que nuestro pueblo deteste más que la mentira.
Y fue así, gracias a ese encuentro fortuito con aquella especie de ángel vestido de ejecutivo, que Nick tuvo abiertas las puertas de la gran nación estadounidense, para su cada vez más cercana visita. Ya se acercaba la fecha de su viaje, y casi no podía dormir de la emoción: por fin lograría el sueño de toda su vida, subiría a lo más alto de aquel edificio y contemplaría el paisaje de la más importante ciudad del mundo. Se ocupó de las últimas diligencias, relacionadas con el boleto de avión y el alojamiento por los 8 días que había destinado para su incursión en la tierra de sus ancestros; para ello se puso en manos de una agencia de viajes recomendada por un amigo. Se le fueron casi todos sus ahorros, pero no le importó en lo más mínimo. Le quedó apenas una pequeña cantidad con la que compró algunos dólares, para los gastos de bolsillo.
En la cafetería le prepararon una modesta celebración, donde abundaron las cervezas y los tequeños, a la cual concurrió la mayoría de los parroquianos que habían ayudado a Nicanor con sus propinas. Éste, sin poder disimular su emoción, quiso agradecerles el gesto con un corto discurso preparado con antelación, en torno a lo obvio: su ansiado encuentro con la gran urbe, y el edificio de sus anhelos. Desde los lejanos tiempos de su época escolar no escuchaba el sonido de unos aplausos dirigidos hacia su persona: los concurrentes le celebraron las palabras con una espontánea ovación, lo que hizo que se le quebrara la voz, impidiéndole continuar. Se limitó a exclamar:
—Gracias a todos, señores: dentro de poco me montaré en un avión por primera vez en lo que tengo de vida; ¡recen por mí!
Por fin llegó el día de su arribo a Nueva York. Ya el solo viaje en ese gigantesco aeroplano constituyó toda una aventura: la emoción y cierto susto lo mantuvieron pegado al asiento, con sus grandes manos aferradas a los apoyabrazos. No se desabrochó el cinturón de seguridad durante el vuelo; no quiso consumir nada de lo que le ofrecieron las azafatas por temor a necesitar el sanitario. Una vez desembarcado en el terminal aéreo, la mirada de estupefacción no se le quitó ni por un momento: todo le parecía inverosímil, gigante, inasible. A pesar de ser habitante de la capital de un país, le parecía que Caracas venía siendo una aldea al lado de la inconmensurabilidad de lo que estaba viendo. Se sintió realmente abrumado en el trayecto que lo llevaría del aeropuerto al modesto hotel en el barrio de Brooklyn, sugerencia de la agencia de viajes por lo céntrico y barato a la vez.
Una vez instalado en su habitación, y algo repuesto del largo viaje que había afrontado, desempacó sus pocas ropas y se dispuso a planificar sus visitas a la ciudad. No quiso desbocarse: con un enorme plano desplegado sobre la cama, urdió un plan de paseos a los sitios más emblemáticos, dejando para el día central de su estadía la visita al rascacielos.
Así lo hizo, y poco a poco fue descubriendo los tesoros albergados por la megalópolis. Con ojos de turista, evidentemente: se limitó a ir a los lugares señalados en las guías; le parecieron a la vez conocidos — por las visualizaciones cinematográficas — y totalmente distintos a lo que tenía almacenado en la mente. Se movilizaba utilizando el subterráneo, por lo general, o a pie cuando su destino no era muy distante. Comió “hot dogs” en un puesto callejero: acostumbrado al barroquismo de los perrocalientes de su terruño, los encontró más bien simples. Una noche fue a Broadway y presenció una obra de teatro; le pareció muy divertida a pesar de no entender ni la mitad de los parlamentos. Dedicó todo un día a conocer ese enorme pulmón vegetal que constituye Central Park; después de pasear durante varias horas por las veredas del parque, se dio el lujo de almorzar en un restaurant donde lo atendieron a cuerpo de rey, o por lo menos así le pareció.
En resumidas cuentas estaba aprovechando al máximo su estadía, y le faltaba solo concretar el punto focal de su viaje. Para ello, organizó un “día de rascacielos”: a primera hora de la mañana visitaría el World Trade Center, a horas del mediodía acudiría al Chrysler y cerraría con broche de oro en el Empire State. Pensaba estar allí cerca de la hora del atardecer, para disfrutar del espectáculo del sol cayendo por el poniente, aunado al encendido masivo de las luces de la metrópolis.
La mañana siguiente despertó muy temprano, se alistó y desayunó en la pequeña cafetería del hotel; despachó en un santiamén las tostadas con mermelada y el aguado café que se acostumbra en esas latitudes, y para ganar tiempo tomó un taxi, que lo dejó a las 8:00 A.M. en las puertas del espectacular centro financiero. El movimiento en el sitio era extraordinario, parecía una colmena rebosante de industriosas abejas que no paraban ni un instante. Hizo una larga cola para abordar un ascensor que lo llevaría al mirador de la torre Norte. Pasarían unos quince minutos antes de que pudiera llegar al lugar; una vez allí, se asomó en las ventanas para disfrutar del imponente paisaje que le brindaba la altura del sitio. Una sucesión interminable de rascacielos y calles se imponía ante su mirada, hasta donde le alcanzaba la vista. Contemplaba embelesado el paisaje, cuando le pareció ver a su lado a alguien conocido. En un primer momento no supo de quien se trataba, pero luego de pensar un poco se dio cuenta de que se trataba del señor que lo había ayudado con los trámites en la embajada, Mr. Brown. Se le acercó para saludarlo, pero éste lo recibió con una frase que lo sorprendió:
—Caramba, señor Morgado. Parece que no va a poder cumplir con la promesa que me hiciera en la cafetería.
—¿Yo? ¿Por qué lo dice?
El señor Brown no le contestó; se desvaneció lentamente, frente a sus ojos. Y entonces ocurrió algo que no pudo entender, de buenas a primeras: vio como un enorme avión de pasajeros se acercaba amenazante hacia el edificio. Vuela demasiado bajo, pensó. Pero no le dio tiempo de reaccionar: unos segundos después, un Boeing 767 impactaba sobre la superficie de la torre, unos 7 pisos más abajo.
(Texto publicado en el libro de relatos Máquinas del tiempo y otras entelequias, OT Editores, 2019).