Mi vida es, para definirla con una sola palabra, ordinaria. No en el sentido peyorativo que se le acostumbra a dar en estas latitudes, sino más bien a la usanza anglosajona. Común y corriente. Si estuviera en una escala cromática, se movería en la gama de los grises. Transcurre más o menos igual, siempre. La consabida carrera de ratas por el laberinto, procurando encontrar el alimento que permita seguir en la carrera. Un sistema estanco, sin mayores sorpresas ni mayores emociones. Pero la persona más ordinaria puede vivir la aventura más extraordinaria.
Transcurría el orwelliano año de 1984. Tal vez para aprovechar esa circunstancia, una de las Orquestas Sinfónicas del país, ya no recuerdo cual, había anunciado un concierto basado en la obra homónima de Rick Wakeman, en el cual estaría acompañada por una banda de rock. Iba a escenificarse en el Teatro Municipal. El espectáculo prometía, sobre todo por la fama que acompañaba al gran maestro de los teclados de esos tiempos, uno de los héroes de mi juventud, por lo que fui de los primeros en adquirir las entradas. Cuatro, pues en esa época éramos dos parejas inseparables. Jorge y Eleonora nos acompañaban a Márilyn y a mí a todas partes, así que los contagié con mi entusiasmo a pesar de ser el único que apreciaba ese tipo de música.
El sábado de la cita pasé recogiendo a mi pareja muy temprano para llegar sin prisas al Teatro Municipal, que estaba fuera de mis predios naturales, pero los acontecimientos comenzaron a torcerse desde el principio. Para variar, no estaba lista todavía. No me alarmé gran cosa, pues contábamos con suficiente tiempo. Sin embargo, comencé a sentirme de mal humor. Cuando por fin dio por terminado su acicalamiento, fuimos a buscar a los otros dos. Y se repitió la escena. No nos quedó más remedio que esperar, fumando en la acera. Jorge entraba y salía de la casa de su novia y nos daba los avances. “Ya casi” fue su frase predilecta.
Cuando estuvo lista, ya comenzaba a ser francamente tarde. Nos encontrábamos en Macaracuay, así que decidí tomar la autopista. Al llegar a la Avenida Bolívar nos sorprendió un tremendo embotellamiento. Ya mi humor era terrible, y lo hice saber tal vez con demasiada vehemencia, lo que produjo un silencio incómodo a bordo.
Por fin llegamos al CSB, y por supuesto el estacionamiento estaba lleno. Comencé a vagar por el inmenso y oscuro sótano, hasta que di con un puesto vacío, al final de todo. No tenía tiempo para ponerme exquisito y dejé el carro allí, no sin cierta sensación de agobio por lo que le pudiera pasar.
Salimos del garaje por una escalera mal iluminada y, tras vagar desorientados por la estupenda pero maltratada estructura de los años 50, por fin logramos llegar al vetusto Teatro Municipal, el de la glorieta demolida en aras del progreso. Para nuestra fortuna los puestos eran numerados, y pudimos ubicarnos sin mucha complicación. De todas maneras la sala estaba a medio llenar, y así se quedaría.
A los 5 minutos de estar allí comenzó el espectáculo. Lamento decir esto, pero es la triste verdad: resultó ser un pastichito mal cocinado, con ingredientes disparatados, que incluyó hasta un ballet contemporáneo que no tenía mucho que ver con el espíritu original del álbum. A mí no me decepcionó del todo, ya que por lo menos disfruté la música, pero para mis acompañantes fue un martirio. Por suerte no duró mucho tiempo, a lo sumo una hora y cuarto. Cuando se extinguieron las notas de la fanfarria con la que se le dio fin al concierto, decidí que debía resarcirlos por ese bodrio al que los había obligado a asistir, y los invité a unas cervezas. No tuve que esforzarme mucho para que me aceptaran la invitación, la verdad.
Conseguimos un bar cerca, y pedimos una ronda, que se convirtió en unas 4 o 5 más. De pronto me acordé del carro. ¿A qué hora cerraría el estacionamiento? Pedí la cuenta con evidente excitación, y salimos a toda prisa hacia el estacionamiento.
Por suerte, estaba abierto.
Por mala suerte, estaba a punto de cerrar, lo que ocurrió a los pocos instantes de haber entrado.
Sin aviso alguno el sótano se sumió en una oscuridad casi total, apenas iluminado por unos bombillitos amarillentos, a punto de desfallecer, uno en cada esquina del lugar. Esta circunstancia, aunada a nuestro estado de conciencia, algo distorsionado por la abundancia de cervezas ingeridas, ocasionó que estuviéramos en una situación comprometida. Nadie se acordaba en donde habíamos parado, y vagábamos sin ninguna dirección. No había ninguna persona que nos pudiera ayudar. Y un hecho imprevisto vino a agravar aún más las cosas: unos perros sueltos por el estacionamiento, guardianes del lugar sin duda, nos rastrearon y comenzaron a ladrar amenazantes al tiempo que corrían. Hacia nosotros. Hicimos lo mismo, en una loca carrera sin destino cierto, con los canes a punto de mordernos los talones, y esto lo digo de manera literal. De pronto me pareció entrever una especie de abertura en la pared, semitapada con una reja, y sin pensarlo dos veces les grité a mis compañeros que nos metiéramos por allí para escapar de la jauría. Así lo hicimos, y una vez adentro terminamos de cerrar la reja, con lo que pudimos escapar del peligro inminente que representaban los perros guardianes, que se quedaron ladrando furiosos del otro lado.
Nos tomamos un momento para recuperar el resuello y considerar nuestra precaria situación. El lugar era una especie de sala de máquinas, con tuberías, enormes volantes como para abrir compuertas, y grandes tanques de agua. Vimos que hacia el fondo había unas escaleras. Las bajamos, y en el nivel inferior continuaba la parafernalia hidráulica. Nos llamó la atención que en una de las paredes estaban unos paneles de vidrio, como si fueran puertas de ducha. Con cierta aprensión los movimos entre Jorge y yo, y vimos que estaban tapando una abertura de apenas unos 90 cm. de alto. “Vamos a explorar esto, a lo mejor salimos de aquí por otro lugar”, dije sin mucha convicción. A regañadientes me hicieron caso, y pasamos por el hueco, casi reptando. El sitio estaba en completa oscuridad. Encendimos un fósforo y pudimos percibir que estábamos en una especie de pasillo, del cual no se veía el fondo. Deliberamos un rato sobre lo que debíamos hacer, y por unanimidad decidimos que era mejor proseguir por ese camino que enfrentarnos a los furiosos canes.
Comenzamos a recorrer el pasillo a punta de fósforos, pues no teníamos otra manera de iluminar nuestro andar, y nos dimos cuenta de que estábamos cruzando una especie de pasadizo, una suerte de túnel que parecía haber sido construido varias décadas antes, y que se hallaba abandonado. Olía a cloaca. No teníamos la menor idea de donde pudiera acabar ese túnel, pero regresar no era viable, así que continuamos avanzando con cautela, puesto que la oscuridad era pavorosa y la provisión de fósforos menguaba de manera acelerada. Márilyn y Eleonora estaban perdiendo la poca calma con la que comenzaron el trayecto, y estaban a punto de colapsar. Jorge y yo guapeábamos, pero en el fondo estábamos tan o más asustados que las chicas.
Caminamos durante unos 20 minutos, y justo cuando estaban por acabarse los fósforos vimos una luminosidad en la lejanía. Como insectos nocturnos fuimos hacia esa luz, buscando la salida de la trampa en la cual habíamos caído. Un par de minutos más tarde llegamos a la fuente de la iluminación. Se trataba de una ventana en la pared del pasillo. Eso nos dio un respiro, pues supusimos que de alguna manera podríamos abandonar ese oscuro y con seguridad sucio pasadizo.
Nada. La ventana estaba sellada, con unos gruesos barrotes.
No podíamos hacer otra cosa que continuar. Las quejas hacia mí no se hicieron esperar. Todo, por lo visto, era mi culpa. No quise engancharme en la discusión, aunque sabía que si ellas hubieran estado listas a tiempo hubiéramos conseguido un mejor lugar para aparcar y en ese momento estaríamos terminando la velada en posición horizontal, como era lo acostumbrado. Más bien traté de darles ánimos, diciendo que en algún lugar terminaría ese túnel.
Estaba más cerca de la realidad de lo que creía.
Unos cuantos metros más allá, una puerta que pudimos notar gracias a la iluminación provista por la ventana nos permitió, después de algunos empujones, abandonar el pasillo y penetrar en lo que parecía una especie de depósito. Estaba en penumbras, y pudimos ver que almacenaba objetos de una disimilitud manifiesta. Parecía la trastienda de un teatro. No teníamos ninguna pista que nos indicase en cuál lugar estábamos. ¿El depósito del Municipal? No, por el tiempo que estuvimos caminando no podía ser. Además, si mi sentido de la orientación no me estaba engañando, el teatro se encontraba en una dirección totalmente opuesta al lugar en donde nos hallábamos.
Caminamos a tientas por ese recinto hasta que dimos con una puerta, la cual pudimos abrir sin dificultad. Justo detrás de ella había una escalera polvorienta, iluminada con unos bombillos de escaso vatiaje. Subimos unos cuatro o cinco tramos, hasta que llegamos a un rellano. Entramos en un pasillo alfombrado, bien iluminado, al final del cual se escuchaba una bulla amortiguada por la distancia. Decidimos ir allá. El pasillo desembocaba en una especie de antesala, con algunos muebles anticuados que no armonizaban entre sí, puestos de cualquier modo. La antesala no estaba vacía: un señor de avanzada edad se dirigió a nosotros y nos dijo: “¿En dónde estaban metidos ustedes? Y todavía no están vestidos… qué contrariedad, más nunca contrato a esa agencia. Vamos corriendo, cámbiense en los vestuarios y preséntense en la cocina de inmediato, la cena está por comenzar”.
Nos quedamos mirándonos a las caras, e intentamos explicar el malentendido, pero el hombre no nos dio chance de replicar. No teníamos una manera clara de justificar nuestra presencia en ese lugar, sin parecer sospechosos de haber entrado a la fuerza en aquella edificación, así que decidimos ganar tiempo y hacer lo que nos habían encomendado. Saliendo de aquella salita pudimos ubicar los vestuarios, uno para cada género.
Dentro de los vestuarios hallamos varios uniformes de mesonero, y procuramos ponernos los que estuvieran en mejor estado y que coincidieran con nuestra talla. No tuvimos mucha suerte; por lo menos yo di con un flux que me apretaba por todas partes y una pajarita torcida, que amenazaba con estrangularme. Jorge y yo no pudimos contener una carcajada al vernos mutuamente, pues parecíamos dos espantapájaros. A las chicas no les fue mucho mejor, pero no podíamos hacer mayor cosa sino seguir con nuestros improvisados papeles, sin guion ni dirección alguna, confiando en nuestros instintos.
El señor estaba esperándonos, y tras hacer algún comentario sobre nuestro escaso profesionalismo nos indicó que lo siguiéramos. Nos fuimos tras él, y al cruzar una puerta batiente entramos en la mayor cocina que haya visto en mi vida. Una sucesión de anaqueles, mesas, fregaderos, fogones, refrigeradores, y decenas de ollas, sartenes y artefactos eléctricos estaban a la vista, además de un cuerpo de cocineros trabajando arduamente en el lugar. Recuerdo dos cosas: el calor insoportable y el olor penetrante de las preparaciones que se estaban cocinando allí. Aparte de nosotros había otros 6 mesoneros, que nos miraron con recelo al no reconocernos pero se abstuvieron de cualquier comentario.
El personaje que nos recibió, tal vez el mayordomo, nos instruyó de manera sumaria sobre el orden en que debíamos atender a los invitados. Así salimos al ruedo, es decir, al gran comedor en donde estaban dispuestos unos doce comensales alrededor de una gran mesa.
Nuestra sorpresa al entrar en el recinto fue mayúscula.
Quien presidía la mesa, en una de las cabeceras, era el recién investido Presidente de la República, nadie menos que el doctor Jaime Lusinchi.
En ese momento entendí en donde estábamos: el Palacio de Miraflores. Y entonces recordé algunas leyendas urbanas que había escuchado, sobre unos túneles secretos que permiten el rápido desalojo del Palacio en caso de alguna eventualidad que prohibiera la salida normal por las puertas principales del augusto edificio. El pasadizo por donde llegamos al lugar era uno de esos túneles, tal vez olvidado o desconocido por sus nuevos ocupantes.
Tenía una gran bandeja que trasportaba de manera bastante precaria utilizando una sola mano, con unos platos que contenían unos canapés. Con todo el cuidado que mi torpeza y emoción me permitieron, hice la ronda alrededor de la mesa, pudiendo salir airoso.
A Jorge le tocó la poco cómoda tarea de servir el vino en las copas. Por fortuna, salvo un pequeño descuido que terminó con el mantel manchado con cierta cantidad del líquido, también cumplió con cabalidad su asignación.
Regresamos a la cocina, y les contamos a las muchachas lo inverosímil de la situación. Por supuesto no podían creerlo, pero al tocarle su turno en la atención tuvieron que rendirse ante la evidencia. Cumplieron con solvencia sus respectivas tareas, y regresaron a la cocina.
Parecía que todo transcurriría en calma, que terminaría la cena y podríamos irnos a nuestras casas. Ya me ocuparía de buscar el carro al día siguiente.
Demasiado fácil. Demasiado iluso.
De pronto apareció en la cocina un individuo con aspecto de “funcionario”: flux de los que les dicen “puyáos”, zapatos de dos tonos que no combinaban con el traje, medias blancas, lentes oscuros y un cigarro en la comisura de la boca, y con actitud amenazante nos conminó a que lo siguiéramos a un cuarto. E hizo un movimiento con la mano como para resaltar el hecho, ya notable por sí solo, del abultamiento en el paltó, indicativo del arma que reposaba en el bolsillo interior. No estaba solo, nos escoltaban otros dos individuos tan mal encarados como él.
“Bueno, me van soltando ya cómo lograron entrar y qué están haciendo aquí”, nos increpó el funcionario después de que sus subalternos nos requisaran minuciosamente y revisaran nuestra documentación. Mis tres compañeros me miraron como si yo tuviera el deber de explicar el entuerto y, tratando de no atropellarme y ser lo más convincente posible, relaté los acontecimientos ocurridos a partir del momento que ingresáramos al estacionamiento a buscar mi carro.
“¿Y crees que nos vamos a tragar este cuento, carajito? Tú como que nos viste cara de pendejos”. Titubeó un momento, y luego dijo: “Pensaba entregarlos a la judicial, pero antes de eso les tengo una sorpresa. Van a saber lo que es la autoridad de verdad verdad”.
Esperamos unos quince angustiosos minutos, bajo la hostil vigilancia de los dos esbirros encargados de nuestra custodia, conjeturando miles de hipótesis todas terribles. Vaya ocurrencia la mía, ir a aquel condenado concierto. Tenía un enorme cargo de conciencia. De pronto, se volvió a abrir la puerta y apareció alguien inesperado por completo.
El presidente Lusinchi en persona.
Bastante alegre, por cierto. Vestido de punta en blanco, como correspondía para atender la elegante cena que nuestra incursión interrumpió.
“Camacho me echó un cuento demasiado inverosímil, así que vine yo mismo a escucharlo de su propia voz, jovencito. ¿Cómo sé que no están aquí para atentar en contra de mi vida? Y, lo más importante, ¿cómo lograron violar mis anillos de seguridad?”.
Vi que no me quedaba nada que perder, y me jugué una carta desesperada.
“Señor presidente, todo lo que le pueda decir le va a ser difícil de creer. Le propongo algo: acompáñenme, usted y su personal de seguridad, al sitio por donde pudimos ingresar al Palacio. Así verá que lo que le digo es tan absurdo como cierto. Espóseme, maniáteme, pero deme esa oportunidad. Mis amigos se quedarían como garantes”.
El presidente titubeó un momento, y de seguidas contestó: “Creo que no pierdo nada con esto, y de pronto aprendo algo sobre este lugar que me puede servir en el futuro. Pero si resulta una trampa no respondo por su vida, joven”.
Camacho le preguntó: “¿Y va a dejar a sus invitados allí, solos, señor Presidente?” “Bah, esa cena es un fastidio. Mandaré a decir que un asunto urgente de Estado reclama mi presencia inmediata. Que Blanca los entretenga, para eso la tengo”.
Me tocaba una tarea complicada, recordar con exactitud el lugar por donde habíamos transitado y reproducirlo a la inversa. Contaba con mi sentido de la orientación, que siempre ha sido confiable. Me esposaron, y apuntándome con un arma me permitieron ir adelante. Les dije que sería prudente contar con unas buenas linternas, dada la oscuridad del túnel al que los iba a llevar. Me hicieron caso, y así dirigí la pequeña expedición hasta las escaleras que llevaban al depósito, y posteriormente al pasadizo.
Verlo con la luz de las linternas fue algo pavoroso.
Era un tubo excavado en la tierra, lleno de suciedad y con enormes cucarachas transitando por las paredes. Del techo pendían telarañas polvorientas, antiguas. De vez en cuando gordas ratas huían despavoridas con las luces. Y un hilillo de aguas negras corría a un lado del piso, lo que explicaba el hedor que emanaba de aquel túnel. Me pareció ver algunos murciélagos, pero no podría jurarlo. Las manifestaciones de asombro de las personas que me escoltaban no se hicieron esperar. Ese fue un hallazgo totalmente inesperado, para ellos.
Tras un largo transitar llegamos al punto de partida de nuestra singular travesía. Los guardaespaldas abrieron la reja y con las linternas alumbraron el enorme estacionamiento. Y para mi tranquilidad, los perros que nos habían perseguido antes hicieron bullicioso acto de presencia, con lo que corroboraron mi versión.
El presidente me puso una mano en el hombro y me dijo, bonachón: “Creo que me convenciste, tu historia es consistente con lo que acabamos de ver. Y mirándote bien no tienes cara de asesino, ni de terrorista. Francamente, pareces medio bolsa. Y mucho menos las tienen las dos muchachas, que deben estar más asustadas que el carrizo, allá en Palacio. Vamos a devolvernos, les voy a brindar una cena para curarlos del susto”.
Y fue así como una noche de 1984 cenamos en el Palacio de Miraflores, acompañados por el Presidente de la República, Don Jaime Lusinchi, que Dios lo tenga en su gloria. Nos hizo jurar que no le contaríamos a nadie esa experiencia, ni mucho menos la ubicación del conducto secreto, por lo menos mientras él viviera. Su deceso me libró del juramento, y por eso hoy hago pública esa aventura, tal vez la única digna de mencionar que poseo. No sé si el túnel lo clausuraron luego, o más bien lo mantuvieron en secreto para su uso en el futuro. Lo cierto es que más nunca volví ni al Municipal, ni al CSB. Mucho menos a Miraflores. Con esa noche tuve suficiente para el resto de mi vida.