3 de abril.
Un ojo me vigila. Un ojo, istriado de vasos capilares agrupados como una tupida telaraña, me vigila. Un ojo, de iris marrón verdoso, pupila dilatada y córnea amarillenta, me vigila. Siento su mirada enfocada en mi espalda. No necesito voltear para saber que Polifemo –no es su nombre real, pero es el que mejor lo representa– está allí, observando cada uno de mis movimientos. No sé a cuál espíritu burlón se le habrá ocurrido la extravagante idea de utilizar a un cíclope como vigilante. Un solo ojo para la muchedumbre que alberga este recinto. Sin embargo, la ocurrencia parece haber funcionado. No se le ha escapado nadie desde que comenzó sus labores. O esa es la leyenda que lo envuelve.
Claro, no es para menos. Polifemo no sólo es notorio por su particularidad visual. Su armazón, que roza los dos metros, está recubierta por una tupida capa muscular que se adivina con facilidad bajo la burda tela de su uniforme, que algún día fue gris pero ahora, por obra del tiempo y ausencia de higiene, es color terrón. Además, el grueso garrote que no abandona nunca es suficiente disuasión para los eventuales planes de fuga que puedan ocurrírsele a alguno de los internos.
Por otra parte, la mayoría de los reclusos parece estar conforme con su situación, e incluso contenta. ¿Quién cambiaría la seguridad de tener tres comidas al día, la comodidad de contar con un camastro en donde pasar las noches, y las posibilidades de diversión que ofrece esta institución, por la incertidumbre que le espera más allá de la puerta? Además, existe una razón por la cual compartimos este recinto y, por lo menos en mi caso, no ha sido superada. O así lo confirma la junta médica que me realiza revisiones periódicas. “No se observa mejoría”, es el dictamen unánime que emiten los tres especialistas que me evalúan cada tanto. Debo confesar que esos son los momentos menos agradables en esta obligatoria estadía: los de las revisiones. Lo único bueno es que no son programadas, lo que le quita la ansiedad de saber la exacta cadencia de esas desagradables intervenciones. No voy a entrar en detalles acerca de los experimentos a los que someten mi cuerpo y mi mente. Tal vez el mero inventario de los instrumentos que son utilizados para tal fin sea suficiente para espantar al menos impresionable de los lectores. Una referencia válida sería la que se puede encontrar en los manuales de psiquiatría de principios del siglo XX, pero también en los libros que tratan sobre los métodos de la inquisición española.
Pero por el resto del tiempo que transcurro en este particular encierro no me puedo quejar. No sé a quién se le ocurriría convertir estas antiguas instalaciones, dedicadas a la tonificación del cuerpo mediante los bruscos cambios de temperatura, en centro de reeducación, pero fue una idea feliz. Sí, esta casona fue en el pasado la sede de un centro de “baños turcos”, y todo el aparataje necesario para tal función fue conservado en un estado que le permite seguir funcionando, a pesar de su vejez. Las calderas, las estufas, las duchas, todo está en funcionamiento, a pesar de la pátina marrón-verdosa que recubre las baldosas de los cuartos de vapor, y las paredes y bancos de madera de las saunas.
Mis mañanas transcurren entre el rigor de las temperaturas extremas que se alcanzan en los cuartos de sauna (yo, en lo particular, prefiero el calor seco a la humedad de los baños de vapor; va más con mi carácter) y los chapuzones en las frías aguas de la vieja alberca, en donde docenas de reclusos flotan al desgaire sin mayores preocupaciones que la próxima comida En cambio, durante las tardes nos reunimos en el salón de usos múltiples, en realidad una especie de galpón construido en lo que fue el jardín de esta vieja casona, en donde tenemos a nuestra disposición una destartalada mesa de ping pong cuya malla apolillada cuelga como una hamaca entre los dos postes que la sostienen, pero igual cumple su cometido si se tiene el cuidado de no tocarla mucho; unas cuatro o cinco mesas recubiertas de fórmica que ya perdió el contacto con la base de visopán y más bien parece la superficie de un cuerpo lacustre sacudido por el viento, en las cuales se puede jugar alguna partida de cartas o dominó; una pequeña biblioteca compuesta de libros carentes de ilustraciones; y un aparato de televisión que nunca se enciende, es más, sospechamos que en realidad es apenas la carcasa y está vacío por dentro, aunque nadie se atreve a acercársele desde la vez que Polifemo, tras un par de advertencias, descargó su garrote sobre la espalda de un interno mala conducta que quiso encenderlo. Al hombre no lo volvimos a ver jamás, ni se mencionó, por lo menos en público. Según algunos rumores que corrieron, subterráneos, el garrotazo lo había dejado inválido. Yo creo que son exageraciones, pero por si acaso me comporto de la manera más discreta que me sea posible.
20 de abril.
Aunque generalmente los días transcurren apacibles, salvo las veces que toca revisión, no han faltado episodios violentos, típicos en poblaciones reclusas. Hace quince días ocurrió uno de esos casos: en su ronda habitual, Polifemo notó que la puerta de uno de los cuartos de vapor estaba atrancada por fuera con una barra de metal, que impedía su apertura desde el interior. Procedió a abrirla, y al hacerlo percibió una fuerza como muerta que hacía peso al otro lado de la puerta, y escuchó el sonido de algo que se deslizaba por ella y por fin caía al piso.
Cuando el vapor dejó ver, se pudo observar el cuerpo de un hombre cubierto por completo de ampollas. Ya no respiraba. Tuve la visión de su rostro, o lo que quedaba de él, por un instante: los ojos se le habían estallado, la piel era una sola llaga, y todos sus orificios supuraban un líquido sanguinolento. Polifemo no dijo nada, pero su cara adquirió una ferocidad que no había notado antes. No podía creer que algo de tanta gravedad hubiese podido ocurrir bajo su guardia. Lanzó su monoscópica mirada hacia los internos que andaban cerca, tal vez buscando culpables, y luego cargó el cuerpo sobre su hombro, como si fuera un saco de naranjas. Y se lo llevó, siendo su destino final una interrogante irresuelta para nosotros. Los más imaginativos sugirieron que las calderas del lugar, siempre encendidas, eran un perfecto lugar para desaparecer cualquier evidencia. No me tomé muy en serio esa aseveración, pero por si acaso me abstuve de frecuentar los cuartos de vapor y las saunas durante algún tiempo.
5 de mayo.
En este recinto uno no hace amigos, en realidad. O, por lo menos, yo no lo he logrado. A pesar de tener ya una gran cantidad de tiempo aquí no he podido relacionarme, más allá de los asuntos cotidianos que a la fuerza conducen a intercambios verbales, con los demás internos. Y eso que en estos momentos soy uno de los veteranos. He visto salir tanta gente como la cantidad de personas cuya entrada he presenciado. Es un flujo constante, lo que mantiene cierta homogeneidad en la demografía del lugar. Hay todo tipo de casos: los que salen enseguida, y los que –como yo- tienen años ya y no muestran signos de una pronta partida.
Estoy solo, muy solo. Solitario en medio de esta muchedumbre de parias de la sociedad. Paradójicamente, el momento en el cual siento más la soledad es en la noche, cuando, en el dormitorio común en donde se alinean unos cuarenta catres en cuatro filas de diez, se apaga la luz y ya no veo nada. Tan solo escucho los ruidos eventuales que emiten esos otros treinta y nueve cuerpos, que no sé si están dormidos o despiertos, pues nadie se atreve a pronunciar palabra por temor a que Polifemo ande por los alrededores, con su ojo solitario pero de visión agudísima, siempre vigilante. Así que esos son los momentos en los cuales me sumerjo en mis pensamientos y cavilaciones. Cosa mala, porque es justo eso lo que provocó mi reclusión. Pensar. Pensar demasiado, y luego abrir la boca para materializar mis pensamientos en palabras. Por lo menos algo he aprendido, y es dejar mis pensamientos para mí nada más. No andar soltando ningún tipo de observación por allí que pueda constituir una ofensa para alguien. Me he forzado a representar un papel que no me va, y aunque puedo engañar a los demás internos, los especialistas se dan cuenta de la impostura. Ellos, con sus artefactos, sus técnicas, sus drogas, saben la verdad. Saben que todavía pienso. Y también que mis pensamientos no han sido normalizados todavía, a pesar de todas sus intervenciones. Temo que decidan pasar al siguiente nivel.
28 de junio.
Tengo tanto tiempo aquí que me cuesta recordar cómo era la vida antes de este encierro. Sé que tenía una familia, algunos amigos, estudios de tercer nivel, y trabajaba de día en una oficina para pagarme el postgrado al que le dedicaba las horas de la noche. Una vida ordinaria, tranquila. Sin sobresaltos. ¿Feliz? No me atrevo a asegurarlo. Seguro sí me sentía, en cambio. Seguro dentro de esa burbuja artificial que había construido a mi alrededor.
Eso fue antes de que comenzaran las purgas. No advertí las señales, ese fue mi gran error. Eso, junto a mi temperamento sarcástico. El hecho es que fui uno de los primeros objetivos del movimiento pro corrección. “Alianza para el respeto”, APER, fue el nombre que recibió en el país. Comenzó como un incipiente movimiento de ciudadanos “preocupados”, pero fue ganando relevancia de manera paulatina hasta convertirse en una ONG con fuertes nexos con el poder. No supe nunca bien el porqué, pero de pronto todos comenzaban a sentirse enfadados, ofendidos por los motivos más nimios. Y yo, imprudente, comencé a mofarme de esa situación. Pensaba que, como todo, iba a ser una moda pasajera y, en una oscura bitácora colgada en la red, escribía una columna con cadencia semanal sobre esa peculiaridad que exhibía la sociedad. Ácida, no lo niego. Sarcástica e iconoclasta, quería ser una alerta ante esa situación que ya comenzaba a adquirir visos de epidemia. No me imaginaba que los censores de la APER llevaran tan a fondo sus investigaciones. Pero fue así. Tal vez alguna denuncia anónima de un lector ofendido encendió sus alarmas. Dar con la bitácora y luego conmigo les fue fácil, al parecer. A pesar de estar firmada con un seudónimo, no se me ocurrió proteger de alguna manera la dirección en la que estaba anclado mi ordenador. La APER cuenta con el suficiente músculo financiero para contratar a los mejores robots rastreadores en la red, y dieron con mi ubicación física en corto tiempo. Al parecer necesitaban sentar un precedente, y yo fui el escogido.
Un día llegaron hasta mí. Un equipo de acciones especiales, armado como para enfrentar una célula terrorista, entró a mi apartamento, derrumbando puertas, y me halló a medio vestir, sentado frente a la pantalla, mientras redactaba la que sería mi última e inconclusa columna. Debe haber sido una imagen risible: un individuo en interiores y franela, rodeado de una multitud de efectivos cubiertos de un exoesqueleto de fibra de carbono que lo apuntaban con rifles de mira láser. No hubo fiscal, ni juez de control, ni cárcel preventiva. Mi conducta no configuraba un delito, sino que se clasificó como problema mental, lo que fue mucho peor. Por esa razón no tuve derecho a un abogado defensor y se me destinó a una institución psiquiátrica primero, y luego al centro de reeducación en donde me encuentro ahora. La APER logró silenciarme, como a otros cientos de personas. Pero no le es suficiente. Quiere asegurarse de que de mi mente se destierre cualquier pensamiento que considere pernicioso. Y tiene los medios para lograrlo.
17 de julio.
El momento tan temido por mí ha llegado. Ayer tuve otra intervención, y fue la más profunda de las que me realizaran desde que comenzaron conmigo. Al parecer están experimentando con algunas drogas novedosas, de efectos fortísimos. Psicotrópicos de última generación, supongo. No sé que habré dicho mientras estaba bajo su efecto, pero me dejaron en una especie de estado catatónico durante cierto tiempo. Mientras estaba despertando, sin que los especialistas se diera cuenta, escuché una palabra que por poco no logró que se me aflojaran los esfínteres: lobotomía. Como pude, traté de simular estar dormido aún para ver si escuchaba algo más, pero sólo logré discernir una fecha: 20 de julio.
Por eso, he tomado una decisión. Estas son las últimas líneas que escribo. Aquí, en esta sala de sauna tan apartada y potente que no es visitada por nadie, termino de escribir mi diario de reclusión. No sé si alguien lo encontrará, escondido como estará en una grieta de la madera del banco en donde estoy sentado. Ojalá sea así, y que de alguna manera logre ver la luz, para que la posteridad sepa la verdad de lo ocurrido en esta oscura época de corrección a la fuerza. La puerta está asegurada por dentro, y no creo que logren abrirla fácilmente. Solo me falta esperar a que el calor cumpla con su cometido.
Espeluznante relato que vaticina un futuro cercano y muy probable. Elocuente y sumamente descriptiva forma de plasmar tus ideas, como nos tienes acostumbrados.
Saludos fraternos Mirco.