Cassette mezclado


Lado A

Éramos los raros, los renegados del grupo. Me pregunto por qué nos invitaban a las fiestas: ¿sería por solidaridad juvenil, o para reírse en secreto de nosotros? Eso ya no importa; lo cierto es que casi todos los sábados, en un lugar diferente cada vez, treinta o cuarenta adolescentes que estudiaban en el mismo colegio se reunían a bailar las canciones del top 100, que imponían el Capi Donzella o Napoleón Bravo en sus programas de radio. Nosotros también acudíamos a esas citas, pero pocas veces juntábamos el coraje necesario para sacar a alguna muchacha. Nos arrinconábamos en un extremo de la sala, y veíamos a las parejas contorsionarse envueltas en el humo espeso, coloreado de morado por las luces de la miniteca. En nuestros morrales, lo que sabíamos marcaba la diferencia entre nosotros y los demás: dos o tres elepés de Jimi, comprados por catálogo en Don Disco, que siempre cargábamos encima con la esperanza – jamás materializada – de ponerlos a sonar en el altar de la música. Cuando se los mostrábamos al improvisado disk jockey, sacerdote oficiante de aquellas misas paganas, los miraba con extrañeza, como diciendo “¿Quién es este loco?”. Claro, eso fue antes de su muerte. Después de ella, todo el mundo hablaba de Jimi como si lo hubiera conocido desde siempre, y su música sonaba por doquier. Pero nosotros, los iniciados, sabíamos la verdad.

  • Black magic woman

Romina era una mujer insignificante, anodina, que hubiera podido pasar desapercibida. Salvo por un detalle: sabía leer el Tarot, las manos y también el aura. Hacía cartas astrales y horóscopos a la medida. Desde que llegó a la urbanización su fama comenzó a propagarse, pues sus designios resultaron ser muy certeros. Instaló su consultorio psíquico en un apartamento y se dedicó a realizar consultas astrológicas; corrían rumores de que también preparaba pócimas para el amor, o para el odio. Curioso, acudí a ella para que me adivinara el futuro. Al verme negó con la cabeza y me dijo: “A ti no”. Pregunté el motivo, y sólo contestó: “Tu aura presagia tragedias”. Durante mucho tiempo insistí, sin lograr mi propósito. Me miraba con tristeza infinita, y con un gesto de la mano me despedía. Lo que al principio había tomado como un juego comenzó a inquietarme: ¿Qué habría visto la mujer en mí? Por fin un día ella desapareció de la misma manera misteriosa como había llegado, sin dejar rastro y – lo más grave – sin haberme comunicado su revelación. A partir de ese momento he consumido mi vida en la terrible sospecha de que alguna desgracia está al acecho. He consultado decenas de mentalistas, brujas, adivinadoras, pero ninguna de ellas me da algo de tranquilidad. No ven nada en particular, y me abruman con generalidades. Solamente Romina pudo ver más allá,  y no sé en donde encontrarla.

Estaba en la sala de espera de un especialista en ciertas patologías. Me lo había recomendado un colega del trabajo de mi entera confianza cuando al fin le comenté sobre mi condición, como si de un secreto  confesional se tratara. Yo buscaba dos cosas: eficacia, y sobre todo discreción;  mi amigo, veterano de decenas de esas batallas, me dio garantía sobre ambas. Así que solicité una cita, tras días de cavilaciones. Debía salir de la duda y, en caso de ser reales mis sospechas, comenzar el tratamiento cuanto antes. En la pequeña salita (un par de sofás enfrentados, una mesa de centro con revistas de hacía una década) nos hallábamos cinco personas, con aspecto de estar avergonzadas, evitando cualquier contacto visual.  Todas, excepto una. Sentía sobre mí una mirada poderosa, proveniente de la mujer que tenía justo en frente. Cuando osé levantar los ojos de la revista prehistórica que estaba leyendo, pude apreciar los suyos: azules, de un azul como el del cielo de diciembre. Bajé veloz la mirada, y durante todo el tiempo que pude (que no fue mucho, la verdad) traté de no volver a verla. Pero la curiosidad fue más poderosa, y comenzó el habitual juego de miradas que van y vienen, y en el que no sabes si te miran porque quieren mirarte o para saber si estás mirando. En esas ojeadas rasantes pude reconstruir a retazos la fisonomía de la mujer, quien sin ser una belleza tenía lo suyo: cabello oscuro y largo, una nariz con carácter, sin llegar a ser prominente, y la boca de regular tamaño, siempre a punto de sonreír. Mientras tanto el tiempo pasaba todo lo lento que puede pasar en la sala de espera de un médico, si  se anda con angustia e incertidumbre. Poco a poco fueron llamando a los demás pacientes: al parecer la dama de los ojos color de cielo y yo éramos los últimos en la lista, pues quedamos solos. Para el momento ya había tomado y descartado la mitad de las revistas disponibles. Cuando por fin la asistente mencionó mi nombre, me levanté y por un segundo estuve tentado de preguntarle a la mujer su nombre, y tal vez su número telefónico, pero me contuve: ¿cómo saber cuál enfermedad oculta y vergonzosa acechaba detrás de esos ojos azules?

Ausencias que te acompañan durante el resto de tu vida, se prenden como perros rabiosos de tus tobillos, vigilan tus sueños. Se vuelven presencias intangibles. Sabes que andan acechándote, esperando por un leve titubeo de la memoria para aparecer y penetrarte con el filo del recuerdo de sus acciones, que tanto te marcaron. Y deseas que volvieran a estar allí, de cuerpo presente, para tomar venganza de nuevo y regresarlas al infierno desde donde hoy te acosan, para que todo comience otra vez, en una eterna repetición.

“¡Cará, quien pudiera morir entre tus piernas!” le gritó el borrachito desparramado en la acera, desierta a esa hora de la madrugada,  a la mujer que le pasó al lado, monumento de unos ciento setenta centímetros de los cuales por lo menos noventa correspondían a sus gloriosas extremidades inferiores, generosamente expuestas gracias a la brevedad de la falda. Ella se detuvo un poco más adelante, bajo la luz de un anuncio de preservativos que la bañaba en neón, titubeó un instante y se devolvió hacia él. Cuando lo tuvo en frente, le dijo: “Voy a hacer realidad tu sueño” y subiéndose un poco más la falda le aprisionó la cabeza entre las piernas, hasta que un estertor agónico  le indicó que el beodo había obtenido lo que solicitara de manera tan irreflexiva. 


Lado B



Doce botellas vacías se alinean sobre el mostrador del bar. Doce hombres andan vagando por las calles en la hora más oscura de la noche, jinetes de vehículos que escupen humo y música a todo volumen. Los echaron del lugar al llegar la hora de cierre, pero el cuerpo les está exigiendo más: por lo tanto pisan a fondo el acelerador, persiguiendo a un fantasma, o tal vez huyendo de él. Doce corceles de metal cabalgados por doce ángeles caídos. El licor les anula la prudencia, los desinhibe, los envalentona: ningún carro que se les atraviesa en el camino queda sin rebasar. La autopista es trazado de justas medievales, en donde sólo puede haber un vencedor. Las luces, rojas, amarillas, blancas, verdes, se multiplican bajo la visión alterada por el alcohol, reflejadas en los espejos del pavimento humedecido de nocturnidad. Son doce proyectiles disparados al azar, que pueden, o no, dar en algún blanco. Es cuestión de suerte; los noticieros del día siguiente darán el parte de guerra.

No me abandonas nunca. En cada acto de mi vida, por más sencillo y banal que sea, estás presente. Ayer mismo, mientras me hallaba con una mujer cualquiera, buscando aturdimiento y satisfacción pasajera, no pude concretar nada pues estabas allí, mirándome con más perplejidad que reproche, como si no entendieras mi necesidad; no me quedó más remedio que dejarla en el cuarto del motel, con cualquier excusa. Con lo que me había costado convencerla. No puedo comer, beber, ni siquiera ir al baño con un poco de tranquilidad, pues tu presencia es agobiante e incesante. Maldigo el día cuando nací pegado a un hermano siamés.

Escrito sobre una servilleta encontrada en Le Drugstore: “Un ruiseñor ciego le canta a una muchacha sorda. La muchacha conmovida le lleva un poco de alpiste, pero el pájaro es incapaz de buscarlo por su cuenta; ella  trata de ponérselo en la boca, pero el ruiseñor se asusta y se va volando, tropezando con todo lo que tiene alrededor. El ruiseñor, tal vez herido, se pierde en la espesura del bosque, y emite sonidos lastimeros que la muchacha no puede oír; sin embargo va por él a pesar de saber de antemano que su búsqueda será infructuosa. Así es nuestra relación, Amanda: yo soy el ciego, tú la sorda; te hablo y no me entiendes; me lastimas sin querer y huyo;  me buscas pero no me encuentras. Sin ti no existo, pero a la vez somos la negación el uno del otro; en un eterno claroscuro nos vamos encontrando y desencontrando”.

Desde hace cierto tiempo he comenzado a notar que algo extraño me está pasando. La manera de percibir el aire, por ejemplo: siento cada molécula de oxígeno alimentar cada alvéolo de mis pulmones, y pasar al torrente sanguíneo para circular por todo mi cuerpo, hasta llegar al cerebro. Así como la comida que ingiero; desde el momento en que entra a mi boca, es masticada  y salivada cuidadosamente hasta convertirse en bolo alimenticio, baja al estómago para ser atacada por los jugos gástricos, se deposita en los intestinos para ser procesada y por fin los desechos son expulsados, tengo plena conciencia de todos esos actos que ocurren dentro de mi cuerpo. Y lo mismo me pasa con los sentidos. El tacto, por ejemplo. Al tomar el metro, las decenas de roces que tengo con los usuarios que me rodean son registrados, uno por uno, y puedo describirlos a pleno detalle. Con la vista es hasta peor: todo, absolutamente todo lo que veo, queda almacenado en mi memoria y lo puedo reproducir en cualquier momento. Y no es grato, sino todo lo contrario: gracias a mi facultad puedo decir que la mayoría de las cosas que vemos, sentimos, olemos, escuchamos y gustamos son un asco. Lo que pasa es que la gente suele olvidar lo desagradable y quedarse con lo que más le interesa: por eso dicen que la vida es bella. Yo no, yo sé la verdad: sé que la vida en general apesta, y que cada momento – los pocos agradables y los muchísimos desagradables – quedará grabado para siempre en mi memoria, para que lo vuelva a experimentar cada vez que a mi cerebro le de la gana de martirizarme. No es fácil vivir así; pienso que cualquier día todas esas sensaciones acumuladas van a desbordar el recipiente exiguo que es mi cuerpo, haciéndolo estallar en mil pedazos.

  • Aviones plateados

Solía matar el ocio dominical echado sobre la arena candente del trópico. Buscaba playas poco frecuentadas, cosa bastante difícil en el litoral central, pero no imposible: en la franja de costa apiñada entre el Mar Caribe y la serranía, bordeada por la carretera que lleva a Los Caracas, todavía se pueden encontrar rincones poco visitados. Bañarse allí es asunto complicado, pues el mar es bravío. Por eso me limitaba a tomar el sol y recibir las salpicaduras de las olas que se estrellaban sin pausa contra las rocas,  convirtiéndose en llovizna salobre. Me contentaba con un paquete de seis cervezas, un libro y mi walkman para transcurrir el día, que de otra manera hubiera pasado lento y agobiante, en la misma casa de siempre, aguantando los reproches de mamá y esperando por la improbable llamada telefónica de Mireya. Llamada por la cual aguardaba desde hacía varios meses, con la terquedad suicida del que sabe tener la razón. Porque yo tenía la razón, Mireya, por más que hubieras dejado bien clara tu opinión en contrario la última vez que hablamos. Por eso, para evitar eso, escapaba hacia el mar, y mientras leía el libro idiota que me llevaba, escuchando el rock más endemoniado que pudiera encontrar en los anaqueles de Archivo Musical y que luego grababa en cassettes mezclados, un lado en inglés y el otro en español de acuerdo a mis particulares manías, sorbía poco a poco mi “six pack” y fantaseaba con ser uno de los pasajeros de los jets que me sobrevolaban, de cuando en cuando, y desaparecían imperceptiblemente en el horizonte.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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