Como todo buen boomer, fui hijo de la televisión. De hecho, el primer recuerdo que tengo, que por el lugar en donde ocurrió data de 1962, a mis dos años de edad, involucra a un televisor, observado por mí desde el piso en donde estaba tirado boca abajo, mirando tal vez algún show de mediodía. La televisión fue, durante tal vez 55 años de mi vida, el principal medio de entretenimiento e información. No tener TV equivalía a ser un paria, aislado del mundo, desconectado de la actualidad, desprovisto del tema de conversación reinante cuando algún programa novedoso se estrenaba en uno de los pocos canales que teníamos a disposición, u ocurría algún hecho noticioso de relevancia, como la llegada del hombre a la luna, la celebración de un mundial de fútbol, o la coronación de una reina de belleza. La televisión mantenía una hegemonía total, en cuanto a marcar tendencias y moldear el gusto de las mayorías. Eso cambió radicalmente hará unos cinco años. A partir de ese momento, cambié los medios para mantenerme informado y distraído, de mano de la tecnología. Internet se encargó de remplazar al mensajero. La parte noticiosa la suplo con los portales de noticias o las inefables redes sociales, y el contenido audiovisual me es proporcionado, casi en su totalidad, por los servicios de streaming.
Esto, supongo, no es algo que me ocurra en exclusiva. Reemplazamos la dictadura de las cadenas televisivas por otra, más sutil y que nos da la ilusión de tener el control sobre lo que queremos ver, cuando querramos hacerlo. Premisa en parte falaz: estamos sujetos a la oferta que deciden los programadores de esos servicios, que, aunque se esmeran en colgar cada día más contenido, relativamente poco de él es de verdadera calidad. Sin embargo, a veces sorprenden, echando mano a glorias del pasado. Es el caso de Netflix y su reciente incorporación de dos gemas del género bélico: Band of brothers, y su más reciente compañera de tema, The pacific. Ambas series producidas por la dupla Spielberg-Hanks, que ha demostrado saber manejar con atino el tema. No había tenido oportunidad de verlas cuando salieron, ya que no era suscriptor de los canales que las emitieron originalmente, pero las conocía por referencia. Las despaché en un medio maratón, pues están construidas de manera tal que enganchan al espectador e invitan a ver sus capítulos de manera ininterrumpida. Aunque es inevitable el sesgo de representar al ejército norteamericano como el gran salvador mundial, cierta autocrítica se puede apreciar, sobre todo en la representación de algunos personajes y algunos hechos bochornosos. Dentro de esa premisa, las series nos cuentan la guerra que fue, a partir de las memorias de algunos de sus protagonistas recogidas en libros autobiográficos. La guerra, se sabe, es un horror, y en este par de series, sobre todo en Band of brothers, no escatiman recursos para representarla en toda su crudeza y crueldad.
Tenía fresca esa sensación cuando explotó la crisis en Israel. La guerra se trasladó de las 32 pulgadas de la pantalla del televisor a las 6 del celular, y ya no era Netflix quien me la mostraba, sino X, el ex Twitter. La guerra en tiempo real. Allí se nos presentan los hechos crudos, y tenemos la tarea de recrear la narrativa por nuestros propios medios, haciendo el mejor esfuerzo por encontrar las fuentes más fiables, pero siempre expuestos a caer en la tentación de creer más en quienes nos dicen lo que estamos más propensos a creer, de acuerdo a nuestros parámetros y brújula moral. Enormes cantidades de material audiovisual nos son entregadas, sin muchas garantías de veracidad; las fake news se entreveran con las verdades, y al final tenemos un mezclote de información contradictoria, tamizada por nuestra torpe capacidad de decantación. Voy a citar uno de los hechos, tal vez el más escandaloso: el caso de los niños decapitados. Al momento en que estoy escribiendo esto, el debate ya se centra en la cantidad y no en la veracidad de la información. Como si cualquier número mayor a cero no fuera ya motivo de consternación.
Lo cierto es que la guerra parece volver a instalarse en nuestra cotidianidad. Lo de Israel es apenas un brote más de lo que viene ocurriendo en el este europeo, en África y en Asia. Esta semana vi un mapamundi en el que estaban resaltadas en rojo las regiones que están actualmente en conflicto, y era un mundo hemorrágico. No quiero sonar alarmista, pero los hechos están allí: parece que se está fraguando una tormenta perfecta que va a conducir al mundo a la tercera guerra mundial. Y es posible que esta vez las generaciones futuras no tengan la oportunidad de verla recreada en una docuserie, si los demonios terminan de desatarse y apelan al arsenal nuclear repartido en las facciones que están enfrentadas. Como decía creo que Einstein: no sé cómo será la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras.