Soy el último personaje que queda con vida. No sé por cuanto tiempo, pues sus caprichos son impredecibles: es posible que me conceda el don de la eternidad, o que me haga sucumbir de una manera rocambolesca e idiota, como suele hacerlo. Nadie lo sabe. Lo que sí está claro es que en su ser se instauró la locura. Esta incertidumbre me tiene sumido en el más hondo pesar; a veces quisiera que todo acabara, otras veces, en cambio, clamo por no desaparecer.
Tengo una teoría, que no he podido comprobar pero me parece la más lógica. Todo empezó con su obsesión por Borges. Sí, Jorge Luis Borges, el infame fabulador por cuya causa aparecí de la nada y hacia la nada me dirijo. Borges tenía la manía de inventar un libro y después comentarlo: decía que era más fácil hacer eso que escribirlo en realidad. Tenía otra manía, relacionada con los laberintos, los retornos, el infinito. Mi creador, por llamarlo de alguna manera, llegó al argentino por casualidad. Parece ser que cierto amigo lo inició en su lectura, o se encontró un ejemplar de “Historia universal de la infamia” en una visita a alguna librería y le llamó la atención el título; esto no está esclarecido. Lo que sí queda claro es que se convirtió en su escritor favorito, o para decirlo con mayor propiedad, el único. Las obsesiones de Borges devinieron en suyas, y comenzó a fantasear con la idea de completar la obra de su héroe. Éste, por genial que fuera, nunca acometió la tarea de escribir un libro infinito, o más bien, “el” libro. Él si lo haría.
En su retorcida mente comenzó a maquinar la horrenda idea: escribiría una historia completa, en todo el sentido y la extensión de la palabra. Ahora bien, lo que entendía por completa era algo atroz: en su pretendida obra, no dejaría ningún cabo suelto, ningún detalle sin explicar, ningún objeto que describir, ninguna vida sin narrar. Hasta el más obscuro personaje, así fuera un insignificante peón que se divisara a lo lejos en algún pasaje de su pesado – en todas las acepciones posibles – libro, tendría su biografía. Su historia, si es que vale la pena hablar de ella, era sencilla, básica y pueril. Al principio hablaba de un hombre y una mujer que se conocieron “una tórrida mañana de junio, cuando el sol, ese astro de tercera magnitud gracias a cuya energía es posible la vida sobre la Tierra, planeta tercero en distancia con respecto al astro rector del sistema solar, cuando el sol brillaba con un resplandor dorado sobre las copas de los árboles”. Hago esta cita textual no por gusto, sino para que entiendan el farragoso y cansón estilo del aspirante novelista. Ese comienzo binario se dividiría en dos ramas principales, ya que según el plan trazado debería completar la biografía de cada una de las personas. Allí tropezó con la primera dificultad, ya que entendió que si seguía de ese modo la historia crecería hacia atrás, porque cada nuevo personaje tendría que establecer su propia biografía, que a su vez apuntaría hacia algún ancestro y de es manera llegaría al comienzo de los tiempos. Desechó entonces ese primer borrador, y decidió que en ese cosmos particular que constituía su libro los personajes iniciales no tendrían pasado, sino que serían ellos el punto de partida. De esta manera, logró cierta coherencia en su labor. No se sabe a ciencia cierta cuantas horas al día le dedicaba, pero deberían ser muchas. Al cabo de dos años tenía escritos 4500 folios, y en la novela habían trascurrido apenas cuatro días. Pero su cosmos comenzaba a sobrepoblarse: ya unos 20 personajes habían aparecido y su vida había sido descrita. Alrededor de la página 3000 fue que me hizo aparecer; yo era al principio un muchacho que limpiaba los vidrios de los vehículos en los semáforos, huérfano por necesidad de brevedad, que “subsistía precariamente y cometía pequeñas fechorías que poco a poco le convertían en una criatura abyecta y llena de rencor hacia los demás”. Tengo que confesar que ese comienzo mío no me pareció para nada cónsono con mi verdadera personalidad, pero a medida que progresaba la trama del libro comencé a tomar más preponderancia cada vez, cosa que me satisfizo.
En medio de su locura tuvo un momento de lucidez: la vida no le alcanzaría para terminar esa obra que en su cabeza era indispensable y perfecta. Entonces comenzó a forzar la desaparición de algunos personajes, tratando de que esas desapariciones fueran coherentes. La primera víctima fue Yolanda, la vendedora de jugos naturales en el kiosko de la plaza Benítez, en donde “se yergue la estatua del héroe epónimo, triunfador en la batalla de Chinchilla, ciudad del norte del país, de 20000 habitantes, cuya principal fuente de ingresos es el comercio de pieles de alpaca” (y por allí se mandaba la descripción de la cría y beneficio de esos pobres animalitos, la curtidimbre, los materiales utilizados en ella, el camino andino por donde debían transitar los comerciantes, los medios de transporte que utilizaban). Yolanda perecería a causa de la picada de un escorpión, escondido entre las frutas con las que preparaba sus tisanas.
De esta manera, comenzó a eliminar cada personaje que le comenzaba a estorbar, y poco a poco experimentaba mayor satisfacción en los asesinatos que con la construcción de su obra. Se volvió un experto maquinador de muertes inesperadas, una más atrabiliaria y descabellada que la otra. Como fichas de dominó fueron cayendo uno a uno: la pareja inicial falleció de manera conjunta, al caer por accidente en las heladas aguas de la cascada de Iguauruzirú.La descripción de ese accidente, debo decirlo, es uno de los pasajes mejor logrados de la obra: el lector puede casi sentir el vértigo que experimentaron los protagonistas cuando la endeble balsa de ratán en la cual trataban de vaguar el enorme río que desemboca en la espectacular caída de agua se precipitó hacia la nada, con ellos a bordo.
Por azares del destino yo fui el único sobreviviente de esa masacre a cuentagotas, pero no sé por cuanto tiempo: en las heladas estepas en donde me ubicó mi creador no consigo comida; el frío se me instaló de manera permanente en los huesos, y a lo lejos se escuchan los aullidos de una manada de lobos.