Claro de luna
Una intensa punzada en el bajo vientre me despertó.
El dolor me hizo encoger y, todavía con los ojos cerrados, me llevé
instintivamente las manos a la tripa.
«No, no, no…» ―rogaba hacia mis adentros. Aun sin ser del todo consciente de
lo que estaba pasando, no podía dejar de manosearme la barriga, flácida, vacía.
Aparté con dificultad las mantas y me levanté, tambaleante. Sentí la humedad
en las manos y cómo el camisón se pegaba a mi piel.
Intenté encender la luz, mas no acertaba a alcanzar el interruptor. Me acerqué a
la ventana y pude vislumbrar el líquido que me empapaba, de un rojo parduzco. Me
estremecí.
Salí de la casa, sin rumbo, pero me adentré en el bosque con paso ligero. El eco
lejano de un llanto me empujó a apresurarlo. Sin casi darme cuenta, ya estaba corriendo
hacia él.
Encontré a mi bebé en un claro, entre las encinas. En cuanto llegué a su lado,
dejó de llorar y me sonrió.
Lo cogí en brazos, y a la luz de la luna, lo último que vi fueron sus afilados
dientes…
El momento exacto en el que perdí la autoestima…
Lucía y yo jugábamos cada noche, antes de dormir. Quizás esa noche me pasé de brusco,
porque dio un grito tan fuerte que su padre subió al dormitorio.
—Esto no puede ser, Luci, ya tienes diez años… Tienes que acostumbrarte a
dormir con la luz apagada —dijo, abriendo la puerta del armario—. ¿Lo ves? ¡Aquí no
hay nada!
Lucía miró hacia donde yo estaba, con los ojos muy abiertos. Pareció dudar por
un momento, pero al fin suspiró tranquila. Fue ese mismo instante, en el que dejé de
creer en mí.