Abuelo era pescador. Pasaba horas en el lago. Cuando parecía que el día iba a mermar, una incauta picaba el anzuelo.
Él afirmaba que el truco era la paciencia; paciencia y buenos olores. Yo no le llevaba la contraria. ¿De qué otra forma ellas se acercarían a un viejo roñoso? Al llegar una nueva, me iba al cuarto de huéspedes, pues eran sus lamentos lo único que se escucharía durante las próximas horas.
Abuelo bromeaba con regalarme alguna: que en la ciudad me harán falta, que es mejor compañía que cualquier flacucha de campo, que despertaría envidia en mis amigos y demás pavadas. «Déjalas en paz, Abuelo, que sus familias debían extrañarlas». Y seguro de sí como lo están los viejos, me respondía que, de tener familias, las habían abandonado, porque hasta el sol de hoy seguían sin ser reclamadas.
Yo a veces paseaba por los estanques del patio. En cada uno cabían al menos cuatro Sirenas. Abuelo las alimentaba con carne mechada, aunque preferían presas vivas como pescados o gallinas.
Y solo así cantaban.
«Eran melodías peligrosas», decía Abuelo, «preferiría perder el brazo en una aserradora antes de seguirlas escuchando». No le dije que una de ellas me había atrapado. La vi solitaria. Confié en mi voluntad, advertido de que seducen con artimañas, y comencé a frecuentarla cada verano cuando yo era un adolescente. Le daba manzanas acarameladas, que por alguna razón eran sus favoritas.
Entonces, ella cantaba.
Primero como un susurrar tímido, y luego era como si su garganta anidase una orquesta de corales.
Solo pensaba en ella cuando regresaba a la ciudad. Huía de las citas con chicas de mi edad, y qué decir de mis rechazos a escaparme a algún club con identidad falsa. Nada de eso me importaba. Volvía con la Sirena todos los veranos, a su cantar de aguas profundas.
A los dieciocho le obsequié una caracola con el vaivén de las olas ante la brisa marítima. Aquello la sorprendió y la hizo cantar como nunca. Supuse que jamás había visto el mar, pues siempre había vivido en el lago. Le prometí que la llevaría.
Volví en una vacación a mis veinte años. La saqué de allí a mitad de la noche. La mantuve sumergida en una bañera. La subí a la camioneta y me fui. Cantó durante todo el camino. Era una melodía saltarina, cursi, pero que era nada más para mí. Ya había alquilado un bote en la orilla del lago y navegué aguas adentro, con una neblina como único testigo hasta alcanzar la costa marina.
Ella seguía cantando. Yo no quería que se callara jamás.
La liberé. La sombra de su cola se perdió en las profundidades y su canción me embargó como una promesa incumplida.
Abuelo, al darse cuenta, se limitó a suspirar, cansado, en el límite de su vejez. Volví a la ciudad, al asfalto creciente, y no dejaba de escuchar la canción de mi Sirena. Las notas me atravesaban como arpones. Fue imposible dormir, caminar, escribir, e incluso dejé de escuchar mi propia voz al hablar. Sucumbía ante la música, como si ahogase todos los edificios, las calles, cada persona que conocía. Las grandes avenidas se convirtieron en espuma; y la ciudad, tan imponente, en un estanque, que me asfixiaba desde el interior de mis oídos. Nadaba, perdido, en aquella música maldita de burbujas.
Abuelo murió a los años y heredé su casa. Ahora yo soy quien pesca Sirenas con la esperanza de atrapar a la mía, de capturarla entre redes y hacerla callar.